En el mes de abril de este año, la Corte Suprema rechazó, por unanimidad, y en términos severos, dos demandas de inconstitucionalidad relacionadas con el decreto de necesidad y urgencia 70/2023.
El argumento central de su dura respuesta fue que las demandas del caso no se asentaban sobre una “causa” o “controversia.” Esto es, para la Corte los apelantes no lograron demostrar siquiera que nos encontrábamos frente a un “caso concreto”. Si no hay “caso” o “controversia” -pudo preguntarse- ¿cómo puede pretender usted que yo intervenga?
Sostuvo la Corte: “es imprescindible que quien reclama tenga un interés suficientemente directo, concreto y personal –diferenciado del que tienen el resto de los ciudadanos– en el resultado del pleito que propone, de manera que los agravios que se invocan lo afecten de forma ‘suficientemente directa’ o ‘substancial’”.
Permítanme comenzar con una respuesta (crítica) frente a lo señalado por la Corte, señalando un par de perplejidades que el fallo puede generarle a cualquier “ciudadano común”. Primero: para cualquiera que quiera tomarse en serio la Constitución, debe resultar asombroso -increíble, quizás- que alguien (¡la misma Corte!) afirme, frente al DNU 70/2023, que “no hay caso ni controversia”.
Con todo derecho, esa persona comprometida con la Constitución podría responder que no sólo ve un “caso”, sino uno clarísimo, que por lo demás se vincula con una “controversia” no sólo real, sino de primera importancia.
¿No es que estamos hablando de un DNU que deroga más de 80 normas y se anima a enfrentar al Código Civil (contra una Constitución que dice que “el Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”)? ¿Y no es que esa misma Constitución contempla la posibilidad de un DNU sólo cuando “circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios” de la legislación (siendo que ése no es el caso, ya que el Congreso hoy se encuentra en pleno funcionamiento)?
La segunda perplejidad que podría tener ese ciudadano común, frente a lo dicho por la Corte, es la siguiente: si ni un ex juez de la Corte Suprema y de la Corte Interamericana (Raúl Zaffaroni, quien patrocinó la demanda de La Rioja contra el DNU), ni una persona que presidió el principal Colegio de Abogados del país por más de una década (Jorge Rizzo, responsable de la segunda demanda contra el DNU) han mostrado -siquiera- la capacidad de reconocer si estaban o no frente a un “caso” ¿qué es lo podría esperarse de un ciudadano común? ¡Que ni se le ocurra pensar siquiera en presentar una demanda en nombre de la Constitución! Así las cosas, resulta claro que ningún ciudadano entenderá nada de lo que dice el derecho. Jamás.
Frente a perplejidades tales, diría lo siguiente. Ante todo, recordaría que uno de los rasgos que unió al derecho romano, al derecho inglés, y al derecho norteamericano, en sus orígenes, fue el de suscribir una visón muy abierta e inclusiva sobre quiénes podían litigar o demandar legalmente, ante un conflicto. Las restricciones en la materia, vinculadas por ejemplo con los “requisitos” para presentar un “caso”, resultan recientes.
En el ámbito americano se hizo referencia a ellas en 1863, pero recién aparecieron como cuestión fundamental en 1923 (en Frothingham v. Mellom). Las razones que llevaron a “entornar las puertas de los tribunales” ante los ciudadanos han sido diversas, pero siempre controvertidas -indefendibles, agregaría, en una sociedad democrática.
En el caso de los Estados Unidos, dicha visión restrictiva se consolidó en 1992 (en Lujan v. Defenders of Wildlife), y a partir de la intervención de uno de los jueces más conservadores que tuvo dicha Corte (Antonin Scalia).
Señalo esto para negar la idea que asumen Cortes como la argentina, que presentan sus fallos como si sólo estuvieran revelando el sentido “natural” del derecho: lo que el común de los mortales no entiende.
Agregaría, por lo demás, un rechazo al carácter “técnico” que la Corte atribuye a su fallo. Y es que la Corte disfraza con lenguaje científico lo que son opciones eminentemente políticas: los conceptos de “caso” y “controversia” no nos remiten a nociones metafísicas, ajenas al debate público.
Más aún, y como sostuviera Cass Sunstein, si los tribunales se involucraran seriamente en la tarea que anuncian, deberían introducirse en indagaciones complejísimas, vinculadas con el nexo causal existente entre “agravio, remedio e ilegalidad”; para internarse luego en complicadas reflexiones conceptuales en torno a conceptos como los de agravio, daño efectivo, interés afectado, etc. Y no hace nada de ello. Simplemente, la Corte presenta como técnica una decisión que es política: en qué casos quiere intervenir y en cuáles no.
Peor que eso: la Corte opta por respuestas muy conservadoras, cuando nos enfrentamos a desacuerdos que ponen en jaque a la democracia, la Constitución y la división de poderes; y cuando necesitamos incitarla a pensar sobre esos conflictos severos: nos urge saber si estamos ante a una violación masiva y grave de la Constitución.
En definitiva, al “caso” y a la “controversia” ya los tenemos: enfrentamos el caso extremo de un gobierno que, como primer paso, plantea un monumental desafío a la Constitución. Lo que nos falta es la imprescindible colaboración que debe darnos la Corte en ese imperioso ejercicio de conversación colectiva.
Publicado en Clarín el 22 de abril de 2024.
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