En 1989 John Williamson escribió un artículo titulado “Lo que Washington entiende por reformas”. El autor realizó un sondeo entre diversas agencias públicas y privadas con sede en la capital de los Estados Unidos a las que inquirió que debía hacer América Latina para volver a crecer. La región atravesaba la década perdida. Sin crecimiento, no habría solución para la crisis de la deuda desatada en 1982. Williamson halló un grado razonable de consenso en torno a 10 medidas de política económica entre las instituciones de Washington.
Este artículo dio origen al bastante citado, poco leído (e injustamente denostado) “Consenso de Washington”. El desafío era que la región volviera a crecer de un modo que generara un excedente de divisas como para resolver la crisis de deuda. Estas 10 medidas eran 1) mantener la disciplina fiscal; 2) priorizar el gasto en educación, salud e infraestructura; 3) privatizar las empresas del sector público; 4) mantener tasas de interés determinadas por el mercado, reales positivas; 5) adoptar un tipo de cambio flexible y competitivo; 6) liberalizar el comercio; 7) abrirse a la inversión extranjera directa; 7) realizar una reforma impositiva, ampliando la base tributaria y cobrando impuestos con tasas marginales reducidas; 9) desregular el mercado interno eliminado barreras a la competencia y corrigiendo rigideces del mercado laboral y 10) garantizar el derecho de propiedad.
No había consenso acerca de la liberalización de los movimientos de capital. Se temía que la adopción de estas medidas en simultáneo con una liberalización de los flujos de capital apreciaría la moneda, conspirando contra el aumento de las exportaciones y generando un boom importador que llevaría a tener déficits de cuenta corriente. Ello chocaba con el objetivo crecer generando divisas en forma genuina.
Contra la creencia generalizada, el Consenso no fue impuesto por los organismos multilaterales de crédito. La mayoría de los países adoptó parcialmente las recomendaciones del Consenso, pero alejándose particularmente en dos puntos clave: el esquema cambiario y la liberalización de la cuenta capital. Argentina, Brasil y México, entre otros países, apelaron a planes de estabilización basados en esquemas cambiarios fijos o semifijos. Éstos lograron bajar la inflación, pero resultaron muy vulnerables a los shocks negativos externos, tal como quedó evidenciado en las crisis de 1994, 1999 y 2001.
No es mi objetivo hacer una defensa del Consenso de Washington, sino mostrar la actualidad de algunas cuestiones del planteo de Williamson, que explican algunas de las diferencias existentes entre el FMI y el gobierno.
El actual programa del FMI admite dos lecturas posibles. La primera es que se trata de un esquema de transición hacia la flotación cambiaria, que tiene como punto de llegada una economía como la uruguaya o la peruana en la que las expectativas inflacionarias están ancladas y en el que las oscilaciones cambiarias no se traducen inmediatamente en un aumento de precios, fenómeno que progresivamente lleva a la desdolarización, es decir, que la moneda local recupere su función de depósito de valor y junto con ello medio de pago y unidad de cuenta para grandes transacciones (como las inmobiliarias).
A la vez, se trata de un programa que prioriza la acumulación de reservas de forma genuina, ya sea a través de la inversión extranjera directa o el aumento de las exportaciones, de forma tal de lograr que la Argentina recupere el acceso al financiamiento privado y eventualmente reducir la elevada exposición que el FMI tiene en la Argentina.
Para la segunda lectura el acuerdo evidencia el profundo respaldo de la Casa Blanca al gobierno dando vía libre para utilizar los recursos del FMI como sea conveniente. En la medida que el gobierno sea fiscalmente prudente, lo demás es secundario. La letra del programa, no así las metas, otorga al gobierno un amplio margen de acción.
El hecho de que el 75% de los desembolsos totales comprometidos tenga lugar durante el primer año del programa refuerza este punto. La prioridad del gobierno es lograr una rápida caída de la inflación, objetivo que está por encima de la acumulación de reservas. Razones para ello no le faltan: la acumulación de reservas no genera votos, la baja de la inflación sí. Al menos en el corto plazo ello es así.
El FMI comparte la preocupación del gobierno por bajar la inflación, pero parece priorizar la sustentabilidad por sobre la velocidad. Al FMI le interesa que la Argentina crezca acumulando reservas, misma preocupación que tenían las instituciones de Washington hace casi 40 años.
Si la Argentina no acumula reservas 1) será vulnerable a un shock negativo; 2) tendrá más dificultades en lograr una baja del riesgo país que le permita acceder al mercado y 3) no tendrá suficientes recursos para pagarle a todos nuestros acreedores. Si efectivamente este es el objetivo del arreglo con el Fondo, el mismo difícilmente se logrará si el resultado es una cuenta corriente deficitaria.
Hay quienes creen que superado con éxito por el gobierno el test electoral de octubre habrá modificaciones en la política cambiaria. Tal vez sea así, pero hay razones para ser escéptico. Un triunfo electoral más que dar razones para hacer correcciones, por mínimas que estas sean, más bien da motivos para sostener el rumbo sin cambios.
Los políticos suelen enamorarse de las recetas exitosas, mismo sabiendo que las mismas pueden generar problemas a mediano o largo plazo. Cuando se realizan advertencias de este tipo no faltan voces que señalan que “esta vez es diferente”. Ojalá sea así.
Publicado en Clarín el 3 de junio de 2025.