El 8 de mayo de 1945, en el cuartel general de las tropas soviéticas situado en el distrito berlinés de Karlshorst, el mariscal de campo Wilhelm Keitel firmó la rendición incondicional de las fuerzas alemanas ante los comandantes de las cuatro potencias aliadas.
En Europa la guerra había terminado. Cualquier viajero que hubiera recorrido antes de 1939 las tierras entre Normandía y la llanura rusa, o entre el Báltico y los Balcanes, se hubiese sentido desorientado y horrorizado al volver a visitar esas regiones seis años más tarde.
Lo más inmediatamente visible del cuadro desolador que habría encontrado era la escala sin precedentes de la pérdida de vidas y la destrucción material. En los seis años que duró la guerra casi todos los países del continente—con la excepción de los neutrales Suiza, Suecia, España y Portugal— sufrieron dos oleadas invasoras: entre 1939 y 1941 los ejércitos alemanes e italianos ocuparon buena parte de Europa noroccidental y oriental, los países bálticos, el occidente de Rusia y los Balcanes.
En 1944-1945 esas mismas regiones sufrieron los efectos devastadores de la contraofensiva aliada por tierra y por aire. Fueron contadas las ciudades que salieron ilesas–Roma, Venecia, París, Praga lograron eludir la furia destructora que arrasó las ciudades polacas, rusas y alemanas.
En 1945 la guerra dejó sin vivienda a 25 millones de soviéticos, 20 millones de alemanes y medio millón de franceses. La invasión alemana de la URSS destruyó 1.700 ciudades, 70.000 aldeas, 32.000 fábricas y 64.000 km de vías férreas. Yugoslavia perdió un cuarto de los viñedos, la mitad del ganado, más de la mitad de los caminos, tres cuartos de los puentes, un quinto de las viviendas y un tercio de sus pocas fábricas. Francia y Grecia perdieron ambas un tercio de su flota mercante.
La destrucción material apenas da una idea del cataclismo que supuso la pérdida de vidas. Más de 36 millones de europeos perecieron como resultado de las acciones de guerra. Ningún otro conflicto del que haya quedado registro histórico ocasionó tantos muertos en un período de tiempo tan corto. Lo que es más, con la excepción del Reino Unido y Alemania, en el resto de Europa las víctimas civiles superaron de lejos a las militares. La URSS encabeza la lista con 24 millones de muertos–14 millones de ellos civiles–seguida de Alemania con 7, 7 millones–2,6 millones de civiles–, Polonia con 5,6 millones–5,3 millones de civiles–y Yugoslavia con un millón — 500.000 civiles.
Estas cifras ocultan la sobrerrepresentación de ciertos grupos dentro del total de víctimas. En términos étnicos los diferentes pueblos eslavos–rusos, bielorrusos, ucranianos y polacos–sufrieron más de 20 millones de muertos, seguidos por los judíos con cerca de 6 millones.
Como muestran estas cifras, la guerra no fue la misma experiencia para todos los países que la sufrieron. En Europa noroccidental (Francia, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Noruega) la guerra fue fundamentalmente un fenómeno militar al comienzo (invasión alemana de 1940) y al final (contraofensiva aliada de 1944-45).
Entre una y otra fase esos países vivieron bajo un régimen de ocupación que, salvo la persecución de judíos y comunistas y el racionamiento, evitó al resto de la población civil las terribles penurias infligidas a otras regiones. En Europa central y oriental los nazis y colaboracionistas llevaron a cabo de principio a fin una guerra racial de sometimiento de los pueblos eslavos y, en el caso de los judíos, de exterminio. Las campañas soviéticas de 1944-45 completaron la obra de homogeneización étnica iniciada por los nazis al expulsar a las poblaciones germanoparlantes del centro y el este del continente.
Y como ambos grupos, judíos y alemanes del este habían formado hasta ese momento el grueso de los estratos comerciales y profesionales, es decir, las clases medias, su desaparición de la estructura social de Polonia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y los países bálticos tuvo el efecto de una verdadera revolución social.
Antes de que la Guerra Fría consumara la división ideológica del continente, las políticas nazis de destrucción y exterminio ya habían dividido Europa en dos realidades sociales y económicas muy diferentes.
A diferencia de lo ocurrido después de la Primera Guerra Mundial en 1945 los alemanes no escaparon a las consecuencias de sus acciones. La contundencia de la derrota cerró todos los caminos a un posible revanchismo.
Con millones de prisioneros de guerra en campos extranjeros, sin gobierno, el país ocupado por los ejércitos vencedores, las ciudades convertidas en montañas de escombros y la población sometida a espantosas represalias de soldados sedientos de venganza–más de 200.000 alemanas de todas las edades fueron violadas, en su gran mayoría por las tropas soviéticas–en 1945 las preocupaciones de los alemanes se limitaron a sobrevivir: conseguir comida y un techo, intentar reunirse con familiares y ponerse a resguardo del rigor de las tropas “liberadoras”.
El shock psicológico de la derrota fue vivido como una experiencia profundamente traumática que marcó un corte irreversible con el pasado, una “hora cero” a partir de la cual el pueblo que había desatado un cataclismo sin parangón tuvo que repensar su lugar en el mundo.
Publicado en Clarín el 18 de mayo de 2025.
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