Manuel Alcántara Saez es catedrático de la Universidad de Salamanca y especialista en América Latina. En el marco de XIII Congreso Nacional de Ciencia Política organizado por la Sociedad Argentina de Análisis Político, opinó sobre la incorporación de los jóvenes a la política y las carreras partidarias, la dilución de las identidades partidarias, las virtudes y los fracasos de los presidencialismos de coalición, los ciclos latinoamericanos y los liderazgos personalistas del continente.
Cuando hablamos de nuevos perfiles políticos podemos entenderlo desde, al menos, dos perspectivas: la incorporación a las instituciones formales de jóvenes con miras a iniciar una carrera política o la incorporación de outsiders con trayectoria fuera de la política. ¿Cómo juega la profesionalización, la expertise y las carreras políticas en cada uno de los casos?
La evidencia que estamos teniendo es que ambas figuras que has planteado están muy relacionadas o hay una muy tenue diferencia entre la lógica vital, que es que las personas jóvenes se van introduciendo en el que hacer colectivo, y los outsiders. Estoy pensando en la figura de Macron, que no es un joven pero tampoco es una outsider, pero termina siendo ambas. Tengo la impresión de que la edad de la juventud se ha pospuesto, entonces ahora es muy frecuente escuchar eso que Macron es joven cuando es un hombre de 39 años. Desde mi propia experiencia, uno dejaba de ser joven a los 24/25 años, después se decía que las personas constituían una familia, que entraban en el mercado de trabajo estable y todo eso hoy sabemos que ha desaparecido. Esto quiere decir que la juventud se extiende más y esto entonces facilita a que alguien que es outsider siga siendo joven, entonces se produce esta mezcla. Pero, además, la palabra outsider, que era perfectamente entendible cuando Fujimori entra a la política latinoamericana en los noventa, hoy también es más ambigua porque Macron, por seguir con este ejemplo, ha tenido una experiencia en el gobierno de François Hollande pero es una muy breve y llega siendo, a su vez, outsider. Pero es uno muy especial porque es una persona que tiene antecedentes de formación en Sciences Po en el Instituto de Estudios Políticos de París y luego en el mundo de la Escuela Nacional de Administración (ENA) y, además, su proximidad al ámbito de lo público y de la política es muy tradicional. Por eso, la pregunta es muy interesante pero me cuesta encontrar la diferenciación de un camino y otro. Dicho esto, creo que sobre cualquier otra consideración descansa la idea de la formación y de la experiencia. En la política, la experiencia que permite generar un capital, bien sea de publicidad, de conocimiento o reconocimiento, o el capital de un conocimiento técnico, practico, de asuntos públicos es más que necesario. Incluso cuando una persona viene de los medios de comunicación, o de la industria del entretenimiento. Eso se ha diluido mucho los últimos tiempos y la exigencia de una carrera dentro de algo normado como en un partido político se ha ido desvaneciendo.
En el caso de España, el fenómeno que incorpora muchos jóvenes a la política es claramente Podemos. ¿Cuánto de esto influye en la imposibilidad de negociación entre esta fuerza política nueva y el tradicional PSOE?
Pero tampoco son tan jóvenes. Juan Carlos Monedero, 52 años, parece físicamente muy joven pero no lo es; Pablo Iglesias tiene 38, Íñigo Errejón es un poco más joven pero tiene 33; Carolina Bescansa tiene 46. Hay una idea de que son jóvenes, pero no lo son, aunque sí en el sentido que decía antes. En el caso español una de las brechas que se produce en las elecciones de diciembre de 2015 es la brecha generacional, pero no sólo una brecha generacional individualmente considerada, sino sobre todo la brecha de lo nuevo y lo viejo. Eso es algo que vendieron muy bien y que, por otra parte, es el título de una conferencia de Ortega y Gasset de hace cien años. Pero era evidente que había una brecha generacional de hacer las cosas de manera distinta, de tener una experiencia distinta. Podemos representa algo nuevo, en lo digital, en las redes sociales, en la manera de abordar los problemas, menos encartonado o encorsetado. Es una brecha cultural casi diría, más que demográfica.
En el último Congreso de ALACIP, Steven Levitsky planteó que la “solución” a los problemas del presidencialismo multipartidista es la conformación de coaliciones para así evitar los colapsos del sistema. Sin embargo, también destacaba que estas coaliciones no convencen a los ciudadanos (que son quienes los votan) porque terminan viendo un cartel de partidos políticos enquistados y corruptos porque negocian a puertas cerradas, lo que genera una brecha entre lo que hacen los políticos y lo que quiere el electorado. ¿Puede esta tensión significar un riesgo para los regímenes políticos latinoamericanos?
Eso nos lleva al tema de los partidos políticos y qué representan hoy en la región y en el mundo. Ahí tenemos el primer problema, porque las identidades con los partidos políticos se han diluido enormemente, es decir, se han diluido en una doble dirección: lo han hecho en el sentido en el que la gente ya no se casa con el partido político como se casaban sus padres o sus abuelos, en el sentido de mantener una fidelidad a rajatabla y, segundo, en que los propios partidos políticos esas señas de identidad las han diluido a su vez. Entonces, hay un proceso de licuación doble y, en ese sentido, es muy difícil generar un ambiente coalicional. Además, en América Latina el formato presidencial hace muy difícil el funcionamiento de las coaliciones, porque uno puede negociar una coalición y la negociarla con el presidente pero no tiene el mecanismo decisivo que es hacerlo caer. Esto es así porque el presidente es elegido por un período fijo y se puede enquistar o encastillar en su propio ámbito en la Presidencia de la República. Aquel que no esté a gusto con la coalición puede retirarse sin, a simple vista, mayores riesgos. Mientras que en el parlamentarismo, la ruptura de una coalición puede suponer el fin del presidente entonces esto es un problema añadido al problema que antes veíamos. El caso de Brasil es muy interesante. El presidencialismo de coalición funcionó en las dos presidencias de Fernando Enrique Cardoso, en las dos presidencias de Lula y en la primera de Dilma. Estamos hablando de cinco presidencias por cuatro años: veinte años funcionando. Pero llegó a funcionar tan bien que realmente se estructuró un régimen parlamentario sin serlo. Mi interpretación de la caída de Dilma Rousseff es que el régimen era presidencial pero funcionaba como uno parlamentario cuando la coalición se rompió: cuando un núcleo importante de diputados decidieron no apoyar a Dilma, políticamente ya ella estaba muerta, entonces quiso argumentar que, al ser Brasil un régimen presidencial, quitarla del medio significaba un golpe. Políticamente hablando tenía razón pero institucionalmente no.
¿Hay algún tipo de transición que esté atravesando América Latina que nos permita hablar de un cambio paradigmático?
Sí, estamos diciendo que se ha producido el final del tercer ciclo. Si tomamos la política latinoamericana desde finales de los setenta, principio de los ochenta hasta hoy, hay claramente tres ciclos. El primero es el de las transiciones, el de la recuperación de la democracia, el de restablecimiento de los valores republicanos, en unos países con unas notas muy importantes, como es Argentina, con el tema de derechos humanos, en otros con otro tipo de acomodaciones. El segundo ciclo es el neoliberal, donde se pasa de la lógica de la transición a la de la gobernabilidad: había que volver gobernables a los países, había que intentar superar el fracaso de la matriz estado-céntrica que había entrado en crisis con la crisis de la deuda. Esta lógica neoliberal se quiebra y entramos en la tercera etapa que es la del posneoliberalismo, neopopulismo o bolivarianismo. Está época está terminada porque está muy vinculada a la figura de Hugo Chaves. Su desaparición física termina con el final del boom de las commodities y se acentúa esa culminación con la llegada de Macri al poder en Argentina. Sabemos que esa época ya ha terminado, estamos en una cuarta ola en la que es difícil ahora mismo precisar cuáles son sus características porque 2018 va a ser un año muy importante en América Latina, porque hay elecciones presidenciales en Colombia, México y Brasil, es decir los tres países más grandes demográficamente hablando tienen citas electorales y, además, sabemos que en los tres países va a haber un nuevo presidente, en México y en Colombia porque no puede haber reelección y en Brasil porque Temer es un cadáver político. Va a depender mucho de lo que pase, hay escenarios que hoy están abiertos: es perfectamente posible pensar que López Obrador pueda llegar al poder en México, con lo cual supondría que en este país la izquierda por primera vez llegara al poder, que sería algo histórico para México, algo que también podría pasar más difícil en Colombia. Son los únicos dos países de América Latina que no han pasado por la experiencia de gobiernos de izquierda. Hay que esperar a ver qué ocurre en estos tres procesos electorales para ver cómo gira la región, porque claro está es muy heterogénea, extremadamente diversa, pero estos tres países de alguna manera se imponen. También habrá elecciones en Chile antes que termine el año. Es presumible que Piñera vuelva a la presidencia.
Estamos abriendo un nuevo ciclo con una economía mundial en plena atonía. No se esperan grandes sorpresas, con una economía mundial con un crecimiento radiante lento lo cual no va a calentar la economía de América Latina y fenómenos que, indudablemente, van a tener un impacto en América Latina como es el fenómeno Trump. Es decir será muy distinto si Trump dejara la presidencia o lo obligaran a dejarla dentro de unos meses a si Trump consigue llegar a las elecciones de medio término de Estados Unidos y asentar el producto republicano y continuar en el poder. Eso daría unas señales al aventurismo en América Latina muy importantes y será muy distinto si Trump realmente terminara la presidencia ya, porque entonces eso también sería una vacuna frente los outsiders por y el populismo.
¿Cuáles de los problemas de los liderazgos personalistas son los que está atravesando América Latina hoy?
Algunos países de América Latina han perdido una oportunidad de oro teniendo economías boyantes y habiendo hecho políticas públicas de carácter distributivo muy notables. Lo que el chavismo hizo en Venezuela, lo que los programas asistenciales hicieron en Brasil, fueron muy importantes, pero la parte coja fue la incapacidad de institucionalizar el proceso. Curiosamente, Brasil era el caso donde mejor se iba, precisamente por los presidencialismo de coalición, pero esto se quebró brutalmente por tres fenómenos. Uno es el canibalismo de la clase política brasileña porque han estado dispuestos a matar muriendo no hay tenido una compleción mucho más generosa ni mucho más universal del propio país. El segundo es el activismo judicial que era un poder que absolutamente dormido, pero que actuaba institucionalmente, para algunos de manera dudosa, pero para otros de manera muy eficiente. El tercer fenómeno es la corrupción que se ha descontrolado y ha dañado enormemente el proceso de institucionalización que se estaba dando.
¿Esta incapacidad de institucionalización de los liderazgos puede tener que ver con que las identidades de los partidos políticos se han diluido y ahora se votan líderes en lugar de partidos?
Sí, está claro. Pero el líder también es alguien que institucionaliza. La historia de América Latina está llena de este tipo de liderazgos. José Figueres en Costa Rica fue un líder muy fuerte, un tipo tremendamente aguerrido pero él tuvo la capacidad de institucionalizar este liderazgo y su primer mandato en un partido político, el Partido de Liberación Nacional de Costa Rica, que es un partido que logró asentarse perfectamente y con una vocación mayoritaria. Por otro lado, contrapongo la figura de Juan Domingo Perón que tenía una ansia por el poder muy fuerte y eso marca lo que va a ser el peronismo y lo que va a marcar el liberacionismo.