Montoneros nació en el seno de un movimiento católico en estado de efervescencia. El Concilio Vaticano II había movilizado a la grey y a sus pastores, desatando acumuladas demandas de reforma de todo tipo.
Un amplio sector asoció el impulso conciliar con cambios sociales radicales y con lo que llamaron “la opción por los pobres”, cuya redención debía ocurrir, en primer lugar, en este mundo. En América Latina, esta corriente recibió fuertes adhesiones, se radicalizó con la declaración del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) de 1968 y se impregnó con la imagen de Camilo Torres, cura y guerrillero.
Todo eso rondaba en la densa red de asociaciones católicas argentinas, donde se formaban los militantes. Surgidas de la Acción Católica en los años 30 y 40, cobraron en los años sesenta un nuevo impulso por obra de sacerdotes de palabra inspiradora, como el padre Carlos Mugica. Combinando las ideas con prácticas sociales, llevaron a los jóvenes militantes -como Fernando Abal Medina- a conocer lo que, muchos años atrás, Alfredo Palacios había llamado “el dolor argentino”, y a imaginar cómo acabar con él, drásticamente.
La sociabilidad católica era densa y extendida en todo el país. En los periódicos encuentros federales surgían sociabilidades paralelas; allí se formó el núcleo inicial de Montoneros, de alguna consistencia en Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. La voz de Mugica se amplificó en 1967 con el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, cuyos reclamos al poder fueron cada vez más estridentes.
También circulaban otras voces, como la de Juan García Elorrio y su revista Cristianismo y Revolución. Militantes católicos, como Raimundo Ongaro, aparecieron en el ámbito sindical, el campesino y el universitario. La alternativa de la lucha armada emergió tentadora, y algunos de estos jóvenes, como Abal Medina, recibieron entrenamiento militar en Cuba.
Por ese camino, los católicos militantes fueron enfrentando distintas opciones, que en cada caso dividieron los grupos y las vidas personales. La primera fue la del peronismo, en quien muchos encontraron al “pueblo de Dios”. La segunda fue la de la lucha armada, que en 1968 produjo una escisión importante.
Por entonces el grupo más radicalizado se había abierto a otras ideas y otros lenguajes: el nacionalismo, el antimperialismo y el marxismo. Eran jóvenes; la práctica limó diferencias y generó adhesiones y fusiones sorpresivas. Pero Montoneros nunca perdió su impronta católica, en una versión que unía la teología con la política. Que imaginaba la construcción terrena del reino de Dios, por obra de Jesús encarnado. Que privilegiaba el lugar de los “clérigos”, en un sentido no meramente sacerdotal. Que valoraba la lucha heroica, así como el sacrificio y la muerte. Que legitimaba la violencia, definida por la teología de la liberación como legítima respuesta de los oprimidos a la sempiterna violencia de los opresores.
Catolicismo militante
¿Era completamente original este catolicismo militante? No. Es muy fácil reconocer en él al catolicismo integral que en la primera mitad del siglo XX se impuso en la iglesia, de Pío X a Pío XII. En aquellos tiempos, la “Iglesia triunfante”, que no veía mal a los nacionalismos totalitarios, aspiraba a que el Estado, sustentado por “la espada y la cruz”, “instaurara a Cristo en todas las cosas”. En esta nueva versión, el reinado de Cristo se construiría desde la sociedad, por obra de sus apóstoles y militantes.
Eran dos versiones con muchas similitudes, que apuntaban a un mismo final, resumido en la consigna “Cristo rey”. Las diferencias estaban, sobre todo, en los alcances de la violencia legítima.
La mayor novedad de Montoneros estuvo en la identificación del evangélico “pueblo de Dios” con el “peronismo”. De esta premisa teológico-política se seguía una conclusión estratégica: el peronismo debía llegar al poder, conducido por quienes se propusieran esa magna tarea redentora. Para eso había que instalarse en el corazón peronista y eliminar las direcciones espurias, “gorilas”.
El asesinato de Aramburu -acto fundante de la nueva organización- tuvo ese objetivo táctico, y en eso obtuvo un éxito espectacular: de la nada pasaron a ser interlocutores de Perón.
Tratándose de militantes profundamente católicos, hay algo que sigue siendo enigmático: cómo pudieron soportar la carga moral de haber cometido un asesinato a sangre fría, que es algo muy diferente a una muerte en combate. “El catolicismo siempre tuvo una dimensión sacrificial”, me explicó un destacado teólogo. Imagino que aludía al “cordero de Dios”. Quizá por eso, sus asesinos pidieron que el cuerpo recibiera “cristiana sepultura”.
Publicado en La Nación el 28 de mayo de 2020.
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