Aquella tarde de agosto, su mirada se fijó perdida en el Canal de la Mancha. Entre el brillo de la libertad, que supo enardecer esos ojos profundos, podía distinguirse cierta melancolía. Las cataratas le robaron claridad, algo que ningún enemigo consiguió. Poco a poco todo iba mutando en formas indistinguibles, sin nitidez. Quizás, por primera vez, quienes lo rodeaban comprendieron que San Martín era humano.
Desde hacía años vivía en Francia. Allí transcurrió la adolescencia de Merceditas, el casamiento de esta con Mariano Balcarce y el nacimiento de sus descendientes. Más de una vez, don José Francisco debió ver en su yerno al extinto Antonio Balcarce, padre de mismo y amigo del general. Las cicatrices que compartieron en Cancha Rayada y Maipú, se fundieron en María Mercedes y Josefa, nietas de ambos.
Nada hay de mito en la felicidad que dio a Don José el ser abuelo, disfrutando la simpleza de lo cotidiano junto a ellas. Sus mismas palabras se encargaron de corroborarlo. En 1837 escribió a Pedro Molina desde Francia: “Mis hijos llegaron [de América] con buena salud a fines de junio pasado, y a los pocos días la mendocina [Merceditas] dio a luz a una niña muy robusta: aquí me tiene usted con dos nietecitas cuyas gracias no dejan de contribuir a hacerme más llevaderos mis viejos días”.
Aunque este general siempre tuvo quién le escriba, saboreó como pocos de la soledad. Sus días transcurrían limpiando algunas armas que conservaba, realizando trabajos de carpintería, cuidando el jardín con esmero o pintando.
Cada tanto llegaban cartas de América o visitantes argentinos, entre ellos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi. Este último lo conoció a fines de 1843 y escribió: “El general San Martín habla a menudo de la América, en sus conversaciones íntimas, con el más animado placer: hombres, sucesos, escenas públicas y personales, todo lo recuerda con admirable exactitud. ¿Será posible que sus adioses de 1829 hayan de ser los últimos que deba dirigir a la América, el país de su cuna y de sus grandes hazañas?” Lamentablemente, lo fueron.
El chileno Benjamín Vicuña Mackena también fue recibido por el líder argentino. Dejó constancia de que éste no había perdido la costumbre de levantarse con el alba. “Siendo argentino -comentó-, el general no hacía uso del mate en Europa, mas por una ingeniosa transacción con sus viejos hábitos se servía el té o el café en aquel utensilio y lo bebía con la bombilla de caña. La gran ocupación de San Martín era la lectura y sus libros favoritos pertenecían a la escuela filosófica del siglo XVIII, en cuyas ideas se había formado”.
Por las tardes solía pasear por las cercanías para entregarse a la lectura al anochecer. Mientras tanto, Mariano desarrollaba su tarea como cónsul y Mercedes lidiaba con sus hijas. Las travesuras de estas eran numerosas e incluyeron jugar con las medallas del abuelo prócer. Contaron para eso con la total complicidad de éste, a pesar de los regaños de “la mendocina”.
Del mundo que conoció San Martín quedaba muy poco. Seguramente fue consciente de aquello ese atardecer, frente a las aguas calmas del canal que separa Inglaterra de Francia. Un fuerte malestar lo hizo tambalear. Merceditas lo advirtió. Sostuvo a su padre y preguntó si estaba bien. Tranquilo y en francés respondió: “Es la tempestad, que me lleva al puerto”.
Cuatro días más tarde, el sábado 17 de agosto de 1850, San Martín falleció. Sin embargo, es un error decir que dejó de existir. Sigue peregrinando entre los caminos americanos, agolpando victorias y cabalgando junto a sus Granaderos. Todavía, el metal de su voz, halla eco en la inmensa cordillera que supo subyugar.
Publicado en Los Andes el 17 de agosto de 2019.
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