Raúl Alfonsín es muchísimo más que un lugar común. Es el Padre de la Democracia, sí, pero esa definición no basta, no alcanza para comprender quién fue. Fue un inmenso militante por los derechos humanos cuando nadie, o casi nadie, que no tuviera una víctima directa de los genocidas del Proceso se animaba a defender a los perseguidos, a los desaparecidos, a los torturados, y a todos. Alfonsín tuvo la audacia o la intuición, o ambas cosas, de percibir que más allá del alvearismo radical, del balbinismo o del delarruismo se abría otra senda ideológica para luchar por la ampliación de los derechos en la Argentina.
De pronto, con ese traje tan radical y prolijo, esos bigotes cuidados pero nada militaristas, irrumpió ese hombre en la política argentina que hablaba un lenguaje distinto.
Su primera gran revolución, tal vez, fue la de abrir un cauce diferente al del peronismo que lucía imbatible y que era en rigor en 1983 reaccionario y regresivo. Alfonsín cerró inmensas grietas, una, tal vez vital para su ascenso, fue la de la reconciliación de los intelectuales con las mayorías. Sin presencia mediática, pero con profunda llegada al nuevo radicalismo alfonsinista, sociólogos como Juan Carlos Portantiero, Emilio de Ippola o Francisco Delich delinearon un pensamiento que en boca de Raúl sedujo a muchos millones: no habría amnistía para con los militares genocidas como proponía Ítalo Luder, y sí juicio a las Juntas. Se proponía una democracia abierta pero con normas, y no la anomia con la tentación anarquista de los anti institucionalistas cuyo hit fue la provocación funeraria de Herminio Iglesias. Carlos Nino, por ejemplo, dejó en Alfonsín y en la sociedad toda, la impronta pedagógica del horror de vivir en un país anómico.
Pero esos intelectuales no hubieran existido sin Alfonsin, sin ese gesto de unir las manos limpias, sin esa sustancia para hablar, sin esa denuncia tan valiente del Pacto Militar Sindical que lavaba la sangre de las manos de los asesinos que habían gobernado sin votos el país.
Alfonsín llenaba en campaña todos los espacios en los que hablaba. Llenó con un millón de personas la 9 de Julio y contrastó con el peronismo que también llenaba, pero hablaba de venganzas y de perdón sin condiciones a los dictadores que preferían a Luder a toda costa. Contra aquel peronismo arcaico y contra el cuadratismo sangriento de la dictadura Alfonsín triunfó heroico y abrió una nueva era.
En su discurso en el Cabildo, y no en el balcón de la Rosada tras su triunfo, en aquel día tan lleno de luz de 1983, dijo que venía a servir y no a ser servido.
Alfonsín no robó un centavo. Es normal, pero no es normal en la Argentina.
Soportó los levantamientos fascistas de los carapintadas y el demencial ataque a La Tablada. Él le pidió a Ernesto Sabato y a la CONADEP el Nunca Más. Es un monumento a lo que no puede volver a ocurrir. Lo rodearon para producirle la hiperinflación. No fue perdonada su honestidad, su coraje y su confrontación con el peronismo reagrupado para volver al poder con el síndrome de abstinencia de la separación respecto del sillón de Rivadavia. Lo sucedió Menem. Y empezó una historia de corrupción exponencial.
Afonsín siguió hablando después de dejar el poder, entonces en tribunas semivacías, ante los pocos que se atrevían a escucharlo cuando parecía que ya estaba en desgracia, para no volver.
Siguió, con ese alma gallega tozuda que tenía, contra todas, y una vez, fin del milenio, viajando por el interior para seguir hablando casi sin auditorio, en la Línea Sur de la Patagonia, su auto volcó, y se fracturó por todas partes, vestía sobretodo negro. Alguna reverberación de esos golpes sonaron en el alma colectiva.
Y Alfonsín volvió, como ejemplo, como brújula, como historia.
Somos todos muy afortunados porque Raúl Alfonsín existió aquí, porque nos ayudó a todos, aún a los que no habían nacido, cuando gobernó.
Luego, nuestro hombre, se enfermó los pulmones: cáncer. Murió en su casa. Piso 8 de avenida Santa Fe, ciudad de Buenos Aires. Sus restos serán despedidos siempre en el cementerio de la Recoleta.