La relación entre arte y política en la Argentina es una relación plástica. A menudo roza la obviedad en el regusto por lo literal y, otras veces, se exagera una autodeterminación más bien abstracta. Autonomizado de estos vaivenes, hay un elemento constante centrado en la relación con el dinero. A falta de un mercado consolidado, la dependencia de los artistas y creadores con el Estado como proveedor es un tópico del hoy, del pasado y, muy probablemente, del futuro. Los premios organizados por el Estado y que reportan una retribución económica son una parte importante de ese mecanismo. Pero estos premios no adjudican solo dinero sino que asignan también prestigio, la otra fortuna del artista. Este prestigio autoriza, legitima, arma historias y carreras, enhebra egos y organiza el campo de un modo inobjetable. No en vano, históricamente, los mejores críticos del mundo se han detenido alguna vez a analizar el contenido simbólico y material de los premios, sean estos públicos o privados.
En esta edición del Salón Nacional de Artes Visuales, la 107ª, los organizadores han propuesto algunos cambios para adecuar el comportamiento del premio con la contemporaneidad y las tendencias mundiales. La predisposición a romper con los cercos disciplinares parece ir en la dirección de reconocer que las barreras son un obstáculo para mensurar la calidad expresiva de un artista y, al mismo tiempo, intenta desmontar las capillas que pueden, tendencialmente, generar ejercicios de clausura y colonización de las distintas áreas. Otro de los cambios importantes del nuevo Salón Nacional es el establecimiento de premios a la trayectoria, independientemente de los premios por categoría. Los primeros recaen sobre artistas de probada influencia temporal en el mundo artístico argentino y los segundos, en artistas más jóvenes y en plena búsqueda de su lugar en la escena. La decisión de suspender el envío anónimo de obras es otro acierto que, además de fortalecer el carácter público del trabajo del artista (toda una definición democrática), impide hechos lamentables de sustitución estilística.
Sea que se explique por estos cambios o por la vitalidad de las artes visuales argentinas, lo cierto es que la exposición que reúne las obras seleccionadas por el Salón, realizada esta vez en la Casa del Bicentenario en lugar del Palais de Glace, resulta realmente estimulante.
La calidad de las obras, su vínculo con la contemporaneidad y su factura técnica deja al espectador con una hermosa sensación de futuro. La selección de los jurados de este año ha terminado por armar una muestra que no tiene nada que envidiarle a cualquier exposición del mundo. La variedad de lenguajes, de técnicas, de mensajes y de contenidos expresivos es muy amplia y, sin embargo, la curaduría de Carina Cagnolo ayuda a que toda esa vastedad sea legible. En los cuatro pisos de la Casa, además de la planta baja y el patio, las obras se distribuyen con amabilidad y generan un discurso complejo pero alejado de la confusión.
Apenas el visitante deje el ascensor en el cuarto piso, estará frente a la obra de Andrea Moccio que ganó el Primer Premio del jurado en Grabado. En “Flores del jardín de mi madre” está confirmada la trayectoria de Moccio. El uso del papel, la capacidad de creación de climas y la potencia sensible de su obra viene desde lejos mezclando saberes artesanales con búsquedas personales de estilo y de modos de trabajo. El trabajo presentado en el Salón es distinto de otros, diferente en mucho de su Poesía Blanda de principios de los 2000 o de las grandes instalaciones como la presentada en 2015 en el CCK, pero, al mismo tiempo, mantiene el sello de la importancia del trabajo manual que es característica de la artista. En la obra del Salón se nota un grabado de flores, como campanillas, algunas abiertas y otras cerradas, jugando entre la vida y la muerte. El blanco y negro ayuda a la sensación de verosimilitud e intimidad, la que se refuerza con la superposición de un símbolo de pausa en medio de la obra. Ese grafismo, que responde en principio a la lógica de las cesuras de las partituras musicales, es en la realidad de este trabajo, polisémico. Sus posibles interpretaciones completan la obra, que muestra un resultado estético que entremezcla belleza con inquietud, al mismo tiempo que instala la obra en el presente de la tecnología y las pantallas.
Un maridaje similar, aunque con un matiz más relajado y con efectos estéticos muy diferentes presenta la obra de Azul De Monte que se ve en el segundo piso de la exposición. La escultura se hizo con el Tercer Premio de la disciplina y es parte de la serie Memoria de duración líquida que ya presentó en el Centro Cultural Recoleta. Se trata de una estructura de hierro cromado de más de metro y medio de altura, que se sostiene sobre dos bloques de cemento. Casi llegando al encuentro entre los dos materiales, el hierro se ve interrumpido por una pantalla de celular encendida. La fluidez vital del hierro cromado está tan bien lograda que no logra ser absorbida ni por los bloques que le sirven de soporte ni por el suelo, ni por la materialidad. Esa potencia, un símil de la vida, se continúa en un loop que vuelve a aparecer en el otro extremo, como burlando la opacidad del cemento. Lo único que logra detener ese fluir es una pantalla. Metáfora de la vida cotidiana, la obra de De Monte sugiere alguna otra lectura de las interrupciones. Estas pueden ser buenas o malas, constructivas o destructivas. La interrupción de la vida supuesta por la pantalla del celular es un interrogante contemporáneo que toma forma estética. La apuesta por la construcción subjetiva que se lee en la obra permite guardar cierta esperanza.
En el otro extremo del estilo, pero en el mismo piso del Salón, está colgada, ocupando toda una pared, “Gato acostado”, la obra de Elena Blasco que obtuvo el Primer Premio de Pintura. Así como hay poemas en prosa, hay poemas en pintura. La obra de Blasco remite permanentemente a ese registro. La métrica de la composición, el ritmo de la paleta de color y la potencia enunciativa de la luz riman armónicamente en esta monumental pintura de dos metros por lado. Los dorados de los muebles recuerdan al secesionismo modernista vienés de fines del siglo XIX y el clima realista del hondo intimismo hopperiano. El gato acostado que le da título al trabajo apenas se sugiere en las manchas blancas y al mismo tiempo protagoniza y le da textura a la obra. Es improbable que el espectador no se vea influenciado por la paz que transmite la pintura que tiene enfrente, una paz genuina, física y huyendo del exceso de intelectualización.
La exposición del Salón Nacional 2018 es una ventana abierta, un ejercicio de prueba de nuevas metodologías y una demostración ostensible de lo que puede el arte contemporáneo argentino si no se lo somete a reglas conservadoras y se lo deja ser en un marco de libertad.
Publicado en Revista Ñ el 23 de noviembre de 2018.
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