Nadia Murad ganó un premio Nobel a los 25 años, pero nació bajo una maldición plural: es kurda y es yazidí, y es mujer, una doble atracción fatal para los terroristas que abundan en el norte de Irak. Los kurdos son un pueblo sin Estado, y los iraquíes y los turcos los detestan por igual y los persiguen a sangre y fuego. El Kurdistán se extiende precisamente en una tierra amplia y montañosa entre Irak y Turquía, y no son queridos sino más bien detestados y perseguidos por los unos y por los otros. Los yazidíes son los sobrevivientes milenarios de una religión preislámica, arraigada en las cosmogonías religiosas persas, sincréticos, pero distantes de Alá, de Cristo o de Abraham. Los más siniestros perseguidores de los kurdos yazidíes son los soldados sangrientos y delirantes del ISIS. Cuando tomaron Mosul Nadia Mudir empezaba su calvario.
La capturaron y la llevaron un mercado en el que los violadores de DAESH encerraban a las mujeres para torturarlas, usarlas sexualmente, y matarlas.
Nadia lo sufrió en carne propia, pero pudo contarlo y su mensaje llegó hasta las Naciones Unidas y finalmente hacia Estocolmo donde recibió el Premio Nobel de la Paz por el coraje de su lucha y su testimonio. Pero sus heridas no se irán jamás.
Cuenta como centenares de mujeres eran arrastradas hasta el mercado de la vergüenza en la que los animales del ISIS se las repartían. Todas lloraban, gritaban, vomitaban y se acurrucaban en posición fetal mientras las bestias las manoseaban para ultrajarlas y destrozarlas.
“Comenzaron a pasearse por la habitación, mirándonos, mientras nosotras gritábamos y les pedíamos compasión. Rodeaban a las jóvenes más bonitas y les preguntaban ‘¿Cuántos años tienes?’. Les miraban la boca y el pelo. ‘¿Son todas vírgenes, verdad?’, le preguntaron al guardia, que asintió y dijo ‘¡Por supuesto!’, como un comerciante orgulloso de sus productos. Luego los combatientes comenzaron a tocarnos donde les daba la gana, nos pasaban las manos por los pechos y las piernas, como si fuéramos animales”.
Uno de esos monstruos raptó a Nadia, y la encerró en una habitación siniestra para violarla a su antojo amparado por esa impunidad bestial de la guerra santa.
Un milagro la salvó. El reptil que la secuestró dejó una vez la puerta del cuarto sin llave. Nadia empezó un peregrinaje peligroso y en llanto perpetuo. Logró salir del infierno, pero los soldados del ISIS habían matado a su madre y a seis de sus hermanos.
Este año le dieron el Premio Nobel de la Paz junto al ginecólogo y humanista congolés Denis Mukwege. Nadia escribió una autobiografía que es un testimonio ensangrentado: Yo seré la última: historia de mi cautiverio y mi lucha contra el Estado Islámico.
Es difícil sin embargo vaticinar si ella será efectivamente la última. Los dementes del ISIS están siendo derrotados en Siria y también en Irak, pero perdida su hegemonía estratégica, el desprecio y el odio hacia las mujeres persiste, no se cura con una guerra ganada contra las hordas de fanáticos. El odio es profundo, irracional y eficiente. Los miembros regulares del ISIS pero también los simpatizantes irregulares de la Sharia, la ley islámica fundamentalista, toman a las mujeres, pero también a niños y niñas, como objetos de placer, como blancos pasivos para depositar su rabia milenaria, su ignorancia maléfica, su fuerza destructora. Las siguen matando, violando, quemando vivas y decapitando.
El testimonio de Nadia es crucial, pero aún insuficiente frente a una barbarie que algunos “progresistas” aún avalan, multiplicando el horror con retóricas antimperialistas y otros salvoconductos teóricos para proteger a los secuestradores y a los asesinos.
Nadia, como Malala, la chica baleada en Pakistán porque tuvo el tupé de asistir a una escuela a estudiar, lograron elevar su testimonio a todo el mundo. Muchos la escuchan, pero muchos otros las ignoran, mientras continúan con ese genocidio inenarrable.