Querido Lionel:
¿Sabés que Dostoievski adoraba a Pushkin al punto de decir que era una semidios o un profeta? Dostoievski de Pushkin, imaginate lo grande que hay que ser para que Dostoievski, mire y señale a un colega suyo de esa manera. “Es casi una reencarnación perfecta”, dice Fiódor.
Saqué un volumen de los anaqueles de la biblioteca donde trabajo. Pushkin:
“Todo lo sacrifico a tu memoria:
los acentos de la lira inspirada,
el llanto de una joven abrasada,
el temblor de mis celos. De la gloria
el brillo, y mi destierro tenebroso,
lo bello de mis claros pensamientos
y la venganza, sueño tormentoso
de mis encarnizados sufrimientos.”
Pero, entre nosotros, Lionel, Dostoievski es mucho más grande. La modernidad le cabe mucho mejor a los modernos que a los rupturistas. La modernidad es de lo nativos. Como vos. Mirate vos, un verdadero semidios de los visigodos, que es mucho más que un Dios. Llega Maradona, con la alucinación mística del alcohol y su iglesia a cuestas. Dicen que un rayo lo erigió para adorar tu gol. La estampita se replica en segundos por toda la tierra. Y hace, como siempre, lo que se espera de él. Vos en la cancha, como el hijo de Abraham a punto de ser sacrificado, te salvás del hachazo del padre, y Maradona llora y agradece., escupe su sacrificio, su gozo, y muere, intoxicado como todos los de la Biblia, para luego revivir. MIentras vos, hijo del hombre, moderno de los modernos, bondadoso hasta la oligofrenia, jugás, jugás, corrés, corrés. Me preguntaba ayer qué sentís por Maradona.
En la biblioteca no es usual que se puedan mirar los partidos de la selección. Justamente para eso sirven las bibliotecas: para resguardarnos de lo concreto, del bullicio, de la marea y la barbarie. No, no digo que te dediques a la barbarie, solamente digo que sos el hombre que mejor entretiene a todos. En una biblioteca no hay teles, y menos teles encendidas, y menos partidos de fútbol. Debo confesarte que mucha gente no mira el mundial, los que van a pilates, los que aprovechan la pileta del club para nadar largos a solas, los que salen a manejar para llegar más rápido, los que conducen noticieros y los que leen. Los que siguen leyendo y estudiando en blbliotecas.
Necesitaba irme para ver el partido con Leonel. Leonel va a la escuela todo el día y la hora de salida caía justo en el entretiempo. Llegaríamos a casa para ver los últimos 10 minutos. Era tan injusto. Aunque si quedábamos afuera era una forma de acolchonarle el trauma a mi pobre hijo. ¿Pero si pasábamos? En la bliblioteca no había nadie. Había decididio cerrar media hora antes, a riesgo de ser sancionada, cuando entró un hombre pelado y de campera verde, y pidió “Eugenio Onegún” de Pushkin, le dije que éramos una modesta biblioteca de una mutual, que no teníamos rusos del siglo XIX, que ahora con ésto del mundial, a todos se les había dado por leer clásicos rusos y que eso me parecía un esnobismo, más allá de que propendiera a incursionar en lo mejor de la literatura universal. Y le rematé con un dicho: No importa el final si accedés a él a través de medios oscuros o peores o más bajos que el propio fin. Algo así le dije, pero más corto. Era mentira. Tengo bastante Pushkin y todo el siglo XX de Rusia hasta Nabokov, el estadounidense que piensa en ruso. El hombre pelado y de campera verde, de ojos saltones y zapatos viejos, me miró y pidió perdón. Apenas salió de mi vista apagué todas las luces, y cerré las dos puertas. Ya empezaba el partido. Corrí hasta la escuela. Me tomé el 12. Íbamos el chofer, una viejita con un hijo down con canas, arrugas y anteojos, y yo. En la radio tu gol empezaba a gestarse. Corriste, corriste, la paraste con la rodilla izquierda, de ahí al mismo pie y remataste con la derecha. Gooooollll. “Messi messi messi” gritaba el señor down. El señor me abrazaba a mí y al chofer, corría por el colectivo y la viejita le decía que siente, que si frenaba el colectivo se iba a matar. El colectivero tocaba bocinazos. Y pisteaba con el embriague. Abría y cerraba las puertas. Todo el colectivo vibraba. Yo lloraba en mi asiento individual.
Llegué a la puerta de la escuela. No tenía señal. No sabía nada. Leonel salío. Había visto el primer tiempo en el salón de actos en una pantalla gigante. “Messi nos salvó, fue épico, Mamá.” “Un golazo, Mamá.” Me abrazó con alivio. Con el alivio de que eras real. Tan real como le habíamos prometido. No pasaba ningún colectivo. Empezamos a caminar. En cabildo y juramento los televisores de Garbarino nos mostraron en HD el penal para Nigeria. “Lo erra”, le prometí. Lo metió. Puteé. Mientras lo tiraba del brazo a Leonel para seguir nuestro camino, el jugador nigeriano festejaba en vuelta mortal el empate. Caminamos tratando de saber qué pasaba. “Poné Infobae o Clarín, en el teléfono”. “No anda el 4G”. Caminamos, corrimos con la mochila de 15 kilos a cuestas. El silencio era mortal. Estábamos afuera del mundial. Llegando a Cabildo y Congreso, el primer grito lejano de gol, y luego la locura de miles de personas en los balcones, gritos desaforados, risas de los transeúntes. Corrimos y corrimos. Entramos al edificio. La tele estaba encendida, nunca la apagamos, (un día va a haber un problema). Seguías festejando o tal vez repetían el mismo festejo por centésima vez. Te subiste arriba de Rojo, que te había dado el triunfo. Que te había dado el oxígeno. Te aferraste a alguien que te lleve a donde estás condenado a ir. Sin salirte del guión de ser un semidios junto al resto de los hombres
Me gusta verte sonreir.
Tu fan Nº1
Vera Adami