Es necesario dejar de mirar para otro lado. Tenemos que hablar de orden, sin prejuicios y sin ambigüedades. Una parte de la angustia que vive la sociedad, está asociada a la incertidumbre de no saber qué va a pasar, y otra parte (no menos traumática), por verse desbordada por lo que está pasando. La pérdida de los sentidos de previsibilidad y orden se ha instalado. En el caso argentino, no se trata de la reacción frente a la volatilidad tecnológica sino de cuestiones cotidianas: los precios, el funcionamiento de los servicios públicos, la disponibilidad de energía, la posible interrupción del tránsito urbano o la incertidumbre de poder acceder a un insumo importado.
No es necesario denunciar una condición anárquica, ni exagerar, para darse cuenta de que se trata de una falta sentida. Las personas asocian el orden institucional no solo a que las cosas ocurran de un modo dado, sino también a la posibilidad de prepararse frente a los cambios, dando por sentado que quienes gestionan lo público poseen recursos y capacidades para adelantarse a sucesos, comunicar adecuadamente, facilitar transiciones, etc. En esa lógica el orden y el cambio son complementarios, no opuestos. Nadie en el planeta puede dar garantías de cómo se va a desenvolver el futuro, pero renunciar a la construcción de un orden que sea una referencia constituye una claudicación respecto de una de las finalidades esenciales del Estado. Una cosa es prepararnos para vivir en un mundo incierto, otra muy distinta es alimentar la incertidumbre como modo de gestión.
La precariedad de las respuestas públicas es un ácido que corroe las relaciones sociales. Nos sucede con la inflación, con el delito y con tantas cosas. Es por eso que muchos ciudadanos, cuando sienten la desprotección, responden de modo defensivo, ya sea armándose, o sacando sus ahorros del circuito formal de la economía. El orden roto es sustituido por acciones que se leen como de “superviviencia”. El desorden crónico es el caldo de cultivo de un gran porcentaje de nuestra inseguridad. Los sociólogos y politólogos suelen leer el desorden como resultado de una tensión por la dominancia social, pero la paradoja argentina es que parece ser una pelea sin ganadores. Se ha pasado de la disputa por la visibilidad, los ingresos o el reconocimiento, a una cultura de tensión permanente y potenciada por el abandono de los procedimientos regulares y por una visión estatal displicente.
Se ha extendido, desde hace tiempo, una combinación entre la des-institucionalidad, el culto a la improvisación y la exaltación virtuosa de nuestra capacidad adaptativa. Estamos llegando a un extremo donde no hay creatividad que pueda salvar la ausencia de referencias mínimas. Las ideas, un poco temerarias, que valoran el sentido provisional de todo o la vocación transgresora como positivas en sí mismas y como respuestas de uso permanente, han generado un modelo de convivencia que ha transformado la ansiedad, las alteraciones del sueño y los ataques de pánico en reacciones cotidianas y masivas. Si bien cada vez menos cosas nos sorprenden, lo cierto es que el desorden y la imprevisión erosionan nuestra organización y nuestra salud.
El modelo del anti-orden, hace agua al condicionar o disminuir la capacidad de las personas y organizaciones, no solo para producir, sino para disfrutar. No es fácil hablar de orden en un país donde sus portavoces destacados añoran autocracias, niegan la diversidad, o carecen de sentido persuasivo; personajes que reivindican permanentemente el pasado y afectos a asociar el orden con la represión.
El orden de los nostálgicos es una negación del mundo contemporáneo y sus complejidades. Eso no implica que este tiempo no requiera ninguna perspectiva de orden, o que todo orden sea necesariamente negativo. En el mundo de la planificación se sostiene que, a mayor incertidumbre del contexto, mayor valor tiene construir certezas o referencias razonables. Reivindicar el orden, en este sentido, es aumentar las posibilidades de interacciones sociales sanas.
Recuperar un sentido positivo para una palabra tan degradada no es fácil. Pocas palabras producen sensaciones tan encontradas; para algunos es un objetivo ineludible; para otros, un corset insoportable. Para muchos, una necesidad. Lo cierto es que desde tiempos inmemoriales y en sociedades de todo tipo, conjugar las necesidades de previsibilidad (orden) con las posibilidades de gestionar cambios constituye la piedra basal de cualquier modelo institucional. Sin apertura al cambio las sociedades se estancan, sin un orden razonable se vuelven ingobernables.
Por momentos la Argentina parece haber renunciado a un supuesto esencial para edificar cambios duraderos: la creación de un marco referencial estable, que dialogue con las necesidades del presente. No construirlo amenaza a quienes tienen menos elementos para defenderse de la imprevisión. Lo que es presentado (ligeramente) como una invitación a la creatividad, las más de las veces se materializa como una tentación a la arbitrariedad. La paradoja del anti-orden es que estimula una violencia de baja intensidad altamente nociva.
La Argentina necesita un orden, que al mismo tiempo sea un equilibrio. Haber asociado el orden al inmovilismo y al mismo tiempo haber exaltado el “cambio” como una opción siempre virtuosa es una licencia intelectual. La velocidad de los cambios hace más deseables aún las referencias del orden político. Cuando todo cambia, se necesita tener visión y construir sentido. La paradoja que enfrenta Juntos por el Cambio es, justamente, deshacerse de la restricción que su nombre parece imponerle, y ofrecerle a la sociedad argentina la construcción de un modelo de gestión basado la búsqueda de estabilidad y en el fortalecimiento de un cultura que combine innovación y rutinas.
La sociedad se ha mostrado (hasta ahora) indefensa frente a un sistema institucional que parece decidir de manera irreflexiva y que ha transformado la vida en el país en una montaña rusa. La Argentina es un país abierto a los cambios, tolerante con lo diverso, y donde pueden introducirse temas y enfoques nuevos en cualquier debate. Por eso es absurdo asociar el cambio a los shocks permanentes de improvisación, falta de preparación o uso abusivo del sector público. Una cosa es cambiar y otra improvisar. La construcción de un orden que nos permita organizar nuestras vidas no es hoy una consigna conservadora, sino un insumo esencial para que la sociedad pueda desplegar verdaderamente su potencial.
Publicado en La Nación el 27 de febrero de 2023.