Conmemorar a José de San Martín es también celebrar el nacimiento de la Nación, una comunidad que se percibe como argentina y convive en un territorio regido por la misma ley. Nada de esto fue establecido por Dios. Fue y sigue siendo la contingente obra de los hombres.
Nuestra joven nación ya tiene sólidas raíces. Una de ellos es la narración de sus orígenes, ese mito imprescindible para cualquier comunidad. Entre nosotros fue convincentemente formulado por Bartolomé Mitre, quien sostuvo que el Estado en construcción, que comenzó a aflorar en 1810, era la expresión de una “nación preexistente”.
Su narración fue muy importante cuando el Estado nacional se dio a la tarea de “hacer a los argentinos” que habrían de legitimarlo. Había que argentinizar a los criollos y sobre todo a los contingentes de inmigrantes europeos. La escuela pública fue la herramienta por excelencia de esta construcción de la argentinidad. En ella, junto con la lengua y la geografía nacional se enseñó cómo había nacido y crecido la nación.
Pero a medida que la sociedad se amplió y diferenció, se desarrollaron otras maneras de entender el presente y de narrar el pasado nacional. Eran voces discordantes, pero coincidían en que la “historia oficial” debía subrayar con fuerza la existencia de una nación unánime, identificada en su “ser nacional”. Sabemos a dónde conduce la unanimidad. Entre las diferentes versiones hubo una fuerte competencia, y un premio importante: el vencedor impondría la suya y acallaría las otras, condenando a sus voceros al ingrato territorio de los excluidos de la argentinidad. Así hemos vivido en el siglo XX, y así seguimos viviendo en el siglo XXI.
En esta revisión muchos próceres perdieron su lugar y hasta su estatua. Los proceratos ya no son eternos, y todo puede ser revisado, salvo las figuras de San Martín y de Belgrano. Son indiscutidos, pero a costa de convertirse en significantes vacíos, sobre los que cada sector militante proyecta su propia imagen.
Mitre mostró un San Martín imbuido del mismo espíritu liberal y republicano de la Constitución de 1853. A principios del siglo XX Ricardo Rojas lo presentó como el “santo de la espada”, un “héroe místico” cuya imagen se proyectaba en la de Hipólito Yrigoyen. Hacia 1930 José P. Otero -menos conocido pero más influyente- delineó la figura del caballero cristiano, una suerte de Cid Campeador defensor de la nacionalidad y la fe, muy adecuada al naciente mito de la nación católica apadrinado por las Fuerzas Armadas y la Iglesia. En 1950, en el Año del Libertador, su figura fue elevada a la cima del procerato, solo igualada por el segundo Libertador, quien sumó a la independencia política la soberanía económica y la justicia social. En los años setenta la figura de San Martín fue asociada con dos símbolos potentes: la juvenil “Evita montonera” y el Che Guevara.
Hoy preferimos recordar no solo al “señor de la guerra, por secreto designio de Dios” -así se dice en su Himno- sino al estadista preocupado por fundar repúblicas y asegurar la libertad, a costa incluso de sacrificar sus convicciones, porque San Martín fue siempre partidario de la monarquía templada.
La república en la escuela
República y libertad fueron las dos palabras claves del catecismo cívico de nuestra enseñanza escolar, hasta que los gobiernos militares la actualizaron con las nociones de Tomás de Aquino. La dimensión cívica era considerada tanto o más importante que la histórica. Con los niños, se trataba de afirmar valores, reservando para los mayores los aspectos específicos de la comprensión histórica.
Las nuevas corrientes ideológicas del siglo XX, fuertemente anti liberales y escasamente republicanas, abrevaron sobre todo en narrativas históricas revisadas. A la larga, su triunfo fue rotundo: hoy dominan el sentido común y alimentan alternativas que están en las antípodas de los principios republicanos. En la escuela -siempre resistente a las innovaciones- la versión nacional y popular -conocida como “nac&pop”- entró por asalto en el mundo escolar más recientemente, como parte de ese extraordinario artefacto que es el relato kirchnerista.
Uno de los más graves problemas de la Argentina es -en mi opinión- la poca vigencia de la institucionalidad republicana. Afecta el funcionamiento del Estado y las libertades personales, víctimas de un unanimismo autoritario nutrido en la tradición “nac&pop” y en el más reciente autoritarismo sectario de las identidades emergentes.
Hoy el lugar de la escuela es mucho menos relevante que hace cien años. Su voz es solo una entre muchas. La institución escolar está quebrada; la formación docente es deficiente; además, la escuela destina muchas de sus energías al trabajo social de urgencia. En ese contexto poco alentador es necesario plantear otra urgencia: recuperar la escuela como espacio de formación cívica, de instrucción y de moral republicana.
Todas las disciplinas deberían concurrir a este propósito. Quienes enseñan historia deben recuperar el viejo precepto de “la maestra de la vida”. Pese a que los historiadores siempre hemos reclamado por una historia que ayude a comprender el pasado y el presente, hoy, con la república en peligro, enseñar la Constitución e inculcar sus valores vuelve a ser prioritario, sobre todo para la historia
Para esa causa, debemos enrolar a nuestros próceres. Debemos bajarlos del bronce y llamarlos, más llanamente, ciudadanos destacados. Debemos ampliar nuestra lista, hoy limitada a los guerreros de la Independencia, convocando a otros muchos, del pasado lejano y del cercano. Debemos elegirlos con un criterio amplio y plural, superando las diferencias arraigadas en los relatos y rescatando lo que aportaron a la construcción de la nación y la república. Con ellos debemos construir una narración diferente.
No pueden faltar Rivadavia y Rosas, con muchas más cosas en común que las registradas en los relatos facciosos. Rivadavia construyó en Buenos Aires el Estado administrativo, ordenado y previsible. Sobre Rosas, hoy conocemos su respeto por el sufragio y la legitimación electoral y también la índole republicana de su discurso. Pongamos el acento en eso y no en las luchas facciosas con las que se asociaron.
Por las mismas razones deben estar Urquiza, Alberdi, Sarmiento y Avellaneda y también Roca, el denostado de turno. ¿Existiría sin él el territorio argentino soberano y el Estado consolidado? Que se sumen Juan B. Justo, Lisandro de la Torre, Hipólito Yrigoyen y Marcelo de Alvear. Y también el general Agustín P. Justo, quien presidió la última reforma estatal que se sostuvo en el tiempo, y Juan Domingo Perón, que presidió una época dorada para muchos.
Desde una posición liberal y republicana es necesario dar el ejemplo de la pluralidad y el respeto a la diferencia. Todos los nombrados tuvieron sus luces y sus sombras. Sus conflictos fueron reales, pero de un modo u otro están superados, y recordarlos no nos ayuda a reconstruir nuestras bases cívicas republicanas.
Estamos en una situación más difícil que la de Mitre. En muchos casos habrá que discutir con otras imágenes, muy arraigadas, de estos ciudadanos destacados. Pero de eso se trata: inventar un pasado significa recurrir a esas operaciones, virtuosas en tanto lo sean los fines perseguidos. ¿Qué otra cosa hace la Iglesia con sus santos? En todos estos personajes destacados podemos encontrar algo -ideas, ejemplos- que aporten a la reconstrucción republicana que habrá que encarar luego del derrumbe. Creo que en algo parecido pensó en 1983 Raúl Alfonsín.
Publicado en Revista Ñ el 13 de agosto de 2022.