Los Rodríguez Saá, los Kirchner, los Zamora, Gildo Insfrán; los Saadi y los Juárez antes… Satrapías dinásticas arraigadas en las provincias más pobres de un país nominalmente republicano, democrático y federal. ¿Cómo explicarlo?
A menudo se habla de “feudalismos provinciales”, algo que es históricamente erróneo. Como denostativo, puede ser útil para la polémica, pero impide ver el centro del problema e imaginar la solución.
En el origen de este fenómeno aberrante está, sencillamente, el federalismo, un noble principio que se ha desarrollado y envilecido “a la argentina”. En 1853, Buenos Aires y las provincias hicieron un alto en sus guerras intermitentes y dictaron una Constitución, basada en un federalismo por entonces plausible. Habría provincias con responsabilidad y autonomía –garantizada por sus milicias– e igual representación en el Senado.
Las guerras se reanudaron, y siguieron hasta 1880. Con una diferencia: la Constitución inició la construcción del Estado nacional, cuya larga mano fue subordinando, uno por uno, los aparatos militares provincianos. Desde entonces, el polo alternativo de las provincias ya no fue Buenos Aires, sino este creciente Estado nacional, cuyo gobierno requirió entrelazar el poder estatal con los poderes provincianos.
Sus acuerdos posibilitaron el orden político y la gran transformación económica y social de fines del siglo XIX. Aunque en muchas provincias del interior sus efectos fueron reducidos, su peso político no disminuyó demasiado, pues tenían, como todas, dos senadores y un número de diputados siempre superior a lo que indicaban los censos de población.
El acuerdo entre todas las provincias tuvo un costo económico: la transferencia de recursos de las zonas prósperas a las más modestas, impulsado por un Estado nacional generalmente gobernado por provincianos. En muchos casos se trató de sanos criterios referidos a la integración nacional, como las obras de infraestructura o los establecimientos educativos. Menos claro fue el generoso subsidio arancelario establecido en 1876 para el desarrollo azucarero tucumano, costoso para los consumidores y muy rentable para una pequeña elite –local y nacional– que poco hizo para solucionar el atraso tucumano. Más claramente prebendario fue el reparto entre los políticos de créditos bancarios libérrimos que en la década de 1880 hicieron los Bancos Garantidos por el Estado, todos quebrados en 1890.
Luego de la ley Sáenz Peña, los gobiernos radicales y peronistas, con amplia legitimidad electoral, inclinaron la balanza del lado del centralismo. Las presiones y exigencias se redujeron cuando los presidentes democráticos usaron ampliamente el recurso de la intervención federal para disciplinar a los gobernadores, a quienes Perón consideraba meros “delegados tácticos” del “comando estratégico”.
En 1934, cuando Pinedo piloteaba la construcción del nuevo Estado interventor, se había establecido el régimen de coparticipación fiscal. Al principio, el Estado recaudaba varios impuestos provinciales, que luego devolvía a cada una según lo recaudado. Pero la semilla estaba plantada. Las provincias fueron abandonando sus responsabilidades fiscales y el Estado nacional aumentó la masa de ingresos, que en el gobierno peronista ya usaba discrecionalmente.
Luego de 1955, la intervención económica estatal se potenció –sobre todo con lo regímenes de promoción industrial–, al tiempo que se reducía la legitimidad de sus gobiernos. En este escenario se fortalecieron corporaciones variopintas, que colonizaron el Estado y arrancaron franquicias y prebendas de gobernantes débiles.
Una de estas corporaciones fueron las provincias. Con gobiernos civiles o militares, se las arreglaron para obtener, ellas también, una parte del botín en disputa, a veces mediante planes nacionales de vivienda o lucrativos regímenes de promoción, y otras por ajustes del régimen de coparticipación, en el que un punto más hacía la gran diferencia. En eso consistió esencialmente el federalismo.
En 1983 se refundó la democracia, sobre bases republicanas que resultarían frágiles. El contexto era el estancamiento económico, la pobreza incipiente, la crisis fiscal y la crisis estatal. Gradualmente, el Estado fue capturado por bandas de políticos –la riojana primero, la santacruceña después– que, de acuerdo con las nuevas reglas democráticas, usaron los recursos estatales para mantenerse en el poder, produciendo con recursos públicos los sufragios necesarios, cada vez más accesibles desde el poder, a medida que crecía la pobreza y se achicaba la ciudadanía.
En ese esquema, el Estado nacional equilibraba las cuentas de las provincias, siempre en rojo, con discrecionales aportes del Tesoro nacional. A cambio, se esperaba que cada gobernador se ocupara de producir los votos y, por esa vía, los senadores y diputados que compusieran las mayorías parlamentarias necesarias para un gobierno democrático crecientemente discrecional. En el cálculo presidencial, había provincias caras y otras baratas, y todas aportaban el mismo número de senadores. Convencer a un Insfrán o un Zamora era más barato y sencillo que intentarlo con un gobernador de Córdoba.
Este es el fundamento de las satrapías provinciales en las que ha degenerado el federalismo de 1853. En aquellas provincias con economía poco desarrollada, una sociedad civil débil y una oposición fácilmente controlable, el gobernador, receptor directo del aporte estatal, tiene todas las cartas ganadoras. Crea empleos, distribuye subsidios y ayuda a los amigos, todo discrecionalmente. Y en un contexto nacional favorable, asalta impunemente las instituciones republicanas.
A esto se lo llama hoy “feudalismo provincial”. “Feudal” parece ser sinónimo de arbitrariedad, un rasgo que el tan citado como mal conocido feudalismo europeo medieval comparte con infinidad de otras formas políticas, que Max Weber hace cien años definió como “patrimoniales”.
Ciertamente, el señor feudal ejerció en su señorío el monopolio del mando, con atribuciones de propietario y de agente del Estado. Año tras año lo recorría con su hueste, recaudando los tributos de sus campesinos, sin alejarse demasiado del castillo, que era su refugio. Si algo caracterizaba a estos fieros barones era su autonomía: se ganaban su pan –como se dice en el Poema del Cid– sin necesidad de aportes del tesoro nacional.
Si se ha de recurrir a la historia, es mejor observar las monarquías, que desde el siglo XIII fueron constituyendo, en torno del rey, los Estados modernos, hasta llegar a las monarquías absolutas del siglo XVII. En ellas, reyes como Luis XIV administraban simultáneamente sus bienes personales y los públicos, de límites borrosos. Son esos Estados patrimoniales, cuya forma se trasladó a Hispanoamérica, los que podían subvencionar a las autoridades locales, dejándoles el margen para hacer su propio negocio.
La distinción puede parecer algo puntillosa. En vísperas de una elección decisiva, pintar con brocha gruesa tiene su utilidad. Pero los publicistas también tienen que ayudar a entender cuál es el problema. Y en la Argentina de hoy, el Estado patrimonialista, centralista y federal a la vez, y a veces hasta dinástico, está en el centro mismo de sus problemas.
Publicado en La Nación el 22 de julio de 2021.