Disyuntivas vs. Conjunciones
Cuando Julio Argentino Roca inauguró las sesiones parlamentarias de su primer año al frente de la Presidencia de la Nación (1880) articuló una idea-fuerza señera de la filosofía política finisecular. Tras setenta años de convulsiones ininterrumpidas, levantamientos, guerras civiles y conflagraciones internacionales, uno de los padres de la Argentina moderna orquestó su disertación en derredor de una propuesta secularizadora de orientación conciliadora y eficientista: “Paz y Administración”. En el binomio se descubrían sucesivas capas de significación política como programa de acción gubernamental. El ordenamiento diádico denotaba sentido secuencial al proclamar la finalización de los violentos trastornos característicos de nuestro siglo XIX (Paz), como punto de partida (Y) hacia la definitiva racionalización en el manejo de la cosa pública (Administración). Primero deponer las armas y recién después auspiciar el despegue económico. Más sencillo aún: concordia como umbral del desarrollo.
La consigna se hacía eco “a la criolla” del contenido intelectual albergado en la viga maestra del enfoque positivista imperante en aquel entonces: Orden y Progreso. En la mentada visión intelectual habitaba un signo de fuerte cientificismo en convivencia con la pretensión profética del progreso como indetenible motor de la historia. Imbuido de la noción de objetividad en el conocimiento, el positivismo asimismo fomentaba la objetivización de las relaciones entre los seres humanos. Con independencia de la órbita privada o pública, o mejor dicho, tanto en una como en otra, la racionalización de los vínculos y los procesos propendía, pensaban, hacia su perfeccionamiento. Proyectado al porvenir, el sostenimiento de las premisas positivistas impulsaría a la humanidad hacia la corrección de cualquier error lastrado por las creencias religiosas e ideológicas, la emancipación de los flagelos sociales como la guerra y el hambre, y la realización de todos los anhelos singulares y colectivos.
La raíz del positivismo como corriente teórica que profesó una paradójica fe en la ciencia puede y debe rastrearse hasta la figura de Henri de Saint-Simon. Autor de vasta erudición y pluma fértil, por vía de sus intérpretes, y con los zigzagueos del caso, propagó su ascendiente sobre un arco abrumador de posturas casi excluyentes entre sí: el industrialismo liberal norteamericano, el colonialismo proteccionista europeo y el socialismo internacionalista en varias de sus caprichosas formas. De sus innumerables aportes a la discusión filosófica y sociológica se destaca una sugerencia de franco contenido reformista apalancada en la expectativa del manejo óptimo de los resortes gubernamentales. Con ímpetu vanguardista recomendaba clausurar la era del irresponsable despilfarro monárquico y alumbrar una etapa de gestión profesionalizada en las cuestiones estatales: “El Rey debe depositar definitivamente su confianza en los industriales; debe encargarles la dirección general de la administración pública (…) pasando del gobierno de las personas a la administración de las cosas”.
De Saint-Simon a Roca ―o sea de Europa a la Argentina―, el siglo XIX asistió a una ebullición en el campo de la reflexión que definiría los polos antitéticos de un eje nodal en el debate político: tecnocracia o voluntarismo. Por un lado, de la contraposición asoma la órbita pública concebida a imagen y semejanza de la fría gestión de negocios. Impersonal y en procura de resultados materiales, la tramitación de los intereses nacionales remitiría a hojas de cálculo, balances y productividad. Por el otro costado emerge un ángulo de visión que concibe a las pulsiones emotivas como vector de futuro. Sentimientos y sensaciones no sólo puestos al servicio de las metas comunes, sino en la forma de dispositivos prioritarios de realización de los afanes grupales.
Por detrás de los extremismos inconducentes se esconde una dicotomía igualmente absurda en sus principios y asesina en sus consecuencias: racionalismo brutal o brutalidad irracionalista. Desde la explotación inhumana de los obreros en Manchester durante la Revolución Industrial a los exterminios soviéticos en los campos de concentración stalinistas, pasando por las masacres hitlerianas; la exageración ideológica reduccionista de corte liberal, comunista o fascista, que toma partido excluyente por la cabeza o el corazón, termina sus días con un ACV o un infarto político. Y, por lo común, desenlaza en un cuadro de comorbilidad donde ambos desastres se funden en un mismo cataclismo fatal. Como regla de orden tendencial antes que general, con sus obvios matices y un sinnúmero de excepciones, cabe señalar que en política las simplificaciones maniqueas suelen encubrir monstruosidades.
La versión argenta del problema arrastra al país a contramano de la sensatez desde hace casi ochenta años: “peronismo u oligarquía”. Sea en su modalidad originaria y personalista, “Braden o Perón”; setentista e irredentista, “liberación o dependencia”; neoliberal y globalizada, “Primer Mundo o Tercer Mundo”; y caraqueña de cabotaje, “década ganada o tierra arrasada”, la arquitectura formal de la propuesta justicialista abreva en las aguas de la animadversión irreconciliable: “ellos o nosotros”. La diferencia con el pensamiento de Roca y, para el caso, con el de Sarmiento en su formulación “Civilización y Barbarie”, finca en el sentido del conector.
Mientras los políticos con vocación de progreso y visión de futuro promueven anexiones donde integrar las diferencias en pos de un mañana compartido, los caudillos mesiánicos patrocinan exclusiones a favor de un resultado unanimista. Donde el llamado sarmientino y roquista a la convivencia del “y” funda los cimientos de la tolerancia ante la diferencia, la convocatoria al exterminio peronista del “o” castiga la discrepancia con la trituración.
Del obsecuente pleonasmo “peronismo de Perón”, cuyo sinsentido tautológico se justificaba de pasada en el oxímoron “peronismo sin Perón” de Vandor (objetado a balazos por otros peronistas), el trasiego continuó con el lema “la vida por Perón”, vociferado hasta la afonía por la sangrienta juventud maravillosa. Una constelación generacional de idealistas secuestradores, torturadores y asesinos que, espoleados por Perón desde Madrid, terminó dialogando a los tiros con la Triple A. Esta última, por su parte, constituía una entrañable organización represiva paraestatal, también secuestradora, torturadora y asesina, casualmente fundada por Perón a su regreso a Argentina, con objeto de aniquilar a la misma subversión a la que él había incitado a empuñar las armas contra el Estado. JP vs PJ. Casi un palíndromo. Y toda una tragedia.
Tras el intento frustrado de pacto militar-sindical y la negativa a integrar la CONADEP (mal que le pese al poco instruido Santiago Cafiero, quien cree que a su partido no hay nada que enseñarle en materia de DDHH), la reinvención neoliberal del movimiento en los 90’ logró amigar el perfume a ron de las consignas castristas de John William Cooke con el marketing globalizado de la multinacional Coca Cola. Visto en esos términos, el cóctel menemista bien podría expresar una suerte de peronismo “cuba libre”.
En su desenfadada modalidad “revolución productiva y salariazo” el PJ desmanteló nuestra base industrial y comercial en un carnaval de privatizaciones y desregulación que, de yapa, inauguró ―con los Fassi Lavalle, María Julia Alsogaray y compañía― una deriva de pauperización ético-política de la cual no logramos desmarcarnos. Tanto es así, que el envión de deterioro en los valores descerrajado por Carlos I de Anillaco nos condujo directamente al vergonzoso y vergonzante descuidismo de Boudou y, ¡cómo olvidarlo!, a los nueve millones de dólares que López revoleó al pseudo-convento. Sólo cuatro menos de los que Florencia guardaba en su caja fuerte.
Tras el delirio de frivolidades asociado al “pizza con champagne” de un Menem decidido a quedarse con los obsequios de Estado aduciendo la pataleta: “¡La Ferrari es mía!”, el fugaz bienio ajustador de Duhalde abrió la puerta para la irrupción en escena del extraño neosetentismo patagónico deslumbrado por las andanzas de un montonerismo idealizado. Pertrechado con la consigna “Cristina Eterna” como importación de chavismo místico, pajarito parlanchín incluido, el PJ volvió a comunicar sin tapujos el abrazo no sólo del fondo sino de las formas autocráticas. Como sea que se lo sopese y cómo quiera que se lo pondere, mussoliniano, cubano, lopezreguiano, consenso de Washington friendly o bolivariano, el peronismo como tradición partidaria ―antes que como partido― reconoce un común denominador de inclinación totalitaria.
En lo económico la predisposición hacia lo tiránico alienta un modelo corporativo fracasado en todas sus variantes. Desde la Constitución fascista de 1949 hasta el recientemente resucitado Consejo Económico y Social, la idea del “movimiento” para la relación entre el mercado y el Estado consiste en la siempre derrotada planificación centralizada. No obstante lo obtuso y probadamente inútil de la disposición, el peronismo insiste en asfixiar con regulaciones lo que para crecer demanda la disminución ―no la desaparición― de las intervenciones. El cepo en la forma de “impuesto PAÍS” dispara el mercado del blue. Ascenso pirotécnico luego contenido de manera insostenible con la venta de bonos en dólares de la ANSES. Obligaciones que, huelga decirlo, pagan intereses usurarios (también en dólares). La ley de alquileres provoca una escalada en los precios de las locaciones. La prohibición de despidos sofoca la generación de empleo genuino y la política fiscal confiscatoria anima el juego especulativo, alienta el trabajo en negro y espanta la inversión.
Como si fuera un globo, la compresión de la economía real practicada con la mano visible del Estado produce la deformación del cuerpo social al introducir presión en la franja (de la clase) media de la esfera. Lo cual transforma el área de estrangulamiento en un punto de explosión, que termina por obturar y detonar lo que se quería destrabar y estimular. Irónicamente, la solidaridad económica con lo ajeno como rasgo económico-político del cuarto gobierno K nos condujo a arrojar ―con muchísima sensibilidad social― al 50% de la población al abismo de la pobreza. Y la solidaridad política albertista, corporización insólita de un liderazgo “tornillo” que ajusta a cara de perro hacia abajo y afloja con rostro de cachorrito para arriba, se alinea sin matices con la clásica propensión peronista hacia la instalación de una verdad doctrinaria.
Emanada desde la cumbre del pretendido liderazgo omnisciente, la certidumbre del dogmatismo se destaca por conocer absolutamente todas las respuestas antes de escuchar cualquiera de las preguntas. Empoderado por la alucinada convicción del elegido por la historia, a su turno el Capitán Beto reconvirtió la asfixiante supervisión policíaca cobijada en la modalidad milenarista del “Vamos por todo” en el curioso sanitarismo definitivamente transitorio del “Vamos viendo”. La evolución K desde la desmesura a la improvisación, o sea de Cristina a Alberto, como personero de Cristina, reconoce de mala gana el saludable confinamiento de la ambición política ante aquello que escapa a su control. Y admite a regañadientes el rotundo fracaso del confinamiento eterno como columna vertebral de la crisis desatada por el COVID.
Soberbias reprimidas aparte, y deflagraciones económicas mediante, las insuficiencias reveladas en la negligente gestión de la pandemia detonaron con el inverosímil desastre ético y moral del COVIP (con P). Pero a causa de los retorcimientos psicológicos disparados por la frustración de haber hecho absolutamente todo mal y no poder disimularlo, el desmadre obró un portento paradójico entre las filas fanáticas. La debacle cuarenténica y el escándalo de los vacunatorios a escondidas enfatizaron el componente de empecinamiento irreflexivo instalado con ribetes fundamentalistas en lo profundo de la mentalidad K.
Encaminados en registro militante, el conocimiento histórico, el saber filosófico, el sentido común y hasta la ciencia, adquirieron coloratura partidaria en composé con los veleidosos dictámenes derramados desde la esclarecida conducción de la nomenclatura. Incluso surgió una epidemiología oficialista indignada con los recaudos habituales de esperar la convalidación de publicaciones científicas antes de proclamar una vacuna como panacea. Faccionalismo sanitarista reprobatorio de lo acostumbrado –si contraviene la versión gubernamental de las cosas- donde se gestó la inhumana sátira de un científico ―Ernesto Resnik― por la muerte de una médica ―María Rosa Fullone―, que decidió atenerse a los criterios de evaluación habituales y aguardar la ratificación correspondiente antes de inocularse.
La monstruosa invectiva twittera de Resnik merece reproducción para calibrar la dimensión del desprecio: “Morir por esperar la publicación en The Lancet, háganse cargo payasos, háganse cargo”. El disenso visto como herejía amerita la celebración de hogueras donde incinerar las discrepancias. Pero el calor de las llamas de intolerancia propagadas por el populismo talibán excede el reino de las metáforas, para irradiar su furia destructiva hasta el campo del deseo piromaníaco. Como bestial corolario de patetismo, no podía faltar la nota de ultraderechismo progre: los adalides de la diversidad cultural fueron los autores de la convocatoria nazi a quemar los libros de Beatriz Sarlo, por la apostasía de declarar frente a un juez que le ofrecieron vacunarse “por debajo de la mesa”.
La solidaridad política, valor albertista declamado hasta el hartazgo y jamás practicado ―ni por equivocación―, fomenta la consolidación de un patrón decisionista emancipado del molesto control constitucional entre los poderes del estado. La puesta en entredicho del republicanismo como parámetro institucional se sigue de su negación en cuanto ética pública. Objeción programática de signo despótico alojada en los subsuelos del enfoque nac&pop, sacada a la luz en cada acto de obsesivo desdén por las normas y ratificada día a día con el convencimiento inconmovible de lo acostumbrado hasta la naturalización. Optar por la preeminencia de la Constitución Nacional o elegir la superioridad del poder de turno determinará si Argentina decide vivir bajo la fuerza de la ley o sometida a la ley del más fuerte. Dilema que alude a un debate intelectual zanjado hace 2300 años, pero resucitado una y otra vez por la voracidad peronista.
La filosofía política occidental como un todo, sintetización salvaje sólo ameritada por un principio de economía de espacio, atesora entre sus principios una monumental enseñanza aristotélica. Engarzada en su Política, la gema de sabiduría llama a preferir “el gobierno de las leyes antes que el gobierno de los hombres” (Saint-Simon no fue “taaan” original), puesto que las normas carecen de pasiones, mientras que los gobernantes viven inmersos en ellas. El desapasionamiento legal garantiza un axioma de equidad indispensable para el acceso democrático a y el alcance indiferenciado de la justicia entre los ciudadanos. Un componente nodal de la seguridad y el bienestar en el ámbito de la vida en común. La completa actualidad de las palabras del gran filósofo y la urgencia por mantener vivas sus enseñanzas remiten, por ejemplo, a cierta señora suplente, que en verdad es titular, gritándole en cámara a los jueces encargados de esclarecer una denuncia formulada en su contra. Cuánta razón tenía el estagirita…
El fileteado como estrategia electoral
El subordinado “hice lo que me mandaste” como idea y acción del presidente testimonial de cara al año de elecciones intermedias resume en cinco palabras una agenda de campaña con esperables repercusiones perjudiciales. Quien en 2019 cortejó al voto independiente con un tan atractivo como falaz proyecto de renovación, en 2021 radicaliza su prédica en pos de desarticular causas penales pingüiniles rebosantes de evidencia condenatoria. El estreno del afán albertista por lo contencioso recrea una consabida racionalidad litigante en cuanto combustible de gestión K. La estrategia de llevarse a las patadas con todos y enfocar lo más desorbitado de la ira sobre un elenco de enemigos prototípicos, la justicia y los medios, funciona como tributo de lealtad a la mandamás y, de carambola, articula una maniobra de fidelización dirigida a los incondicionales en tiempos de desasosiego.
El problema estriba en que la contracara del fortalecimiento en el vínculo mesiánico tendido entre Ella y su grey, y el humillante lazo de maltrato que desciende de Ella a “ese”, equivale a la renuncia a convocar a los segmentos poblacionales sin afiliación ideológica que otrora los acompañaron con su apoyo en las urnas. Que el presidente testimonial enarbole las lisérgicas proclamas hipervicepresidenciales conlleva el abrazo sin matices de la plataforma política postulada por el jihadismo nac&pop. Lo cual implica una toma de posición opuesta por el vértice a la postura que lo llevó al poder, justo en el momento en que la gestión necesita con urgencia una transfusión de logros de cualquier tipo y factor. La ironía perdidosa del sinceramiento del Capitán Beto como mandadero de una multiprocesada supedita a suerte o verdad, léase batacazo de medio término o condena judicial, a una administración nacional apremiada de convalidación política. Agonizante a menos de un año y medio de nacer, el albertismo hociquea con desesperación por una bocanada de ratificación democrática con la fantasía demagógica de oxigenarse en sus convicciones plebiscitarias.
En conocimiento de la insostenibilidad de su defensa legal, la vicepresidente (con E) en funciones ejecutivas permanentes convoca la fuerza de la política en su auxilio. Pero la abierta politización partidaria de una causa judicial por necesidad impone costos electorales en una sociedad hiperconectada. El acompañamiento del Capitán Beto a los gritos en cámara de Cristina espolea el desgranamiento de los elementos no fanatizados de sus bases. El atropello como acostumbrada tónica cristinista y novedosa partitura albertista incurre en el percance de repeler a los moderados en la víspera de la compulsa. Por efecto/defecto de la disolución del compromiso de prudencia implícito en el “volvimos mejores”, el quantum de sufragios independientes en aptitud de mover el amperímetro amenaza con respaldar ofertas alternativas. Inquietante posibilidad en una Argentina polarizada en campos antagónicos principales. Pero a esta altura de ninguna manera mayoritarios.
De ello se colige que la maniobra oficialista ingeniada para intentar prevalecer en las elecciones inminentes no aspire a incrementar el número de sus adherentes. Algo descartado de cuajo por perlas comunicacionales como la televisación de los exabruptos de Cristina durante su indagatoria. Ante lo irremediable de la migración de una considerable porción del voto independiente que los llevó a la Casa Rosada, el oficialismo nacional enfila sus esmeros en procura de astillar el interior del campo opositor. Sin por ello podarlo y hasta en vista de su esperable crecimiento, aun si el arco de contendientes los supera en la cosecha total de sufragios, según la lógica de una elección parlamentaria bastará con que ninguna expresión política agrupe un voto más que el FDT para que el programa de hegemonía adquiera entidad.
Tomando como punto de partida del razonamiento estratégico la previsible merma en el caudal de respaldos extra partidarios, premisa desprendida de la escandalosa conflagración con la justicia (y de la “jodita” del COVIP ni hablemos), la meta del Capitán Beto para la batalla en ciernes consiste en imponerse en 2021 con menos votos que en 2019. ¿Cómo? Incentivando abiertamente, y financiando tras bambalinas, la dispersión de los adversarios. Encarnando una versión sui generis del Perro del Hortelano, si los candidatos del FDT no comen todo lo que desean, tampoco dejarán que nadie coma demasiado. Lotear hasta lo electoralmente inservible el campo ajeno colma una expectativa de desempeño módico pero resultado eficaz. En pocas palabras: la apuesta consiste en filetear a la oposición.
Cada secesión conseguida en el continente socio-electoral donde campea la coalición cambiemita, por muy homeopática que sea la dimensión de la fractura y sin suponer que el quiebre reporte una adhesión al FDT, abona las chances oficialistas de quedarse con la parte del león. De allí la expectativa de derogar las PASO como mecanismo ordenador de la oposición en apelación a razonamientos lindantes con la falta de respeto a la inteligencia. Como argucia justificadora de la ocurrencia, Massa postuló una llamativa sensibilidad social que le permite vacunar “de querusa” a su padre y suegros y predicar austeridad estatal por el bien de los que todavía no recibieron la vacuna. “Entre gastar en boletas y gastar en vacunas, yo prefiero gastar en vacunas”. Renovando la fracasada matriz analógica “Salud o Economía”, el siempre sinuoso presidente de la Cámara de Diputados ―conocido en el micromundo de la política como “ventajita” (vaya uno a saber por qué)― anotició al país de la conveniente dicotomía “Salud o Democracia”.
En una tesitura donde todo invita a prever una contracción en el volumen electoral oficialista, la expectativa se orienta hacia la mitigación de riesgos antes que a un anhelo de crecimiento en la representatividad. Ganar por poco y ganar con menos es ganar de todas formas. Alzarse con el triunfo, por más pírrico y raspando que sea, bastará para coronar el proyecto autoritario con la anhelada dominación legislativa. Aceptar el hecho de ser más débil pero vencer en la dispersión opositora, le permitirá al FDT congregar el número de parlamentarios exigido para impulsar las medidas impopulares. Iniciativas que al día de hoy colisionan con los vaivenes y cimbronazos varios de la hasta ahora inestable y circunstancial mayoría oficialista en la Cámara Baja.
Si los libertarios sustraen de dos a cuatro puntos con consignas eficientistas rayanas en el regreso del Estado gendarme anterior a la primera guerra mundial, la opción de signo religioso (in hoc signo vinces) enconada con Macri por haber abierto la discusión del aborto conculca otro punto y medio, y el caballo de Troya lavagnista sigue funcionando como quinta kolumna en el campo opositor y distrae una cuota promedio de seis puntos, la efectiva recolección de JxC puede, en el mejor de los casos, trepar a cotas respetables. Pero desde Balcarce 50 prevén que el desempeño enemigo (el populismo concibe la política como guerra) distará de la requerida magnitud para derrotar en las urnas al acostumbrado peronismo caníbal en la gestión, pero unificado en la elección.
A fin de minimizar el coeficiente de azar pesante sobre las siempre convulsionadas jornadas electorales, el populismo compatibiliza su discurso de dignificación de la postergación con una praxis volcada hacia la extorsión de la vulnerabilidad. Por sí mismo o mediante personeros rentados a cargo de los movimientos sociales (Pérsico, Grabois y compañía), el justicialismo mercantiliza el acceso y sostenimiento de los programas de ayuda social. ¿Para qué? A fin de valerse políticamente de las estrecheces atravesadas por las clases populares en acelerado proceso de pauperización. En los deteriorados márgenes de la sociedad, la cada vez más densa esfera de la pobreza prodiga espantos de proselitismo indecente. ¿En qué lugar? Justo donde el eufemismo de la humildad da paso a la literalidad de la indigencia. En el preciso punto en que los punteros, con paciencia de horticultor, ven crecer sus plantines antidemocráticos (o de perejil si se trata de Grabois ocupando el campo de los Etchevehere) en los inabarcables sembradíos de la miseria.
Pervirtiendo hasta lo irreconocible a Saint-Simon, la peculiar solidaridad electoral peronista administra la ayuda social de manera tal que termina gobernando a las personas como cosas. La figura del puntero instaura una lógica transaccional parasitaria del presupuesto destinado a la asistencia. Los intermediarios que cobran peaje entre la necesidad y la ayuda sancionan la obligatoriedad de un intercambio abominable: planes pagados por el Estado a cambio de votos a favor del partido del poder. Cuando el Gobierno fagocita al Estado, cosa que ocurre por definición en cada gestión peronista, necesariamente lo público deviene patrimonio del gobernante. En el trance de equiparación entre “lo de todos” con “lo del jefe”, el sostén ofrecido por el tesoro nacional a los connacionales en situación de necesidad se deforma en caridad repartida por el aparato territorial justicialista a cambio de apoyo incondicional.
Con ostensibles pases de manos gatopardistas practicados a fin de modificar algo para no cambiar nada, la paz predicada por Roca cae rendida ante la violencia social como guerra diaria (nadie sufre el flagelo de la inseguridad más que quienes, sumergidos en la pobreza, la experimentan de primera mano en lo cotidiano). Y la deseada administración racional deviene patronato clientelar privatizado por el PJ bonaerense enancado desde antaño en el potro del desbarajuste generalizado. Eso sí. La catástrofe in crescendo viene amenizada con la sana dosis de relato sintetizable en la primera plana de Página 12 del 16 de febrero. El diario comunicó la cuarta suba del año en el valor de los combustibles con un neutro “movimiento de precios”. La escalada del costo de la nafta, que hace poco se incrementó por quinta vez y no será la última, recibe edulcorado para los paladares progre con su presentación en la forma de “reordenamiento”. Disimulada alza “solidaria” que incluso contempló prodigios bienhechores: “En algunos lugares [YPF] bajó los precios”.
Aumentos que son descuentos, Donda que en su calidad de cabeza del INADI precariza a su empleada doméstica extranjera a lo largo de una década y la tienta con planes sociales para no garparle los aportes adeudados; un presidente testimonial políticamente castrado que la va de macho alfa y el alarmante zafarrancho de traspiés gubernamentales con que la ciudadanía se desayuna cada jornada, concluyen por saturar la tolerancia local. Lo más fresco, recién salidito del horno donde se cuecen los embelecos, remite al sincericidio post cascotazo chubutense del Capitán Beto. Con la hidalguía del que tuvo que rajar ante la negligencia del dispositivo de seguridad, el convidado con piedras declaró tres verdades aderezadas con sendas adendas tácitas:
A) “Los violentos tiran piedras”. Cierto. Habría hecho bien en recordarlo en 2017 cuando los manifestantes desataron una catarata de escombros sobre la plaza de los Dos Congresos. B) “Nosotros [tiramos] obras [a nuestros amigos.]”. También cierto. Si no pregúntenle a Lázaro y al resto de beneficiarios vitalicios de la obra públika (sic). C) “Y llevamos vacunas”. Tercera verdad. Enriquecida con el aditivo muy a la moda cuarenténica del derlivery o take away: vacunan a domicilio a los mismos amigos que les dan las obras o de quienes recibieron “una mano”, o les piden que se arrimen al vacunatorio clandestino con el disimulo del caso. Se ve que Verbitsky no entendió bien el guiño de complicidad implícito en el convite farmacológico “para pocos” y su habitual inclinación hacia la locuacidad, que la tuvo y mucha con los militares del proceso cuando abundaba sobre las andanzas de sus cómplices montoneros, terminó por destapar un escándalo que no dejará de supurar indignación popular.
El desmanejo convertido en lanzamientos líticos no pasó a mayores, o no mudó de guijarros a meteoritos, por obra y gracia de los consuetudinarios rompehuelgas de la UOCRA (como buenas formaciones fascistas, las uniones obreras peronistas tienen agentes encargados de desmontar con los nudillos las protestas proletarias y sociales que no son de propia factura). Por suerte la carencia operativa de la fuerza pública fue suplida espontáneamente por los puños de los golpeadores gremiales que, en su celo institucionalista jeffersoniano, desataron una lluvia de piñas para acallar la precipitación de piedras. Una vez más el doble rasero de la propaganda peronista transliteró hechos idénticos en interpretaciones antagónicas. Cuando el granizo pétreo le ocurría a Macri, la precipitación de cascotes equivalía a una espontánea manifestación pacífica sublimada en reproches mineralizados. Como le sucedió al presidente testimonial, que por más impresentable que sea, sigue siendo “del palo”, la garua geológica connota una intentona destituyente organizada con la tirria del cálculo (en su doble acepción de “roca” y “planificación”) desde los ensañados centros de confabulación golpista.
El fileteado como estrategia electoral desnuda insuficiencias provocadas en y por la ostensible vacuidad moral de la más alta conducción nacional. Lo estrafalario de una gestión peronista condenada por primera vez a gobernar en contexto de escasez revela la verdadera catadura de la jefatura del partido de los trabajadores. Incapaces de tapar con dinero la línea de montaje de equivocaciones en que se materializaron todas y cada una de las administraciones justicialistas, el albertismo como corriente no nata padece el doble karma de la excentricidad. Las desquiciadas explicaciones ofrecidas sobre la inutilidad de una cuarentena eterna, el derrumbe económico y la inenarrable indecencia del COVIP, por sólo nombrar tres entre el sinnúmero de pifies, arruinaron el margen de esperanza albergado por una sociedad que padece un cuadro crónico de memoria RAM a favor del peronismo (olvida a la mañana siguiente lo que ocurrió la noche anterior).
Pero el verdadero incordio de la actual excentricidad peronista, sabrá dios con qué nos sorprenderán en el futuro, anida en la segunda y menos corriente acepción de la palabra. Además del sentido “estrambótico”, lo excéntrico asimismo designa aquello corrido del centro. Por tal motivo la voz suma una segunda semántica apropiada al momento de describir la gestión del presidente testimonial en calidad de actor de reparto en la tragedia de su propio Gobierno. Como bien lo demuestra el haber tirado por la ventana a la ministra de Justicia, que sólo se negaba a las formas elegidas para demoler la justicia, en menos de un año la charada de moderación albertista demostró merecer menos confiabilidad que un vendedor de semillas de alambre de púa.
Aunque Losardo aprobaba el programa de desguace de la Justicia, sus defensas públicas del proyecto así lo acreditan, las apariencias camorreras del mismo le impedían mantener sus antológicos contubernios con la familia judicial. Nombrar en su lugar a Soria cual Torquemada del lawfare como verdad canónica exterioriza el definitivo deslizamiento político del FDT hacia los pagos del populismo. Corrimiento irremontable desde el promisorio vergel del equilibrio anti-grieta hasta el tenebroso cubil donde mora el extremismo rupturista. Distanciado por motu propio del prometido eje balanceado, el mandatario que vino a “poner a la Argentina de pie” le pegó un tackle al cuello a cualquier ensayo de racionalidad para, sin ambages, revelar su verdadera esencia ideológica. Por completo extraviado del centro del arco político, el albertismo excéntrico se muestra por fin como lo que siempre fue: liso y llano kirchnerismo.