El conflicto político que se evidencia en el Senado de la Nación entre el oficialismo y la oposición expresa un desacuerdo crucial sobre las reglas fundamentales que organizan el juego político democrático en la Argentina.
La Cámara de Diputados no está al margen. Sus sesiones se asientan hoy en un frágil acuerdo político de las facciones internas del oficialismo frente a la oposición que reclama el cumplimiento regular del funcionamiento presencial del órgano.
El Congreso de la Nación expone así la existencia de dos interpretaciones contrapuestas sobre los fundamentos del orden político: una que se asienta en la Constitución de 1994 y otra que busca librarse de sus principios fundantes.
La controversia sobre el traslado de los jueces que se encuentra bajo tratamiento en la Corte Suprema, por un lado, y la estabilidad del Procurador General de la Nación, por otro lado, son episodios que se inscriben en un intento de cambio del orden político que lleva más de una década.
Los debates parlamentarios de 2013 sobre la ley de democratización de la justicia y el modo en que fuera sancionada en abril de ese año muestran el antecedente claro de lo que ocurriera en la Cámara de Senadores el pasado agosto al tratarse el proyecto de ley del Ejecutivo sobre la pseudo reforma de la justicia.
Tratamiento exprés en las comisiones, bajada de votos con el consecuente desconocimiento de las minorías parlamentarias y alteraciones sobre la marcha en el pleno de la cámara como moneda de toma y daca que permita llegar a la mayoría reglamentaria.
Estas prácticas operan desde una concepción fáctica acerca del Congreso que se opone a las competencias constitucionales que lo hacen responsable por la decisión legislativa. “El parlamento nacional es un órgano deliberativo del Poder Ejecutivo Nacional”, ha repetido reiteradas veces quien hoy preside el Senado.
Desde esta perspectiva el Congreso no tiene autonomía para modificar ninguna propuesta del Poder Ejecutivo. Solo autoriza los cambios que se acuerdan entre el Presidente y los jefes de bancada de su representación política, quedando así degradado a una escribanía como lo caracterizara Rodolfo Terragno con su envidiable poder de síntesis.
El desconocimiento de la idoneidad y el mérito como valores consagrados por la Constitución Nacional para el acceso a los cargos públicos y su reemplazo por la pertenencia a la coalición gobernante también muestran su persistencia en el credo dominante.
El debate parlamentario del 2013 y el destrato que actualmente recibe la oposición parlamentaria en el Senado muestran a las claras que las minorías son consideradas como un estorbo que sirve a la legitimación de la voluntad propia y no como una expresión reconocida del pluralismo político consagrado en la reforma de 1994.
Existe también una discrepancia sobre el sentido de las mayorías agravadas, una herramienta fundamental para la construcción de consensos. Con respecto a la designación y remoción del Procurador General de la Nacion, siguiendo a la Reforma de 1994, la ley vigente exige dos tercios para proteger derechos y libertades de los habitantes del país.
La fracción dominante en el Senado de la Nación está dispuesta a reducir la exigencia a la mayoría simple. De esta forma no sólo no necesitaría de las minorías, que desprecia, sino que sometería a la institución a sus designios.
Esta concepción plebiscitaria, que crea instituciones que limitan la capacidad de las minorías para controlar y alternar a las autoridades electas, no es nueva en el país.
Muchas provincias argentinas están plagadas de instituciones con rango constitucional o sin él que le garantizan a los gobernadores e intendentes oficialistas la continuidad en sus cargos y fragmentan a las oposiciones con amañados sistemas electorales mixtos que sub representan los territorios electorales de las oposiciones para impedir la alternancia.
Esa fue la finalidad de las reformas electorales y constitucionales provinciales de los noventas y siguen vigentes.
La continuidad en el gobierno ha permitido a las fuerzas políticas dominantes controlar las instituciones de los poderes judiciales provinciales donde las prácticas del nepotismo y del patrimonialismo son recurrentes hace décadas. Así, los ejecutivos se escapan del control republicano sobre sus actos y son habilitados para el abuso frecuente del poder con distintas finalidades.
La Argentina es una unidad federal y es inevitable que las prácticas institucionales provinciales permeen sobre el Congreso de la Nación, tanto en la Cámara de Senadores como en la de Diputados.
La separación de los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli; la intención de remoción del procurador; y la reorganización de la justicia federal con énfasis en los tribunales en que se tramitan las causas que afectan directamente a la Vicepresidenta, su familia y funcionarios de su gobierno son un conjunto de acciones que se inscriben en la creencia que la elección popular exime a los mandatarios de la obligación que el común de los ciudadanos tiene de someterse a la justicia. Se cuestionan así el principio de igualdad ante la ley que nuestro orden jurídico reivindica desde la Asamblea de 1813.
En este contexto de contumaz cuestionamiento al contrato de convivencia que los argentinos juramos en 1994, es que la Corte Suprema de Justicia debe expedirse sobre dos cuestiones trascendentales: el traslado de los jueces y la inconstitucionalidad declarada en 2015 por la Cámara Contencioso Administrativa sobre la reforma al Consejo de la Magistratura realizada en 2006.
El Consejo de la Magistratura que rige los procesos internos de la justicia responde al actual oficialismo, que yendo contra la Constitución, privilegió la dimensión política en su integración al romper el equilibrio entre los diferentes estamentos, eliminó a las segundas minorías en la representación del Congreso y redujo la influencia de la Corte Suprema al sacarla de la Presidencia del Consejo con la clara finalidad de condicionar la administración de sus recursos y su participación en la ejecución del presupuesto.
Los miembros de la Corte Suprema de la Nación encarnan uno de los poderes del estado y tienen a su cargo el control de constitucionalidad. Es a través de esa atribución política que les cabe preservar la democracia representativa consagrada en la reforma constitucional de 1994.
Sabemos que no se necesitan golpes de estado ni revoluciones para destruir la democracia. Las reformas institucionales expresas o implícitas que a través de interpretaciones sesgadas deforman las reglas de juego del orden político para favorecer a alguno de los jugadores, conducen a una lenta pero inexorable derrota de la democracia. La Corte Suprema tiene la palabra.