La noticia del secuestro y asesinato del general Aramburu asombró a todo el mundo. Entre ellos, a Juan Manuel Abal Medina, por entonces la mano derecha de Marcelo Sánchez Sorondo, un veterano nacionalista que animaba el Circulo del Plata. Allí se reunía un grupo de políticos y militares retirados, que preparaban la deposición de Onganía y su reemplazo por Aramburu. Se espantaron al saber que quien había encabezado la audaz operación era Fernando, el joven hermano de Juan Manuel que, discretamente, vendía libros en un rincón del Círculo.
En el vasto y heterogéneo universo peronista, el impacto fue enorme. Beatriz Sarlo nos dejó un testimonio sugerente: su recuerdo de haber festejado alborozadamente la noticia, junto con otros compañeros y amigos peronistas. Agrega que, treinta años después, no se reconocía en aquella mujer. Quizá a Sánchez Sorondo también le extrañó después ese momento en el que “fragoteó” junto a Aramburu.
Las cosas estaban confusas en 1970, pero para los peronistas estaban claras. Aramburu representaba todo lo detestado desde 1955: el robo del cadáver de Evita, la proscripción, los fusilamientos. Su asesinato satisfizo a su vez los deseos de justicia y de venganza. Entre los victimarios, en la elección de la acción fundadora y de la conspicua víctima pesó sobre todo una razón práctica: lograr instalarse rápidamente en el peronismo y en sus conflictos.
Al momento del asesinato, Montoneros era apenas un embrión de organización armada, con tres escuetos núcleos en Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe y algunos contactos en otras provincias. Todos ellos habían nacido a la militancia en el vasto y fragmentado mundo del catolicismo, por entonces sacudido por el vendaval posconciliar.
La formación de Fernando comenzó en la Juventud Estudiantil Católica, una rama de la Acción Católica. Escuchó al padre Carlos Mugica predicando la “opción por los pobres”, una de las vertientes surgidas en el Concilio. También estuvo cerca de J. García Elorrio, que dirigía la revista “Cristianismo y Revolución” e increpaba en público al mismísimo arzobispo Caggiano. Desde 1967, el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo amplió y legitimó el mensaje de Mugica, mientras la imagen de Camilo Torres, cura y guerrillero, les abría la seductora alternativa de la guerrilla.
En las habituales reuniones nacionales de las organizaciones católicas, Abal Medina y sus amigos se vincularon con grupos afines que, como ellos, encontraron en el peronismo el buscado “pueblo de Dios”, y en la acción armada el camino para su redención.
Dentro del peronismo, el éxito de este grupo minúsculo fue instantáneo y contundente. En poco tiempo, ya dialogaban con Perón y emprendían la lucha interna, cuyo blanco era la dirigencia sindical. También ganaron un lugar central en el vasto movimiento social que emergió con el Cordobazo, fusionando los más diversos anhelos sociales de transformación y de refundación.
Allí Montoneros tenía competidores importantes, desde organizaciones armadas guevaristas o trotskistas hasta sindicalistas combativos, grupos estudiantiles o simplemente gente común, como la que protagonizó los Rosariazos, Tucumanazos o Mendozazos.
En ese mundo, unido inicialmente por el común rechazo a la dictadura y el imperialismo, Montoneros planteó una opción distinta, peronismo o antiperonismo, y otro objetivo, la vuelta de Perón. Con esa división de aguas se ganó no solo a los viejos peronistas sino también a la masa juvenil que, buscando a la esquiva “clase obrera”, se estaba sumando al peronismo.
Desde 1971 Montoneros unió a la acción militar clandestina un “frente de masas” legal, sumando grupos organizados en torno de luchas en la fábrica, el campo, el colegio, la universidad, el barrio o la villa. Tentados por la posibilidad de integrar sus luchas en una organización política más amplia, se fueron encuadrando en la Juventud Peronista Regionales, o simplemente JP, aceptando la estrategia fijada por la organización armada.
Para Montoneros, no se trataba solamente de proteger las acciones guerrilleras o nutrirse con nuevos cuadros militares. En 1972, cuando se abrió la perspectiva electoral, la JP ganó la calle. Mostraron entonces una espectacular capacidad de convocatoria, que creció cuando intervinieron en la campaña electoral de 1973.
Su hora más gloriosa fue el 25 de mayo de 1973, cuando a continuación de la asunción de H. J. Cámpora, “el Tío”, una multitud liberó a los presos de la cárcel de Devoto. El poder parecía finalmente al alcance de la mano. Pero poco después, el 20 de junio, las cosas se complicaron, y comenzó su ciclo descendente.
Por entonces, la organización se había ampliado mucho y circulaban otras ideas, sobre todo de matriz marxista. Las diferencias no eran graves, pues la coincidencia en la acción era mucho más importante que los programas de largo plazo, de los cuales Montoneros hablaba con vaguedad.
Pero además, la impronta católica inicial se mantuvo. Se la reconoce por su similitud con la primera versión del catolicismo militante argentino, que floreció en los años 30 y 40. Por entonces, la Iglesia toda se alineaba tras la consigna de “Cristo Rey”: el proyecto de construir el reino de Cristo en la tierra por obra del Estado, la espada y la cruz.
En los años sesenta las cosas habían cambiado; los jóvenes católicos ya no podían confiar ni en los militares ni en los obispos. Pero el anhelo de Cristo encarnado en el mundo para redimir a los pobres, para “liberarlos”, replicaba la vieja idea. El reino de Cristo en la tierra sería construido desde la sociedad misma, desde abajo, luchando contra el Estado y contra la Iglesia jerárquica, bajo la conducción de un nuevo clericato, que empuñaba, como Camilo Torres, la cruz y el fusil.
Salvo esta diferencia, ciertamente grande, se trataba de la idea católica integral de los años 30, con los mismos valores sobre el sentido heroico de la lucha y la glorificación de los muertos en el combate.
En suma, una renovada teología política, que podía dialogar con todos quienes postularan un cambio radical y aceptaran la violencia como medio. En esos términos, Montoneros afirmaba canalizar la legítima “violencia de abajo”, que era respuesta a la sempiterna “violencia de arriba”. Eso justificaba, en sus conciencias, la lucha armada.
Pero vuelvo al comienzo, hace cincuenta años. ¿Alcanzaba para justificar -a los ojos de un católico militante- el asesinato a sangre fría de un hombre? Siempre me pregunté -con la limitada comprensión de un no creyente- cómo los ejecutores podrían vivir con esa flagrante violación del quinto mandamiento.
Una vez se lo pregunté a un distinguido teólogo, que había sido mi alumno. Su respuesta fue lacónica y enigmática: “El catolicismo siempre tuvo algo de sacrificial”. No se refería a lo obvio: el sacrificio personal del católico militante. Creo que hablaba de una víctima sacrificial: el cordero de Dios, que se lleva los pecados del mundo. Una víctima para la que sus asesinos reclamaron “un entierro cristiano”.
Publicado en Los Andes el 31 de mayo de 2020.