No es una novela, pero parece serlo por su escritura. No es un ensayo de historia, pero sus páginas están plagadas de historia de las que otros pensadores se han ocupado también, aunque siempre al margen. Esta es la más apretada síntesis del libro La desaparición de Josef Mengele, de actual éxito en los comentarios bibliográficos y elogios en Francia especialmente, pero que permite tirar de innumerables hilos sueltos para tener una idea cabal del pasado en la Argentina y en el mundo.
El autor es Olivier Guez, escritor y periodista, nacido en 1974 en Estrasburgo (extremo noreste de Francia), estudiante en la London School of Economics y colaborador de importantes medios de comunicación internacionales.
Mengele, personaje siniestro, el llamado “Ángel de la Muerte”, fue el más importante médico del campo de concentración de Auschwitz, que pretendía cumplir un gran servicio selectivo para el Tercer Reich. Diariamente se paraba en la estación de arribo de los trenes que traían a los condenados y separaba a los que serían gaseados y a los que vivirían para colaborar con sus investigaciones siniestras, sus experimentos en personas vivas. Todos actos que obedecían al criterio de que los nazis eran una raza superior y los otros, unos ” degenerados”, unas “cucarachas”, unas “ratas”, términos muy usados por los seguidores de Hitler, pero que aún los dictadores en el mundo los siguen utilizando despectivamente con sus enemigos.
Escapó con vida de las bombas rusas y al final de la Segunda Guerra Mundial fue apresado por los norteamericanos sin padecer las sesiones de “desnazificación” como pasó con otros centenares de miles. Logró escapar de sus carceleros y se refugió, siempre ayudado por su familia, de poderosa riqueza, en algunas granjas ocultas en el inmenso territorio alemán poco visitado e inspeccionado por los aliados victoriosos. Fue en Baviera donde encontró reposo, no muy lejos de Günzburg, su ciudad natal.
Esas, las granjas, limpiando la bosta de las vacas y clavando postes, será el destino compartido por los grandes jerarcas que lograron engañar a norteamericanos e ingleses. Nadie lo puede reconocer porque se negó a dejarse tatuar un número como lo hacían con los integrantes de las SS. No tuvieron igual suerte los detenidos por los rusos que trataron de lavarles la cabeza, ideológicamente hablando, y los devolvieron (a los vivos, porque los muertos fueron muchos) a sus hogares en Alemania recién en 1953-1955.
Entonces, en medio del escape llevaba documentos a nombre de Fritz Ullman. Pero cuando bajó del barco North King que venía de Génova y atracó en Buenos Aires lo hizo como Helmut Gregor. Mostró un documento de viaje de la Cruz Roja Internacional, una autorización de desembarco y un visado de entrada, católico, mecánico de profesión. Logró subir a ese barco con la ayuda de los sacerdotes croatas y funcionarios argentinos corruptos que organizaban la ruta de escape llamada “Operación Odessa” y que bien relata el periodista argentino Uki Goñi.
Llegó con un maletín que, además de ropa, traía un bolso con instrumentos de medicina. Le habían facilitado dos contactos en la gran ciudad del sur del continente americano: un tal Malbranc, con dirección en el Gran Buenos Aires (zona norte) y Friedrich Schlottmann, hombre de negocios alemán, dueño de una empresa textil que había financiado el escape de aviadores e ingenieros y les había dado trabajo.
Gregor-Mengele ingresó a la planta y cepilló la lana que llegaba a diario de la Patagonia. Sufrió. Su ego estaba destrozado. Pensó cómo un hijo de buena familia, con doctorados en antropología y medicina frota, fricciona tonsuras de corderos, diez horas al día. Pero se hizo tiempo para viajar en tranvía, en subterráneo, en colectivos para recorrer los distintos barrios de Buenos Aires. Cambiaba de acera cuando se aproximan grupos de judíos. Siempre tendría el pánico de ser reconocido por alguna de sus víctimas.
No se sintió desarraigado. Argentina, en pleno boom del final de la primera mitad de los años cuarenta, era el país más desarrollado de Latinoamérica. Siguió por los diarios, con su magro conocimiento del castellano, el romance de Juan Perón y Evita, su llegada al poder con el apoyo de la Iglesia, los militares, los nacionalistas de pensamiento fascista y los trabajadores que ampliarán sindicatos.
Gregor, empero, solo pensaba en salvar el pellejo. A mediados de septiembre de 1949 obtuvo una tarjeta de residencia y consiguió un empleo de carpintero de obra en la zona de Vicente López. Estaba cansado de buscar a Malbranc. Pasó por un kiosko y compró la revista antisemita de “Los Nostálgicos de la Orden Negra”, eufórica en su contenido como si el Tercer Reich no se hubiera venido abajo. Se animó a hacer contacto con otros nazis.
El seguimiento de la revista le permitió llegar a la editorial Dürer, en el 542 de Sarmiento, que publicaba el periódico en alemán Der Weg. Su director era Eberhard Fritsch, que había fundado Dürer para ayudar a soldados nazis como Gregor. Se sabía que, siendo neutral durante el conflicto, Argentina sería la tabla de salvación de los grandes y pequeños jerarcas del régimen en derrota. Los alemanes blanquearon millones de dólares aquí, que también ofició de cuartel general de espionaje.
Fritsch había sido uno de los organizadores del gran acto de la comunidad alemana en el Luna Park, en 1938, cuando se apropió de Austria. En ese acto participaron escolares y adolescentes de colegios alemanes. La mayoría de esos institutos eran pro-nazis. Sólo se excluía la escuela Pestalozzi, fundada por dos conocidos antinazis: Hirsch (mandamás en Bunge y Born) y el padre de los después conocidos hermanos Alemann (Juan y Roberto), que actuarían en funciones de gobierno hasta la década del ochenta. Alemann imprimía el único periódico liberal en idioma alemán.
En Dürer se tropezó con Josef Schwammberger, quien dirigió campos de trabajos forzados y varios guetos en Polonia. Y con Reinhard Kopps, ex agente de los servicios secretos de los jerarcas nazis en los Balcanes. Y se hizo amigo del redactor estrella, el holandés Willem Sassen.
Con el tiempo Sassen le presentaría al coronel Hans Ulrich Rudel, as de la Luftwaffe, el piloto de combate más condecorado de la historia alemana. Y a través de Rudel podrá conocer al presidente Perón, quien otorgó amnistía a todos los fugados que entraron al país con identidad falsa. Al final de los años cuarenta Buenos Aires se había convertido en la capital del Orden Negro derrotado. Se cruzaban nazis con ustachas croatas, ultranacionalistas serbios de extrema derecha, fascistas italianos, cruces flechadas húngaros, vichyistas franceses, torturadores y aventureros.
Lo invitaron a una fiesta y allí estaban presentes Ante Pavelic, el líder ustacha croata rodeado de guardias, Simón Sabiani, ex-alcalde de Marsella, Vittorio Mussolini (el segundo hijo del Duce), Eduard Roschmann, llamado “El Carnicero de Riga”, el físico Ronald Richter (que defraudará a Perón en su fantasía de lograr el manejo de la actividad nuclear) y a quien buscaba desde Europa, Gerard Malbranc, un ex-espía y traficante de armas que se convirtió en su principal anfitrión.
En la casa de Malbranc confluyeron Ludolf von Alvensleben, condenado a muerte en Polonia, ex secretario de Himmler, y Konstantin von Neurath, hijo del ex ministro de Asuntos Exteriores de Hitler. Como se ve, Gregor había encontrado su camino en el laberinto porteño.
El contacto preferido de Gregor-Mengele era el aviador Rudel, condecorado varias veces, a quien le tuvieron que amputar una pierna. Rudel era consejero de Perón, quien dirigió el primer caza a reacción de Sudamérica, el Pulqui, junto con el diseñador Kurt Tank. Con gran libertad de movimientos Rudel viajaba a Europa y participaba en la evasión de criminales alemanes.
Gregor-Mengele se emancipó, su familia industrial rica lo siguió alimentando con grandes giros de dinero y exploraría los gigantescos mercados de maquinaria agrícola de América del Sur. Rudel lo alentó y lo llevó en avión privado a Paraguay, que albergaba colonias de granjeros alemanes. Pero por iniciativa del círculo de Rudel también regresa a la medicina como “abortero” de las mujeres jóvenes de la alta burguesía porteña.
En 1950 participó de cierta euforia entre los fascistas porteños que esperan, igual que Perón, que se desatara la Tercera Guerra Mundial con el pretexto de enfrentamiento de Estados Unidos con los comunistas de Corea del Norte y China. Una chance que fracasará. Perón había gastado fortunas en comprar desechos de la Segunda Guerra Mundial, apostando al tercer gran conflicto del siglo y ese sueño se evaporó.
Ya instalado y con confianza, Gregor asistió a conciertos en el Teatro Colón y con sus camaradas también a los cabarets frecuentado por actrices. A veces, en determinados círculos usaba su apellido verdadero sin llamar la atención: él es el doctor Josef Mengele. Por su lado, Rudel le presentó a nuevos invitados: Wilfred von Oven, antiguo colaborador de Goebbels y a otro aviador, Otto Skorzeny, quien había rescatado a Mussolini de la cárcel, tras su caída en una maniobra digna de película hollywoodense. Skorzeny se había reconvertido en traficante de armas. Gregor odiaba las multitudes, a los nativos del país, pero hizo uso de las prostitutas con la obligación de que no lo acaricien ni le toquen la piel.
Todo su grupo de pertenencia ambicionaba reconquistar Alemania, odiaban a Konrad Adenauer, no creían en la democracia “impuesta” por los aliados, siguieron cumpliendo con los encuentros con otros nazis y recordaban fechas y aniversarios patrióticos. No fueron hombres pasivos. Se sintieron protegidos. Pretendían crear una plataforma política en Alemania, el Partido Socialista del Reich, con Rudel como candidato. En las elecciones germanas de 1953 el Partido fue borrado del mapa para siempre. El sueño de los nazis en la Argentina fue aniquilado por el voto popular.
Gregor compró un piso, la segunda planta del 431 de la calle Tacuarí y recibía la visita de sus parientes que llegan para alabarlo y acompañarlo en sus intentos empresariales. En Paraguay, gobernado por Stroessner, consiguió y cuidó a innumerables contactos ligados a la Casa de Gobierno. Gregor gozaba de buena reputación entre la comunidad alemana de Buenos Aires. Considerado de gran talla intelectual, las mujeres lo alababan por su cortesía. Le presentaron a Ricardo Klement, el apellido que tapaba el real, Adolf Eichmann. Gregor lo subestimaba, lo despreciaba.
En 1953, a través de sus amigos, obtuvo el pasaporte argentino y viajó con destino a Alemania a visitar a sus parientes, en Günzburg. Al regresar presenció la derrota de Perón tras los golpes militares. A partir de 1955, desaparecido el Líder, los nazis comenzaron a inquietarse. El nombre de Gregor-Mengele ya figuraba en la lista de criminales de guerra buscados. Hay en el mundo quienes querían pagar para conseguirlo vivo. Se mudó a una casona, en el número 970 de Virrey Vértiz, en Olivos.
En 1956, Fritz Bauer, fiscal general de Hesse, emitió una orden de detención de Adolf Eichmann, “dondequiera se encuentre”. Poco a poco, por esos años el mundo descubrió el exterminio de los judíos en Europa. Aparecieron libros, artículos periodísticos, películas y documentos dedicados al Holocausto. El círculo Dürer desmintió la campaña: aseguraban que solo murieron 65 mil judíos. Le ofrecen a Eichmann manifestarse acerca de la “solución final”: un libro que editaría Dürer. A Eichmann le encantó la idea. El periodista Saseen comenzó a grabar sus memorias en abril de 1957, rodeado de acólitos. Mengele no tenía ganas de oir nada de alguien que desprecia. No asistió a sus confesiones. Otros nazis también opusieron resistencia a que se divulgaran las obras de Eichmann.
El 25 de julio de 1958, en Nueva Helvecia, Uruguay, se casó con Martha, su cuñada que había quedado viuda de su hermano menor, y pasaron la luna de miel en el hotel Llao-Llao en Bariloche. En Alemania le seguían los pasos. Conocían todos los detalles. Mengele se desprendió de todo, incluso de su mujer, y se instaló en Asunción del Paraguay. Lo protegieron otros nazis que ya estaban instalados allí. Pero no solo lo perseguían los fantasmas sino también los buscadores de nazis. Paraguay, que rechazaba la extradición de cualquiera de sus ciudadanos, le otorgó en 1959 la ciudadanía, pero igualmente Mengele no se sentía seguro. Vivía en Hohenau, una de las históricas aldeas alemanas. Bonn pidió su extradición a la Argentina. Murió su padre, Eichmann fue localizado en Buenos Aires y trasladado a Israel para su juzgamiento. A la acción el Mossad le otorga un nombre: “Operación Atila”.
Alemania ofrecía 20 mil marcos de recompensa por su cabeza y Mengele comenzaba a temblar. Rudel le abrió las puertas del escape, viajó a Brasil, donde otros nazis le encontraron un sitio secreto. Comenzó a enfermarse. Pasó años deambulando de choza en choza, fingiendo siempre, cambiando su apellido, haciéndose pasar como especialista suizo en cría de ganado. La policía brasileña estuvo a punto de capturarlo pero alcanzó a huir al Matto Grosso, donde tuvo que convivir en una tribu de indios.
El Mossad siguió buscándolo, sin suerte. Pero tenía otras prioridades. Egipto amenazaba a Israel con armamento atómico preparado por científicos alemanes. Esta tensión y tarea de alto espionaje culminaría con la Guerra de los Seis Días, en 1966. La captura de Mengele pasó segundo plano, prácticamente su carpeta fue cajoneada.
Mengele convivió con nombre ficticio con un matrimonio que era dueño de un predio rural en el estado de San Pablo durante largos años. Entró en pánico tras el ajusticiamiento de Eichmann. Fue en ese lugar donde comenzó a sentirse viejo, se enfermaba seguido del estómago, le dolían los huesos y las articulaciones. Entró en una profunda depresión. La convivencia terminó mal. Otros contactos nazis lo trasladan de escondite en escondite. Saltaba de fazenda en fazenda. Tiranizaba a los trabajadores rurales “del doctor veterinario” que es él, precisamente. Alemania le retiró sus títulos universitarios.
En febrero de 1965, en un baúl, en Montevideo, apareció el cadáver de Herberts Cukurs, apodado “el Verdugo de Riga”, el “Eichmann letón”, asesinado por un comando del Mossad. Mengele redobló la vigilancia, se rodeaba de perros agresivos, espiaba la campiña desde una atalaya, reforzó la seguridad de sus intercambios epistolares con Alemania, que lo iban siguiendo desde lejos, aunque sin mucha convicción. Sabía que Simón Wiesenthal, “el justiciero solitario”, desde Viena, podía ubicarlo. Así que no le quedó otra alternativa que seguir huyendo porque se enteró que iban apresando a nazis que fueron sus contactos y los llevaban a Europa para que se enfrentaran con la verdad en los Tribunales. La mayoría terminará ajusticiada.
En su sesenta cumpleaños le dolió el vientre y sufrió molestos calambres. Padecía cólicos. Ayunaba pero nada surtía efecto. Lo trasladaron a un hospital con un nombre falso y lo operaron de una obstrucción intestinal. En el otoño de 1975, ante la dificultad de conseguir nueva identificación, se trasladó, con ayuda, a la ciudad de San Pablo. Lo ganó la melancolía, ya instalado en un barrio marginal. Lo rondó la demencia. El 7 de febrero de 1979 se despertó exhausto y bañado en sudor, temblaba de pies a cabeza porque presentía que llega el final de su viaje sin identidad propia. Llegó a la casa de verano de un contacto. Estaba en una playa. Decidió entrar al mar para refrescarse. Pero murió en el agua, en medio de estertores. Fue enterrado en la localidad de Embú. Pasado un largo tiempo sus huesos fueron legados a la medicina brasileña en marzo de 2016.
Siempre oculto, desconfiando de todos, sus únicos años de gloria fueron transitados en Buenos Aires. Después de 1955, comenzó una fuga interminable. Saltó de zozobra en zozobra. Viviendo a través de la mentira. Su cuerpo pagó con sufrimientos por su angustia persecutoria. Era una presa indispensable para mostrar a un delincuente, a un asesino masivo, al servicio de la causa nazi.
Publicado en Infobae el 18 de marzo de 2019.
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