Turquía es una maravilla por momentos siniestra y en simultáneo luminosa, aunque siempre compleja, Para entender a Recep Tayyip Erdogan, el autócrata que gobierna con mano de hierro desde Ankara, habría que leer a Orham Pamuk, el gran escritor y premio Nobel, que es demasiado altanero (cuentan los que lo conocen personalmente) pero admirablemente poético para describir ese país y, también, esa ciudad insondable y poderosa: Estambul.
Erdogan nació en 1954 en Kasimpasa, un barrio popular de Estambul. Es un dato clave como en toda biografía. Los barrios periféricos de esa urbe que une dos continentes, son laberínticos y resentidos. Estambul tiene una aristocracia que se aglutina en las orillas de Bósforo, con castillos y palacios de apabullante belleza, ahora, más bien, decadentes y descascarados. Pero cuando nació el líder, la distancia entre la elite y los demás era muy profunda.
Turquía era laica, o mejor dicho: laica desde el punto de vista político. La Revolución de Kemal Ataturk, el padre de todos los turcos contemporáneos, fundó en 1922 un Estado distante del Islam. El laicismo era custodiado por las Fuerzas Armadas, siempre en el poder o en las tangentes pegadas al poder.
El propio Erdogan era más bien laico, y era más bien democrático aunque nunca del todo. Cuando en 2007 un nacionalista fanático, acribilló al periodista Hrant Dink de origen Armenio en Estambul, Erdogan dijo que ese había sido un balazo contra todos los turcos. Por las calles de la ciudad manifestaron más de un millón de personas contra el crimen.
Pero todo cambió. La geopolítica, y la ubicación caliente y bifronte de Turquía determinaron un giro copernicano. El país siempre miró con un ojo amigo a Occidente y a EE.UU y con otro ojo al Medio Oriente, que lo atrapa entre el Islam y la ardua religiosidad por momentos yihadista de la región.
Todas son fronteras calientes: limita con Siria, Irak, Irán, con Azerbaiyán, con Bulgaria, con Georgia y con Grecia, con quien disputa en Chipre, esa isla mitad helénica y mitad otomana.
Está demasiado cerca de Rusia, otro “aliado” que es enemigo íntimo por momentos.
En Ankara, la capital, empezaron a construirse más y más mezquitas, y en Estambul también, cada vez más ostentosas. Se ven más mujeres con burka o velos negros, pero los laicos, en minoría, no terminan de rendirse y protestan, aunque lo hagan cuchicheando, porque el régimen se vuelve exponencialmente policíaco.
El mayor enemigo de todos es el PKK, el partido de los Trabajadores del Kurdistán. Terroristas abominables según Ankara. Luchadores libertarios según otra óptica. Los kurdos fueron quienes con mayor enjundia y valentía enfrentaron al ISIS en Siria. Pero Turquía bombardea a los kurdos que viven en el norte de Siria. Es muy complejo el ajedrez turco.
Pero hay algunos datos palpables. Erdogan decidió islamizarse. Y lanzarse a la vez a una guerra abierta contra los kurdos e indirecta contra el régimen sirio de Bashar al Assad, lo que le trajo dolores de cabeza fuertes nada menos que con Vladimir Putin. Y también el recelo de sus históricos aliados en Occidente que temen un viraje todavía mayor hacia el fundamentalismo.
Dicho sea de paso: en Turquía, por supuesto, es mejor no decir que el genocidio armenio fue un genocidio. La doctrina oficial afirma que los cristianos ortodoxos del norte cayeron en una guerra abierta. No fue así, masacraron a un millón y medios de mujeres, chicos y hombres indefensos con crueldad inédita hasta ese entonces, en 1915. Pero el negacionismo es ley y Erdogan refuerza esa doctrina.
Lo curioso es que el caudillo neo ultraislamista es popular en Turquía. A pesar de todo, a pesar de la debacle de la economía y de la caída de la Lira Turca, y de su autoritarismo. Algo detectó el autócrata en la tradición que quizás arraiga en el imperio Otomano, donde el mejor gobernante era el más autoritario.
Erdogan persigue ahora a los periodistas y a todos los disidentes. La democracia se esfuma, pero a la mayoría de los turcos no parece perturbarlos demasiado. Al contrario, un episodio espantoso para apuntalar aún más su poderío. El asesinato premeditado del periodista saudí, columnista del Washington Post, Jamal Kashoggi, en el consulado de Arabia Saudita en Estambul, situó a Erdogan en árbitro de una disputa global de poder. Kashoggi fue blanco, según todo indica, de una vendetta organizada por Mohamed Bin Salman, el príncipe heredero saudí. Lo asfixiaron y descuartizaron en un santiamén del demonio adentro del consulado cuando iba a buscar documentos personales para casarse con su novia. Es un espacio diplomático y por lo tanto ajeno al control legal de los turcos, pero fácticamente fue un atentado tramado en tierra turca. Ahora Erdogan tiene a los saudíes y a Donald Trump pendientes de su arbitrio. Trump y Arabia Saudita son aliados imposibles pero de hierro. Por ahora al menos. Los saudíes no solo tienen el petróleo que Trump necesita, esencialmente operan como gendarmes frente al expansionismo iraní. Teherán y Ryad se enfrentan de manera enredada pero a los bombazos en Yemen. Todo es un infierno inextricable a la mirada occidental. Pero Erdogan posee ahora la fuerza de un juez contra la intromisión saudita en su territorio, y puede agenciar simpatías -impensadas antes- en la reunión del G20, ahora, aquí en Buenos Aires.
El hierático jefe de Estado era un vendedor de roscas de sésamo en las calles. Conoce al pueblo. Palpa como tantos dictadores los viejos rencores de los marginados y los intereses de los oligarcas que todavía existen en el país.
Sabe que la belleza de la Mezquita Azul, o de Santa Sofía, atraen a los turistas pero sobre todo, potencian la devoción de los creyentes que descalzos entran en toda Turquía cada vez con mayor gratitud hacia Alá en todas los templos, en los antiguos y en los nuevos. Y Erdogan sabe perfectamente que la religión siempre ayuda cuando un caudillo pretende más poder.
Y él tiene cada vez más poder.
Con la ayuda de Alá.