Hermenegildo “Menchi” Sábat, el mejor caricaturista político de la Argentina, murió ayer en Buenos Aires a los 85 años. Durante más de cuatro décadas editorializó las noticias en Clarín con sus dibujos. Sus caricaturas no tenían la gracia redonda de un humorista gráfico, más bien era un “tragedista gráfico”. El humor estaba corrido en sus dibujos, en parte por su técnica, en parte por sus líneas deformantes y sus proporciones perturbadoras. El humor, en su caso, era la parodia que de por sí implica la caricatura, pero por fuera de eso, todo era arte y silencio: nunca usó viñetas. Y el acierto, más allá de la belleza que esparcía la pericia coordinada de su mano y de sus ojos en ese adueñamiento expresionista de lo figurativo, estaba en el uso de sus simbolismos, esos destellos de opinión, sutileza, libertad y misterio que tantos periodistas y columnistas le habrán envidiado. La silla presidencial como salvavidas de Menem, el sello del león, el taco roto del zapato de Cristina Kirchner, el bandoneón de Pichuco, el whiscacho de Galtieri, los próceres de los dólares, los retratos bifaciales, la señorita Justicia con la venda floja y la sonrisa de Gardel que cada día sonreía mejor si su sonrisa se la hacía Sábat.
Nacido en Uruguay, tanto su abuelo como su padre fueron dibujantes y trabajaron en medios. Su abuelo lo hizo en Caras y Caretas. Desde sus inicios, su inteligencia y su talento le abrieron paso para ver el gran mundo de una forma inimaginable para cualquier joven en la década del 40 y para cualquier dibujante del siglo XXI. Cuentan quienes lo conocieron esta anécdota: en Montevideo, en la década del 50 llegó a dar una conferencia Al Hirschfeld, caricaturista estrella del New York Times que retrataba a las personalidades de Broadway en aquella época. Menchi Sábat acudió a esa conferencia, para él imperdible e impensada, que había organizado la embajada de Estados Unidos en Uruguay, Había muy poca gente, porque lógicamente, la escala de alcance de público e interés era demasiado acotada. La exposición se convirtió en un diálogo muy interesante entre Hirschfeld y Sábat. El dibujante norteamericano finalmente le preguntó: “¿Usted qué hace?”. “Yo dibujo”, le contestó Sábat. Pasaron unos meses y a Menchi le llega a su domicilio una invitación de la Embajada de Estados Unidos con una beca de estudio en una escuela de arte durante cinco meses en Estados Unidos. Durante el viaje es que pasó una temporada en el mismo departamento de Al Hirschfeld, en pleno Manhattan, frente al Central Park. Eso, para un “botija” como él, fue la gloria. En ese ambiente vivió veladas nocturnas con genios del cine y la literatura como Orson Welles o Truman Capote. Una mañana se quedó solo en el departamento porque Al tenía que trabajar, o ir a hacer sus cosas. De pronto, tocaron el timbre del departamento, el joven Sábat abrió la puerta y vio que en el palier esperaba una fascinante mucama muy parecida a Marlene Dietrich con una niña agarrada de la mano, pero no, era Marlene Dietrich y estaba vestida de mucama. La gran diva venía a buscar a Al, para llevar a su nietita a dar un paseo por el parque y su estrategia para anonimizarse en las calles de Nueva York era el uniforme de niñera.
Otra anécdota que cuenta Luis Quevedo, editor del libro Pichuco de Sábat, en Eudeba, es que cuando lanzan el libro, Menchi le regala el original de la tapa con un fantástico dibujo de Pichuco pero no lo firma. Quevedo le pide si se lo puede firmar. Menchi accede y mientras está firmando le cuenta: “Un amigo mío, una vez, vio en mi escritorio, un dibujo que le agradó, y me dijo ‘me lo llevo’. Cuando estaba saliendo agregó: ‘No te preocupes que te voy a compensar’. Pasó mucho tiempo y el amigo no llamó nunca más. Me preocupé doblemente: había perdido el dibujo y a un amigo. Un tiempo más adelante, mi amigo me llama y me dice: ‘Ya encontré la compensación’ y me cita en la Asociación Argentina de Ajedrez. (N. de la R. Sábat era un gran aficionado al ajedrez)”. En la Asociación su amigo lo esperaba en un acto formal junto a otros amigos ajedrecistas y le entregó la compensación prometida: una copia original de la partida entre el maestro cubano, un hipermoderno del ajedrez, José Capablanca y Marcel Duchamp, el gran pintor dadaísta. Así, Sábat, más allá de su generosidad, le quiso decir a Quevedo, mirá que ésto que te firmo no es cualquier cosa.
Fue multipremiado y reconocido mundialmente Era el presidente de la Academia Nacional de Periodismo sin haber escrito una palabra jamás en un diario.
Sábat era democrático, los disparos de sangre, los blancos de sus dibujos nos dan esa noción. Su vida honrada nos da la certeza.
Ayer se selló la historia argentina según Sábat, una historia diaria y combinacional de la minucia, injusticias, basura, rivalidad y tragedia, de alta y baja política, de viejas glorias. La idea de poder leer nuestra historia reciente tomando las ilustraciones de Sábat en Clarín de forma cronológica, en una secuencia diacrónica pelada del articulismo y del panorama, es una idea atractiva para los que ya no sabemos qué pensar. Mirar solamente sus dibujos nos puede dar la cifra del equívoco, la cifra del absurdo, el volumen exacto de la carcajada y el alivio de que el estilismo con el que Sábat intuyó el sentido inabarcable de cada día en este país nos sople en la cara.