miércoles 27 de agosto de 2025
spot_img

Radicalismo: Política, territorialidad y futuro

El radicalismo es un partido con más de un siglo de historia, forjado en la lucha por la democracia, los derechos políticos y las libertades civiles. Pero su historia no es lineal ni homogénea. Ha estado marcado por liderazgos muy distintos entre sí, por momentos de fuerte protagonismo nacional y otros de repliegue, por avances y retrocesos, por gestiones destacadas y por etapas de desencuentro con la sociedad. Esa complejidad no es una debilidad: es, en realidad, una de sus mayores riquezas.

En su origen, el radicalismo fue una fuerza profundamente transformadora. Yrigoyen y el radicalismo del pueblo marcaron una ruptura con el orden conservador, ampliaron la participación política, apostaron a la democratización del poder y defendieron con firmeza el interés nacional frente a los privilegios económicos y el poder extranjero. Aquel radicalismo no era “de izquierda” ni “progresista” en los términos actuales, pero sí representaba una opción popular, nacional, ética y profundamente reformista. El partido supo interpretar las demandas de una nueva ciudadanía, con un discurso que hablaba de reparación, de soberanía y de justicia, no de ajuste ni de equilibrio fiscal.

Con el tiempo, distintos liderazgos dentro del partido fueron expresando visiones alternativas. El alvearismo apostó a una lógica más institucionalista, liberal, con mayor cercanía a los sectores acomodados. Arturo Illia, en la década del 60, mostró que se podía gobernar con honestidad, austeridad y compromiso social, incluso en minoría parlamentaria y con presiones constantes. Luego vendría Raúl Alfonsín, probablemente el último gran liderazgo popular del radicalismo a nivel nacional. Alfonsín encarnó la reconstrucción democrática tras la dictadura, devolvió la política a la sociedad, priorizó el respeto por los derechos humanos, el juicio a las Juntas, el diálogo social y una ética pública que aún hoy es ejemplo.

Pero también hay que decirlo con claridad: estos líderes pertenecen al pasado. Su legado es valioso y servirán para recordar lo que hemos hecho bien, pero eso no nos alcanza para enfrentar los problemas actuales. Alfonsín fue necesario para cerrar la etapa oscura de nuestra historia, pero no podemos seguir explicando el presente —ni mucho menos planificando el futuro— solo desde su figura. Si queremos construir un radicalismo vivo, con vocación de poder, debemos dejar de mirar al bronce y volver a mirar al pueblo. Los problemas de hoy no se resuelven con discursos de 1983.

Tenemos que recuperar la idea de que el radicalismo puede ser mucho más que un recuerdo o una expresión testimonial. Que puede volver a ser un instrumento de transformación. Para eso, hace falta construir una nueva lógica radical, que reconozca nuestra historia, pero que no quede atrapada en ella. Una lógica que vuelva a poner en el centro el proyecto de país, no solo la defensa institucional. Una lógica que piense el desarrollo con inclusión, con soberanía, con Estado, con justicia social. No desde una mirada nostálgica, ni desde la comodidad de la moderación sin contenido, sino desde la convicción profunda de que el país no se arregla solo, ni con slogans, ni con tecnócratas, ni con odio.

Y aquí es donde aparece un elemento clave que hoy, desde el radicalismo, no estamos sabiendo aprovechar: nuestras gestiones territoriales ya expresan muchas de las cosas que la sociedad demanda, sin necesidad de discursos violentos ni de fórmulas mágicas. Los gobernadores radicales, los intendentes radicales, ya están haciendo buena política, sin déficit, sin corrupción, sin clientelismo. Gobernamos provincias que tienen las cuentas ordenadas, que pagan sueldos a tiempo, que invierten en obra pública, que sostienen los sistemas de salud y educación, que promueven el desarrollo local, que cuidan a las juventudes, que apuestan a la innovación y que, a pesar de las dificultades, siguen dialogando con todos los sectores.

Mientras el gobierno nacional ataca al Estado, recorta jubilaciones, paraliza obras y desprecia lo público, los radicalismos que gobiernan administran con eficiencia y compromiso. No hacen marketing de la austeridad, pero tampoco funden a sus provincias. No insultan, pero tampoco se arrodillan. No dinamitan nada, pero reforman todo lo que hace falta, con seriedad y con planificación. Esa es una diferencia central: nosotros ya demostramos que se puede ordenar el Estado sin destruirlo, que se puede cuidar el presupuesto sin ajustar a los que menos tienen. Eso también es parte del radicalismo.

El problema no es que no tengamos gestión. El problema es que muchas veces no sabemos convertirla en relato, en identidad, en bandera. Hemos dejado que otros se apropien del discurso del cambio, de la rebeldía, de la eficiencia, de la racionalidad. Y lo más preocupante es que lo hacen con discursos de odio, con desprecio por la democracia y con una ignorancia alarmante sobre la historia argentina. Frente a eso, el radicalismo no puede seguir siendo tibio. Tiene que recuperar la voz. Tiene que recuperar el orgullo.

Tenemos que volver a decir con claridad qué país queremos. No solo qué cosas nos molestan del actual. Volver a hablar de un proyecto. De soberanía energética. De federalismo real. De salud pública y ciencia nacional. De producción con valor agregado. De igualdad territorial. De educación como motor del desarrollo. De una juventud con esperanza. De un Estado que no sea botín, pero que tampoco sea enemigo. Y para eso, el radicalismo tiene que dejar de definirse por oposición. No somos “no peronistas”, ni “no libertarios”, ni “no kirchneristas”. Somos radicales. Y tenemos una historia, una ética y una idea de país que vale la pena defender y actualizar.

No nos sirve ser la pata republicana de otros. No nos sirve solo resistir. El radicalismo tiene que volver a enamorar. Tiene que volver a decir con fuerza que hay otro camino. Que no todo está perdido. Que se puede gobernar bien, con sensibilidad, con equilibrio, con diálogo, con firmeza, sin gritar, sin insultar, sin destruir. Y que eso ya lo estamos haciendo en muchos lugares, todos los días, aunque a veces no lo digamos con la potencia que deberíamos.

Este es el momento de recuperar la convicción. De mirar al país, no al espejo. De dejar de pedir permiso para existir. De construir una alternativa nacional desde nuestras ideas, nuestras gestiones y nuestra militancia.

No alcanza con emocionarse con la historia. Hay que soñar con hacer historia de nuevo.

spot_img
spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

David Pandolfi

Franja Morada: Vigencia 58 años después

Quimey Lillo

Los libros que sentimos vs. los libros que nos quieren enseñar a sentir

Lucas Luchilo

Trump: más que una política migratoria