Recientemente, una Jueza del Trabajo dictó una medida cautelar (provisoria en tanto se dirime el fondo de la cuestión) contra la aplicación de un decreto de necesidad y urgencia (DNU 340/2025) que podría afectar derechos laborales del personal embarcado.
Evidentemente molesto con esta decisión de la Justicia, hace unos pocos días, el ministro de Desregulación y Transformación del Estado, Federico Sturzenegger, afirmó que “El sistema judicial es interesante. Resulta ser el último reducto de la casta. O sea, vos tenés privilegios que vas sacando [se refería a él mismo]. A veces los sacás con un decreto simple, no estoy hablando de un DNU [no era el caso]. Y el sector privado se siente afectado en su derecho, entonces va, listo, pide una cautelar [en los tribunales] y saca una cautelar”.
Con tono de amenaza continuó: “Por eso estoy estudiando qué ha hecho la Revolución Francesa con el sistema judicial. Porque imagínense que la Revolución Francesa cuando llegó tenían (sic) un sistema judicial que a los nobles los trataba diferente [que] a la gente común”. Y culminó sentenciando: “Vamos a ver de avanzar sin usar todos los métodos de la Revolución Francesa”, en obvia alusión a que no recurría a la guillotina. Muy considerado.
Lo que es realmente interesante es lo que afirmó el Ministro, porque el sistema político que imagina y que subyace a su velada amenaza, lejos de parecerse al impuesto por los revolucionarios franceses de 1789, se asemeja más al del poder despótico del antiguo régimen monárquico absolutista que justamente esos revolucionarios demolieron. O al poder absoluto y sangriento que los revolucionarios franceses ejercieron a partir de 1792 con Robespierre durante el Reinado del Terror.
A favor de lo afirmado por el Ministro, es correcto que la Constitución del 3 de septiembre de 1791, producto de la primera etapa de la Revolución Francesa, sostenía que no existiría otra fuente de legitimidad que la surgida de la ley decidida por el Parlamento (más no el Poder Ejecutivo). Esa norma también establecía que no habría otro titular del poder soberano que la “nación” misma, término un tanto indeterminado que sería la causa de graves problemas.
Respecto del Poder Judicial, aquella Constitución, en el Capítulo V del Libro III, lo llama por primera vez “Poder”, aunque lo consideraba jerárquicamente por debajo de la Asamblea Legislativa y veía a los jueces como meros aplicadores de la voluntad popular.
Éstos, electos y con mandatos temporales, no podrían suspender la ejecución de las leyes decididas por el Parlamento. Si hubiera diferencias respecto de cómo interpretar una ley, en lugar de decidirse la cuestión en los tribunales, éstas serían dirimidas por el Poder Legislativo (la Asamblea) por la vía del llamado référe legislatif.
Esta visión del Poder Judicial como un órgano sometido a la voluntad popular se asemeja a la que parece haber tenido en mente el presidente López Obrador en México cuando en 2024, aprovechando su enorme popularidad y muy molesto con los jueces que bloqueaban muchas de sus decisiones por considerarlas inconstitucionales, reformó la Constitución estableciendo un nuevo sistema de elección popular de todos los magistrados del país, incluida la Suprema Corte, pulverizando el control judicial sobre el poder político.
Una verdadera catástrofe institucional. En este sentido, el populismo de izquierda mexicano se hermana en su ambición por controlar a los jueces con el populismo de Orban en Hungría, de Bukele en El Salvador o de Erdogan en Turquía, por nombrar solo tres de los exponentes de la nueva extrema derecha global, siendo los dos primeros, y no sorprende, muy cercanos al gobierno argentino.
Durante el gobierno de la Convención Nacional, entre 1792 y 1795, conocido como el “Reinado del Terror”, ésta no suprimió la Justicia ordinaria, pero creó una serie de órganos que administraban lo que se llamó “justicia revolucionaria”, sumaria, expeditiva y de instancia única, dominada políticamente y, según el académico español Perfecto Andrés Ibañez, “una auténtica máquina de condenar”.
Este mismo autor señala que fue en este período que se emitió el decreto del 17 de septiembre de 1793, llamado la “ley de los sospechosos”, que tenía por objeto “aligerar las formas” (el desprecio por éstas últimas quizá suene familiar a cierto discurso oficial local).
Resulta interesante también que el Ministro prefiere verse en el espejo de la Revolución Francesa de 1789 y no en el de la Constitución de los Estados Unidos de 1787, que fue la que inspiró a nuestro propio régimen constitucional de 1853 y que defendió Juan B. Alberdi, uno de los héroes del Presidente.
Preocupa, en suma, que detrás de las declaraciones del Ministro haya, o bien una ignorancia profunda sobre el funcionamiento de nuestro sistema político y jurídico, o bien una propuesta digna de populismos de izquierda y de derecha que aspiran a terminar con el control judicial de constitucionalidad, última salvaguarda contra los excesos de los representantes del pueblo.
Publicado en Clarín el 6 de agosto de 2025.
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