miércoles 6 de agosto de 2025
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Anteojos para ver mejor

Algunos se indignaron. Otros se escandalizaron. Algunos rieron. Pero la escena quedó grabada —literalmente—: un aspirante a las residencias médicas entró al examen nacional con unos anteojos que ocultaban una cámara diminuta. Filmó la prueba. Salió al baño. Mandó las imágenes. Le dictaron las respuestas.

El problema no fue solamente que usó tecnología para copiarse. El problema es que fue el único que lo pensó primero. O al menos, el primero que no lo disimuló lo suficiente como para evitar que lo agarraran.

En tiempos donde la inteligencia artificial aprueba exámenes complejos, donde un reloj puede guardar más información que una biblioteca, y donde los teléfonos escuchan mejor que nuestros profesores, ¿realmente nos sorprende que alguien haya usado tecnología para rendir mejor? ¿No será, más bien, que seguimos diseñando y centralizando la educación como si estuviéramos en 1993? (año en el que  se sancionó la Ley Federal de Educación)

El aspirante con anteojos no es el fin de la educación: es su espejo. Nos recuerda, con ironía quirúrgica, que hay algo anacrónico en la escena del aula silenciosa, el celador con cara de sospecha y el reloj marcando los 90 minutos. Quizás lo que incomoda no es  solo el fraude, sino el ingenio.

Nos cuesta admitirlo, pero los dispositivos digitales —esos que prohibimos con carteles en las aulas— pueden ver más, oír más, operar con más velocidad. El problema no es la herramienta, sino lo que hacemos con ella. O, más inquietante aún, lo que no nos atrevemos a hacer.

Mientras discutimos si la calculadora forma o deforma, hay generaciones enteras que aprenden a programar, a editar video, a resolver problemas complejos con código, a colaborar en tiempo real con desconocidos. Afuera, la vida va más rápido que el aula. Y no siempre pasa por el pizarrón.

La escena del examen además de escandalizarnos, debería interpelarnos. ¿Y si, en lugar de perseguir a quienes usan la tecnología para “ganar” el sistema, repensamos el sistema para que no haya nada que ganar, sino mucho que aprender?

¿Y si dejamos de pensar al conocimiento como un secreto que se guarda, y empezamos a verlo como una red que se comparte? ¿Y si el próximo examen no se trata de responder sin ayuda, sino de mostrar con quién y cómo nos ayudamos?

La trampa con anteojos no es el símbolo del fin del mérito. Es el llamado de atención que nos dice que la inteligencia —como la tecnología— puede ocultarse, pero también puede iluminar. Todo depende del uso. O, si se quiere, de la mirada.

Después de todo, ¿no es eso lo que hacen los buenos médicos? Ver más allá. Con o sin anteojos.

Y si la educación no enseña a repetir respuestas, sino a pensar con libertad —como suele recordar Jorge Zanotti—, entonces quizás no sea tan grave que alguien use anteojos. Lo grave sería no tener nada propio para ver cuando se los pone.

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