Basta revisar el reciente discurso que pronunció en la Sociedad Rural para advertir que, en lo político, Milei está lejísimos de ser un liberal democrático. Dejemos de lado las escaramuzas y centrémonos en lo relevante: sostuvo que en el Congreso se atrincheran los “degenerados” y “parásitos” que buscan frustrar su plan (de ahí los vetos), que su programa es la única solución, una verdad indiscutible, y que cualquier otra salida representa el error, por lo cual no le interesa entablar ningún tipo de diálogo. Aunque se cuidó de decirlo explícitamente, el Congreso constituye, desde esa perspectiva, un estorbo: mejor dejarlo de lado. Fujimori se habría ruborizado.
Para el mileísmo no hay síntesis posibles, la verdad no es una construcción coral y democrática, sino la condensación de una diarquía familiar que homogeneiza al pueblo. Milei y su hermana se sienten las únicas personas lúcidas en un país de necios. En esa línea se inscriben también las purgas internas, de Marra a Villarruel, y la exigencia de “lealtad”: un homenaje cifrado al 17 de octubre. Soldaditos obedientes o el destierro. El mileísmo es un dogma de fe: nadie puede apartarse un milímetro, ni osar debatir ideas, ni pedir favores. Pestañear ya es traición. ¿Por qué llamar gobierno republicano a uno que rechaza la deliberación pública y aspira a construir una democracia de “partido único”? ¿Por qué confiar en que, si pierde las elecciones, entregará mansamente el poder a quienes reputa equivocados, en lugar de alentar, como sus amigos Trump y Bolsonaro, una resistencia antidemocrática?
El mileísmo reúne un fértil conjunto de arrebatos místicos e irracionalistas. Se entremezcla con pastores que ejecutan rituales esotéricos: imposición de manos o extrañísimas mutaciones financiares; sus funcionarios provienen, en general, de universidades con fuerte impronta confesional; en Nueva York, ante la tumba de un rabino ortodoxo, Milei pide la concesión de milagros; fuentes cercanas al poder deslizan que algunos colaboradores habrían sido desplazados cuando el tarot les fue adverso; llora ante el Muro de los Lamentos; insiste en conectar abusivamente la homosexualidad con la pederastia; denigra el feminismo, el mundo trans y toda diversidad sexual. En una palabra, funde (o confunde) política con religión.
Cada vez que la Argentina cae en el desorden adopta malas soluciones. Fruto de esos errores es la espesa colección doméstica de autoritarismos. Milei, mal que le pese y a pesar de referenciarse en Alberdi, Sarmiento y Roca, se inscribe en la saga populista que inauguró Juan Manuel de Rosas. La salida que la sociedad encontró en 1829 fue la peor: un outsider. Las notas distintivas fueron el odio a lo intelectual, el culto a la ignorancia carismática, el conservadurismo en las costumbres sociales (recordemos la reacción frenética en el caso de Camila O’Gorman y el padre Ladislao Gutiérrez), la polarización (laclausismo avant la lettre) y el corporativismo con los ganaderos de la provincia de Buenos Aires y la familia Anchorena. En síntesis, concentración de poder y clausura de cualquier forma de consenso.
También sucedió en 1943, con Perón. Esa Argentina moderna y laica que había crecido bajo el influjo de la generación del 80 tenía un déficit a resolver: una gran parte de su población no estaba incluida en el sistema político. El problema existía y la sociedad otra vez buscó un outsider. Le dio un cheque en blanco a un coronel del Ejército secundado por una actriz de radioteatro. Una solución equivocada que desembocó en un modelo plebiscitario y fascista: reconfiguración institucional, un Congreso disecado, encarcelamientos, torturas y décadas de despilfarro económico.
1976 marca el tercer hito. Montoneros y ERP intentaban implantar el comunismo mediante la lucha armada: ponían bombas, secuestraban y mataban; como siniestra contrapartida, bandas parapoliciales asomaban a la superficie desde los turbios sótanos del Ministerio de Bienestar Social, a cargo de un mayordomo de Perón, mientras la economía entraba en un torbellino inflacionario. Había un caos, sí, pero la sociedad, dejándose llevar por el facilismo, otra vez encontró la peor solución: renunciar al diálogo político y entregar el poder a un grupo de asesinos que, en lugar de luchar con la ley en la mano, desplegaron el terrorismo estatal.
La actual es la cuarta experiencia: el peronismo estaba agotado después de años en que había fomentado un empresariado de invernadero –los amigos del poder de la causa “Cuadernos” son apenas la punta del iceberg–, un sindicalismo corrupto y nuevos gremios estrafalarios, como los repartidores de planes sociales. El kirchnerismo (la última rama podrida del árbol peronista) fue una catástrofe y, cuando ya su fracaso se tornó ostensible, su líder intentó maquillar la debacle con candidatos póstumos, aparentemente más digeribles para la clase media. El resultado fue aún peor: se llevó al límite el descalabro económico y el robo. Bastará recordar que en 2023 era un secreto a voces el tráfico de autorizaciones para importar, tarifadas por cuadrillas paraestatales.
El problema estaba pero la solución otra vez fue un outsider: se le entregó el poder a un hombre que despotricaba como panelista de Intratables, secundado ahora por su hermana. Esos gritos que profería, como un profeta poseído, combinaban un presunto academicismo económico y el hartazgo del hombre común. Su discurso caló. A pesar de provenir el emisor de una corporación adiestrada en mercados regulados y de los claustros del señor Scioli, enunciado de modo flamígero su repertorio anticasta hipnotizó a un público enojado. Bajo esta nueva luz, ¿sorprende que la casta esté intacta y que los platos rotos los paguen los jubilados, los discapacitados, la cultura, la ciencia y los exportadores? ¿Sorprende que, en lugar de abolirse el corporativismo, a los Lázaro Báez los hayan sucedido los Hayden Davis, o las empresas de la familia Menem?
Rosas, Perón, la Junta Militar o Milei, llamados para que pongan orden –¡poco importó cómo!–, dan cuenta de que en sociedades ansiosas la Mazorca puede salir de los saladeros, de los frigoríficos o de los cuarteles; la tentación autoritaria, de un programa de televisión. No conviene forzar líneas históricas, no creo en el fatalismo telúrico ni en las maldiciones atávicas, pero el actual experimento, más allá del clima de época, encastra con comodidad en una tradición. Las coincidencias saltan a la vista.
Publicado en La Nación el 30 de julio de 2025.
Link https://www.lanacion.com.ar/opinion/ante-el-caos-malas-soluciones-una-tradicion-argentina-nid30072025/