La extrema derecha gobernando en la Argentina no es algo novedoso. Ocurrió, de hecho, entre 1930 y 1983, con intervalos e intermitencias entre gobiernos civiles y militares, peronistas y antiperonistas.
La novedad radica en que, por primera vez, ahora llegó al gobierno por los votos, con una base de apoyo electoral entre los jóvenes y con un presidente que explicita su ubicación en ese lugar del espectro ideológico, desde su adhesión al credo anarco-libertario.
Tampoco son novedad las conferencias, reuniones y congresos anticomunistas en la Argentina. Las hubo en los años 60, 70 y 80 del siglo pasado, bajo auspicio gubernamental o para-gubernamental, en tiempos de Guerra Fría y dictaduras en nuestro país y en la región. Había, entonces, una disputa geopolítica e ideológica mundial entre los EE.UU. y la Unión Soviética que se libraba en todos los terrenos, y en función de la cual se sacrificaban otros principios y valores, como la soberanía y la democracia.
A 36 años de la caída del comunismo y el fin de la Guerra Fría, y tras cuatro décadas de democracias en las que se han probado toda clase de gobiernos y políticas, las nuevas derechas extremas se presentan como alternativa, desempolvando el discurso de “Cruzada contra el mal” a través de las redes sociales, think tanks, organizaciones como la CPAC (Conferencia de Acción Política Conservadora) y apoyatura evangelista.
“Estamos en guerra y, por más repetitivo que suene, la historia ha demostrado que la única forma de vencer al mal organizado es con el bien organizado”, dijo el presidente Milei en el escenario de “La Derecha Fest”, el festival político partidario que se realizó en la ciudad de Córdoba días atrás bajo la leyenda: “el evento más anti-zurdo del mundo”. “Estamos en guerra, y con los enemigos no se puede dialogar: hay que exterminarlos, política, cultural e ideológicamente”, arengó otro de sus referentes, Nicolás Márquez.
Estas expresiones encuadran en la caracterización que hace Federico Finchelstein en Aspirantes a fascistas (Taurus, 2025): “Este espécimen político es una figura autoritaria, un populista exagerado, ejemplo arquetípico de la antidemocracia que amenaza al pluralismo y a la tolerancia a nivel global”. A falta de comunismo, sus “enemigos” incluyen muchos otros “ismos” a combatir y “odiar”: progresismo, feminismo, globalismo, ecologismo, liberalismo, periodismo…
¿Adhieren los votantes de Milei a esas ideas extremistas? ¿O simplemente las consienten como parte del “consenso negativo” y reactivo que, según los estudios de opinión publica, domina hoy en nuestra sociedad, como en tantas otras?
¿Representa esta “novedad” una extensión de las fronteras del sistema democrático, un ejemplo más de su resiliencia? ¿O lo que nos muestra es una nueva pendularidad entre dos formas de populismo -llamémoslo “de izquierda” o “de derecha”-, la reedición en su interior de la guerra civil larvada que trazó grietas tanto o más profundas y dramáticas en el pasado?
Publicado en Clarín el 25 de julio de 2025.
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