Corrían los primeros días de febrero de 1945. La guerra llevaba cinco años y medio regando sangre en suelos europeos. La élite hitleriana no sabía cómo hacerle entender a su turbulento führer que sus sueños imperiales ya no serían posibles. Que el éxtasis de las masas al grito de “¡Heil, Hiter!” pronto sonarían a himno en retroceso final de un tiempo de gloria embriagada.
Los altos mandos del generalato y el almirantazgo de los Aliados lo sabían desde hacía un tiempo y juzgaron conveniente que era hora de ponerle el cuerpo, y la firma, al alivio de una victoria desgarradora.
De ese modo, la jefatura de la vanguardia anti nazi, Franklin Delano Roosevelt (EE.UU.), Winston Churchill (Reino Unido) y Iosef Stalin (URSS), sentarían en Yalta, en la península de Crimea, entonces tierras ucranianas sin el cepo moscovita, los cimientos de la reorganización europea, las primeras propuestas sobre la creación de un nuevo organismo regulador del orden mundial y la aprobación de fronteras concretas en el este europeo que dieran forma al flamante mapa mundial insinuado bajo el imperio de los cañones y las punitivas excursiones de los bombardeos.
El colapso nazi se veía inevitable. A esa certeza se sumaba el mariscal Stalin, temible y expansivo, imbatible en su vasto feudo colectivista, cuyas tropas luego de la heroica resistencia para preservar a “la gran madre Rusia” del encarnizado asedio nazi, se encontraban ya en marcha rauda a la capital del Reich.
Seis meses después de Yalta, el 2 de agosto de 1945, hace 80 años, tres meses después de la rendición incondicional de Alemania del 8 de mayo, con sus ejércitos devastados, sus ciudades en ruinas, y Hitler suicidado el 30 de abril, los jefes aliados de entonces se verían las caras en Potsdam, Alemania, en las cercanías de una Berlín arrasada y aún humeante por la pólvora de la guerra.
En esa nueva cita procurarían enmendar los desacuerdos sobrevivientes desde Yalta y darle formato de documento a la razón de los vencedores.
Las dos cumbres sucesivas bajarían el telón a la brutal cruzada nazi, y sus fanáticas extensiones en la Italia fascista de Mussolini y el Japón imperial de Hirohito. Una pesadilla que había empezado resquebrajarse con dos operaciones colosales que pavimentaron el camino hacia la reorganización del orden europeo y pronto pondrían fin a una conflagración que terminaría causando entre 50 y 60 millones de muertos. Y que aún tenía un capítulo de resolución pendiente en el Pacífico asiático, donde reinaba Japón.
La aventura trágica de Hitler y la alianza que lo hundió
A Yalta y Potsdam se llegaba luego de una catastrófica aventura de Hitler que costaría las vidas de más de cuatro millones de alemanes en las heladas estepas soviéticas, y de un paciente tejido de mandos compenetrados con otra invasión, en este caso aliada, audaz, arriesgada y de un profesionalismo sin tachas. Se la sabía costosa en vidas, armamentos, logística y una montaña de plata. Se la juzgaba inevitable para acabar con la perversión del Tercer Reich. Veamos una y otra:
Operación Barbarroja: el ímpetu mesiánico de Hitler la lanzó el 22 de junio de 1941 con el objetivo de invadir Moscú y quebrar el imperio de su hasta entonces sinuoso aliado Iosef Stalin, amparados ambos por la sociedad firmada entre los cancilleres Joachim von Ribbentrop y Viascheslav Mólotov, del 23 de agosto de 1939, en la convicción de ambos de que tarde o temprano abjurarían de ese pacto de no agresión entre la Alemania nazi y la URSS de Stalin, como correspondía a la impronta expansionista de dos dictadores dueños de la misma genética guerrera.
Doble error de Hitler. Creer que el poderío bélico germano sería suficiente para tumbar al poderoso Ejército Rojo en un territorio desmesurado, con un clima invernal capaz de diezmar cualquier campaña militar. Y no haber previsto que ese fracaso llevaría a Stalin a buscar urgente compañía de los Estados Unidos y el Reino Unido, anglosajones y sus antagonistas ideológicos, los tres hasta entonces precarios aliados contra el espíritu teutón, bajo terror nazi.
Simbolismo perfecto de intereses cruzados, enemistades ancestrales y hasta identidades refractarias, circunstancialmente dejados de lado en el fragor de los combates y las tácticas. La heroica resistencia de Stalingrado, en febrero de 1943, llevaría a la retirada alemana de los dominios de Stalin: primera señal humillante para el obstinado imperio nazi.
Operación Overlord: el 6 de junio de 1944 se produciría el desembarco aliado, con tropas de infantería, y apoyo aéreo y naval de la Gran Bretaña, EE.UU., Canadá y Francia, en las playas de Normandía. La estrategia del alto mando nazi estimaba que la movida tendría lugar más al norte, en el paso de Calais, la zona más estrecha del Canal de la Mancha.
Fue un día de sangre y gloria, el Día D de la Segunda Guerra, que lograría reserva como una de las jornadas más trascendentes entre las grandes epopeyas humanas. La noche anterior, el 5 de junio, los aliados habían zarpado de Gran Bretaña en siete mil embarcaciones, una impresionante armada para una sola operación naval.
Justo después de la medianoche del 6 de junio, comenzó el bombardeo aéreo de las posiciones enemigas en la costa normanda. Tropas de operaciones especiales se lanzaron en paracaídas para atacar puentes y asegurar objetivos de infraestructura vital antes de los aterrizajes. Los Aliados habían hecho pie en la Europa doblegada. Hitler sabía, aunque lo negara, que era el principio del fin.
En aquellos días de continuas y ardorosas fricciones de Potsdam, entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945, Stalin mostraría las garras. Sabía que llegaría antes que los Aliados a Berlín y que la gloria mayor sería suya. Una inesperada derrota electoral de Churchill en su país le hizo delegar la representación en Clement Attlee.
Harry Truman reemplazaba al fallecido Roosevelt, en representación de Washington. Stalin sentía que los dioses estaban de su lado: dejaría caer en la nada discusiones casi cerradas en Yalta y en cambio consolidaría otras, como las políticas fronterizas soviéticas en Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Ucrania y sus posiciones en Polonia. Una red protectora que blindaba a su favor el Este europeo.
El rústico mariscal, nacido en la Rusia soviética, con fama de carnicero inclemente, demostraría una sagaz capacidad negociadora. Lograría que el estatuto de la proyectada ONU tuviese poder de veto, y que ese veto paralizara cualquier iniciativa del cuerpo, aunque fuese único. La URSS podía decir no a lo que fuere. También aplaudiría el ingreso de China a los cinco miembros selectos del nuevo orden mundial, y además acordaría la partición conjunta en Berlín, al igual que la del resto de Alemania.
Todos firmaron en Potsdam el desarme y desmilitarización del antiguo Reich, la cárcel y el juicio para los más altos jerarcas nazis, la disolución del nacionalsocialismo y la abolición del aparato legal nazi. Stalin se llevó las más altas indemnizaciones por haber sufrido su Estado los peores daños, producto de la invasión alemana. Impulsaría también la expulsión de millones de alemanes de las tierras anexadas por Hitler bajo el nombre de “traslados”.
Stalin se iba de Potsdam satisfecho y hasta desafiante, cuando Truman le advirtió que EE.UU. tenía un arma “poderosísima, jamás usada, que terminará la guerra en una sola operación”. Al dictador se le borró la sonrisa. Los tres países firmarían un ultimátum a Japón para su rendición definitiva. En Hiroshima y Nagasaki ignoraban lo que habían hablado.
Publicado en Clarín el 27 de julio de 2025.
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