Entre todos los animales culturales que habitan el sur del mundo, el argentino se destaca por una particular tensión identitaria: es una criatura hecha de contrastes. Un sujeto histórico que no cesa de repetirse en forma de paradoja. Una nación que se narra a sí misma con entusiasmo, aunque nunca logre fijar del todo su propio argumento.
El Homo Argentus no es simplemente el resultado de una historia accidentada, sino de una cultura moldeada para sostener esa contradicción como forma de vida. Ama la libertad, pero desconfía del que la ejerce con demasiada autonomía. Celebra la educación pública, pero hace tiempo que abandonó la exigencia como virtud. Se emociona con los símbolos, pero no sabe muy bien qué hacer con los principios. Es, en suma, una forma de humanidad que aprendió a convivir con la ambigüedad como si fuera una marca de identidad.
Pero sus contradicciones no son casuales. No son meros accidentes de la historia ni defectos de carácter. Son, en gran parte, el reflejo de una cultura intervenida en su raíz simbólica. Porque la cultura —y aquí conviene ser menos técnico y más humano— es como el cauce de un río: no se ve el agua, pero se nota cuando alguien desvía su curso. En la Argentina, hace tiempo que el cauce se administra desde afuera. Se levantan diques, se colocan compuertas, se filtra el sentido. Y al final, lo que debía fluir se estanca.
Y lo más paradójico es que el estancamiento no se reconoce como tal. El resultado no es el caos, sino algo más insidioso: la ilusión de orden. Una cultura que repite consignas pero ha olvidado su capacidad de elaborar sentido. Se enseña a hablar, pero no a pensar. Se aprende a recordar, pero no a interpretar. Lo que se transmite no es tradición, sino consigna. Y así, generación tras generación, se reproduce una ciudadanía domesticada en nombre de la conciencia crítica.
Vivimos —sin saberlo— bajo un sistema de ideas heredadas que ya no entendemos, pero que seguimos ejecutando como un ritual. Como si la cultura fuera un decorado y no el andamiaje invisible que estructura nuestra vida. Porque, aunque no lo sepamos, “el sistema de ideas en que vivimos es como la atmósfera: no se ve, pero se respira” ( José Ortega y Gasset) . No sorprende entonces que el argentino se queje a gritos de la inflación, mientras exige a murmullos más gasto público, como si el presupuesto fuera una fuente que mana sola. Que predique austeridad y gaste con la alegría del que cree que los recursos son una cuestión de fe. Que vitoree la república como una misa laica, pero confíe más en el carisma que en las leyes. Que abrace la igualdad con fervor, siempre y cuando no le toque perder un privilegio. Que condene la corrupción con lágrimas patrias y luego vote al que “al menos roba pero hace”.
Somos, acaso, la única nación capaz de militar la rebeldía en nombre del Estado y exigirle al mercado —cuyas reglas nunca terminamos de entender— que se comporte con sensibilidad social. Y también, quizá, la única donde la dictadura o la democracia no se definen por sus instituciones, sino por el color del partido que está en el poder. Una alquimia extraña que mezcla épica con clientelismo, indignación con viveza criolla, y donde la sociedad se sigue analizando con el instrumental de un viejo manual marxista que divide el mundo entre oprimidos y opresores, aunque todos tomemos café de autor en la misma esquina palermitana
Pero más allá de esas contradicciones —que nos explican pero no nos justifican— hay algo más profundo, más silencioso y acaso más decisivo: el problema es cultural.
Una cultura que nos ha enseñado a pensar la historia desde un solo horizonte, a vivir la política como si fuera una trinchera, y a habitar la cultura como si fuera un campo de batalla. Cuando la identidad se construye sobre antagonismos, lo distinto deja de ser interesante y pasa a ser enemigo. Y cuando la diferencia se interpreta como amenaza, pensar se vuelve un riesgo.
La cultura, cuando deja de ser una interpretación viva del mundo y se convierte en una colección de dogmas, pierde su función orientadora. Ya no es brújula, sino catecismo. Y entonces la vida —que debería ser una creación constante— se reduce a imitación. Se imitan gestos, ideas, consignas. Se imita incluso el desacuerdo. La calle se ha convertido en una gramática alternativa: lo que no se discute en el aula se grita en la plaza. Lo que no se transmite por herencia se impone por costumbre. Y los mismos carteles, los mismos cánticos, los mismos actores. La protesta ha dejado de ser disidencia y se ha convertido en hábito. Y todo hábito, incluso el más noble, cuando se automatiza, deja de significar.
Pero no todo es disfunción. A veces, en medio del ruido, emerge una señal. Un chico que decide leer por fuera del programa. Una madre que enseña a su hija a cuestionar sin miedo. Un docente que interrumpe la liturgia pedagógica para preguntar: ¿esto que repetimos, quién lo escribió?
Ahí, en esos gestos menores, la cultura se recupera. No como aparato, sino como respiración colectiva. Como modo de mirar. Como tarea vital, no como folclore. Porque como alguna vez se dijo, “el hombre no tiene naturaleza, tiene historia” (José Ortega y Gasset) , y toda historia es posibilidad de sentido.
Quizás la evolución del Homo Argentus no consista en resolver sus contradicciones, sino en hacerse cargo de ellas sin celebrarlas. No se trata de ser coherentes —nadie lo es del todo—, sino de dejar de justificar la incoherencia como si fuera una virtud.
Y sobre todo, de abrir el cauce.
Dejar que vuelva a circular el sentido. Permitir que el desacuerdo no sea una amenaza, sino un derecho. Que la tradición no sea museo, sino conversación. Que el saber no sea especialización hueca, sino orientación para la vida.
Y que la libertad —esa que prometimos defender con gloria morir— deje de ser un adorno ceremonial y empiece a ser una práctica cotidiana.
Mientras tanto, el argentino sigue ahí. Contradictorio, sí. Fragmentado, también. Pero con algo que persiste y no se rinde: una voluntad de seguir buscando.
De preguntarse qué podría ser si, alguna vez, lo dejaran pensar en voz baja y con palabras propias.
Como quien se encuentra, por fin, con su propio argumento.