domingo 22 de junio de 2025
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Un poder con ternura

Entre los recuerdos de mi infancia, Doña Violeta aparece una noche golpeando las puertas de mi casa en la Colonia Mántica, llamando a sus vecinos, mis padres: “Humberto, Gloria, se llevaron a Pedro”.

Sucedió la noche en que Rigoberto López Pérez le disparó a Somoza en León, el 21 de septiembre de 1956. Yo tenía ocho años y desde la escalera vi y oí a Doña Violeta hasta que me mandaron a acostar.

El director del diario La Prensa era objeto del odio somocista. Era el periódico necesario para habitar un país donde gobernaba una familia de tiranos. Mientras no lo censuraban, era una voz inequívoca de la resistencia moral contra la dictadura somocista. Era una suerte de bandera impresa del pensamiento más certero sobre la política nacional.

Después del asesinato de Pedro Joaquín, después del triunfo de la revolución sandinista, el diario siguió en su línea criticando esta vez al Gobierno revolucionario y también fue censurado. Doña Violeta se convirtió en esa figura que, tras formar parte de la primera Junta de Gobierno en 1979, y marcharse por disentir, encarnaba a La Prensa.

Como sandinista que era yo, no puedo decir que celebré cuando ganó las elecciones. No lo celebré, pero lo entendí cada vez mejor a medida que pasó el tiempo y que la ambición y la acción de Daniel Ortega y lo que quedó del FSLN, se fue revelando hasta exacerbarse y llevar a Nicaragua a otra tiranía.

La primera señal que tuve de la instintiva sabiduría de Doña Violeta fue cuando empecé a encontrarme en reuniones sociales o en la ciudad, en los años 90, a las personas conocidas como “contras.” Tras años de guerra, veía asombrada como la hostilidad parecía haber desaparecido entre un bando y el otro. En los corrillos, unos y otros hablábamos, compartíamos amistades, nos reencontrábamos con amabilidad con viejos amigos con quienes la política había creado barreras que parecían infranqueables. Recuerdo pensar que aquello era poco más que un milagro en un país de pasiones irascibles como Nicaragua. Al observar lo que sucedía, al oír a Doña Violeta con su tono campechano regañando a estos o aquellos como si todos fuéramos hijos de ella, fui comprendiendo la magia que operaba su afecto maternal. Ella trataba a moros y cristianos sin ánimo de venganza. Su tono, su presencia, nos invitaba a sentir ese país como casa común, compartirlo y sanarlo de sus múltiples heridas.

No había en ella asomo de arrogancia. No se las daba de sabelotodo, ni de gran intelectual, mucho menos de figura mesiánica y todopoderosa. Ella no hablaba de amor, lo prodigaba con toda sencillez y gran dignidad.

Durante su mandato no se le vio como adversaria y por eso se fue ganando a muchos y empezamos a quererla y a creer que sí podríamos vivir en paz y hacer un país diferente donde nos escucháramos y dejáramos de perseguirnos y matarnos.

Doña Violeta no era el modelo de esa utopía femenina que escribí en mi novela El País de las Mujeres, pero ella sí me inspiró la idea de un poder diferente, con el don del cuido, un poder capaz de maternizar y dar sosiego; un poder con ternura. Fui a su casa y la entrevisté para la novela. Nos sentamos en el estudio lleno de fotos de ella, Pedro Joaquín y sus hijos. Me mostró la camisa ensangrentada de Pedro, me habló de responder a un llamado de amor al país cuando aceptó ser candidata. Nos reímos con varias de sus anécdotas, como la que me contó de una difícil conversación con dirigentes guerrilleros salvadoreños sobre los buzones de armas que ella quería que vaciaran y se llevaran. Una reunión muy tensa, admitió, hasta que ella se fijó que la chaqueta del dirigente de más autoridad tenía un botón suelto que estaba por caerse. Ella le dijo: —A ver fulanito, prestame tu chaqueta— y ante el asombro del aludido, se levantó a sacar un costurero que tenía en el escritorio de su despacho presidencial, y se lo cosió.

—Santo remedio— me dijo— de allí para adelante todo fue sobre ruedas —y añadió— “si todos somos humanos, mija, ¿quién no necesita que le cosan un botón?”.

Luego me llevó a un cuarto donde guardaba souvenirs de su presidencia. Y aquí revelaré un secreto que ahora es tan poderoso y simbólico: “El día de la toma de posesión, yo no le puse a Alemán la banda presidencial mía, mandé hacer otra y me quedé con la original” —me dijo con una sonrisa pícara.

Y así fue y pasará a la historia. Ella fue y sigue siendo nuestra presidenta, la original, la de un período que más brilla mientras más pasa el tiempo.

Salve Doña Violeta. Vivirá en nuestro recuerdo, en el de esa Nicaragua que algún día sabrá honrarla como se lo merece.

Publicado en Confidencial el 19 de junio de 2025.

Link https://confidencial.digital/opinion/violeta-barrios-de-chamorro-un-poder-con-ternura/

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