La buena gestión de lo público —y en particular del Estado— ha sido objeto de intensos debates académicos y políticos, así como de múltiples iniciativas de formación en el ámbito terciario y universitario. Estas iniciativas incluyen tanto materias específicas como programas de posgrado en políticas públicas. En este contexto, resulta fundamental que las instituciones formadoras garanticen altos estándares de calidad.
Esta preocupación por la calidad del gobierno tiene raíces históricas profundas. La imagen que encabeza esta nota corresponde a un fragmento de los frescos “El buen y el mal gobierno” de la Sala de la Paz en el Palacio Público de Siena, realizados por el artista italiano Ambrogio Lorenzetti entre 1337 y 1339. La obra incorpora una idea ya presente en los pensamientos de Platón y Aristóteles: la contraposición entre un gobierno desviado, arbitrario e incluso cruel, y un gobierno justo, tolerante, virtuoso, guiado por la sabiduría, el bien común y orientado al bienestar ciudadano.
Otra figura históricamente preocupada por la buena gestión del Estado fue Napoleón Bonaparte. Vincent Cronin describe en su biografía íntima que durante los primeros meses del Consulado las reuniones del Consejo de Estado eran presididas por Napoleón acompañado por los cónsules Cambacérès y Lebrun.
Lo interesante es la composición del Consejo: “La mayoría de los consejeros estaba integrada por civiles, y cada uno era un especialista en determinada área. De los veintinueve originales, sólo cuatro eran oficiales, y aunque la tarea de los Consejos era redactar leyes y decretos, sólo diez eran abogados. Habían sido elegidos por Napoleón en todos los rincones de Francia, y se los había juzgado únicamente por su capacidad”. Una forma temprana —y ambiciosa— de apostar por un gobierno basado en el conocimiento y la competencia.
Una de las características más sugerentes del Consejo de Estado bajo el Consulado era que sus miembros debatían sentados: “Un miembro nuevo —dice el consejero Pelet—, que había conquistado prestigio en las Asambleas, trató de ponerse de pie y hablar como un orador; se rieron de él, y tuvo que adoptar un estilo usual de conversación. En el Consejo era imposible disimular la falta de idea con alardes de elocuencia”.
Cuando se planteaba un problema, Napoleón permitía que los consejeros discutieran con libertad y recién formulaba su propia opinión una vez que el debate estaba avanzado. Si no dominaba el tema, lo reconocía abiertamente y solicitaba a un especialista que explicara los términos técnicos. “Las preguntas que más frecuentemente formulaba eran: ¿Es justo? y ¿Es útil?. También interrogaba: ¿Está completo? ¿Considera todas las circunstancias? ¿Cómo fue tratado antes? ¿Qué se hacía en Roma? ¿Y en Francia? ¿Y en el exterior?. Si tenía opinión negativa de un proyecto, afirmaba que era “singular” o “extraordinario”, con lo cual quería decir sin precedentes, pues como dijo al consejero Mollien, “no temo buscar ejemplos y normas en el pasado; me propongo mantener las innovaciones útiles de la Revolución, pero no abandonar las instituciones beneficiosas si su destrucción representó un error”.
“A partir del hecho de que el primer cónsul siempre presidía el Consejo de Estado —dice el conde de Plancy—, algunas personas han supuesto que era un cuerpo servil y que obedecía en todo a Napoleón. Por el contrario, puedo afirmar que los hombres más esclarecidos de Francia deliberaban allí en un ambiente de total libertad, y que jamás, nada limitó sus discusiones. Bonaparte estaba mucho más interesado en aprovechar el saber de estos hombres que en escudriñar sus opiniones políticas”.
El paso de Napoleón de “primer cónsul” a “emperador de los franceses” reflejó una ambición de poder sin límites, una voluntad de obtener un poder absoluto (de “ir por todo”) que no se restringía únicamente a su propio país. Esta deriva autoritaria, sumada a su progresiva negativa a escuchar a consejeros lúcidos como Charles Maurice de Talleyrand, lo condujo finalmente a un desenlace adverso.
Respecto de lo anterior y su relación con el contexto argentino actual, podríamos intentar una síntesis de algunas de las distintas posiciones. Por un lado, están quienes sostienen que el Estado es, en sí mismo, el mal a combatir. Ya sea eliminando organismos o normas o reduciéndolo a su mínima expresión. La parte de verdad que contiene esta afirmación se basa en que existen muchas reglas innecesarias que se pueden eliminar o simplificar, y organismos que no cumplen eficiente y eficazmente su función. Son producto, muchas veces, de un Estado de bienestar que se agigantó innecesariamente y se transformó en “bobo” o “poco inteligente”.
En el extremo opuesto, se encuentran los defensores del “Estado presente”, que abogan por su expansión sin una preocupación real por la calidad de los servicios que presta o la medición de sus resultados. Dentro de esta visión, también se inserta la creencia de que la solución reside en la “militancia política”, sin que se ofrezcan propuestas concretas para la profesionalización de la gestión de los trabajadores del Estado o la evaluación de su desempeño.
Para abordar esta problemática de manera constructiva, resulta fundamental superar las posiciones extremas. Esto requiere una apertura genuina a diversas perspectivas, en particular aquellas provenientes de personas e instituciones que se dedican al “cómo hacer” en la gestión pública, con un enfoque centrado en la eficiencia, la eficacia, la transparencia, la equidad, la sostenibilidad y la sensibilidad social. Igualmente importante es reconocer el papel de las organizaciones de la sociedad civil y de la cultura —en un sentido amplio que incluye a las organizaciones religiosas— como actores clave en este proceso de transformación.
A continuación, se presentan dos ejemplos que ilustran el valor y la diversidad de estas iniciativas.
Un ejemplo destacado es el del Centro de Investigación y Acción Social (CIAS), una iniciativa impulsada por la Compañía de Jesús. El CIAS ha establecido un instituto universitario enfocado en la formación de liderazgo político, especialmente dirigido a jóvenes. Su propuesta se basa en el desarrollo de sólidos valores democráticos y una marcada vocación de diálogo. Además de la formación, el instituto se dedica a la investigación social y al trabajo en ámbitos comunitarios, siempre con un énfasis en el respeto por la diversidad ideológica y la construcción de puentes para el desarrollo económico y social del país.
Asimismo, un caso inspirador es el de la Fundación Espartanos, cuya misión es “transformar la vida de las personas privadas de su libertad para su integración social y laboral efectiva, a través de la práctica del rugby, la espiritualidad, la educación y la vinculación con el mundo del trabajo”. Esta organización de la sociedad civil colabora con entidades del Estado nacional y de varias provincias, buscando una mejora tangible en el sistema penitenciario, en consonancia con los principios legales establecidos.
Además, trabaja en conjunto con el sistema educativo y con empresas del sector privado para facilitar la reinserción laboral de estas personas.
Tal vez la proyección y consolidación de experiencias como estas puedan aportar a la construcción de aquello que José “Pepe” Mujica definió como “el partido de la esperanza” en el contexto argentino.