jueves 24 de abril de 2025
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Esa antigua costumbre de cortar cabezas

Este país necesita un Franco o un Fidel Castro”, remató la conversación el taxista mientras contaba los billetes en aquel septiembre de 1975.

No era una expresión inusual ni original. Mucha gente, harta de la violencia que había convertido a la Argentina en una orgía de sangre, decía cosas parecidas. Por entonces, la palabra “desaparecido” ya se había patentado como marca nacional, varias formaciones guerrilleras se disputaban a tiros el lugar de vanguardia esclarecida del pueblo, y existía una fuerza paraestatal, la “Triple A”, que se encargaba de las tareas más sucias de lo que luego se denominaría oficialmente “guerra sucia”. La muerte era un lugar común, para decirlo con la elegancia con que supo hacerlo Tomás Eloy Martínez.

Habíamos perdido la república. Eso, sin contar con que, además, ya conocíamos el significado de términos como “hiperinflación” y “desabastecimiento”: correr al súper, tratar de acopiar mercaderías, estirar el salario. Y la impudicia en el poder, todo un capítulo para engrosar la obra maestra del espanto. Recuerdo –solo al pasar y como pequeña muestra– una contratapa de La Opinión, diario fundado y dirigido por Jacobo Timerman, que relataba una reunión de gabinete nacional en la que un ministro corría a otro alrededor de una mesa ante la mirada impávida de la presidente María Estela Martínez de Perón. Recuerdo también que, luego de su publicación, el cronista de la primicia, debió desempolvar su pasaporte y partir hacia el exilio. Muchos periodistas pagaron con su vida la osadía de informar, sufrieron atentados o simplemente “se esfumaban”, una costumbre que luego se generalizaría durante la dictadura militar de 1976-1983.

El filósofo alemán Heinz Bude, señala que “la tarea primera y más noble de la política estatal es quitarles el miedo a los ciudadanos”. Exactamente lo contrario de lo que practicaba ese gobierno desquiciado, en el cual, un tipo con aspiraciones de brujo, llegó a manejar una banda de matones que solía recorrer las calles en autos sin identificación y con los fusiles asomando por las ventanillas. Cualquiera podía verlos. Todos, en realidad, debían verlo, porque la idea era sembrar pánico.

Aun en ese contexto, aquella expresión (“se necesita un Franco o un Fidel Castro”) era para mí, un muchacho sometido a los devaneos ideológicos de su tiempo, una extraña e inaceptable equiparación: se suponía que el generalísimo español y el comandante en jefe del “Primer estado socialista de América”, se ubicaban en las antípodas del pensamiento y de la práctica política; que representaban opciones ideológicas antagónicas.

Traté de explicárselo al tachero, pero fue en vano. Me echó una mirada despectiva y dobló su apuesta: “Pibe, acá hay que matar a cincuenta mil o cien mil personas”, disparó, clausurando nuestra conversación y toda pretensión de razonabilidad.

El pánico no es astuto ni inteligente. Recuperar algún tipo de orden se había transformado en esos días en una aspiración social. La frase de Franklin D. Roosevelt de 1933, tras los estragos de la Gran Depresión (“lo único a lo que tenemos que tener miedo es al propio miedo”) se aplicaba al dedillo a las circunstancias de nuestra propia tragedia. Era tarde, muy tarde, para explicaciones: el instinto se había impuesto a la razón.

El tema es difícil de abordar porque pone en cuestión nuestras zonas más oscuras y muchas veces ha servido para justificar horrendas masacres. No cualquiera mata o tortura, por supuesto. No cualquiera está dispuesto a llevar sus deseos de orden hasta atravesar los límites que impone la convivencia humana. Es probable, incluso, que aquel taxista de mi juventud, haya sentido repulsión al enterarse luego de que sus fantasías depuratorias habían sido concretadas por el propio Estado, de que su Franco o su Fidel imaginarios, resultado de sus deseos ordenancistas, hubieran llegado hasta tan lejos. Pero también es posible que ese buen argentino jamás sintiera ningún remordimiento, porque sus manos, finalmente, no tuvieron que tocar la sangre que tanto lo excitaba: otros lo hicieron en su nombre. Él solo quería vivir en paz. Era un hombre común. ¿Por qué culparlo?

La primera premisa a tener en cuenta, si se desea realmente avanzar en la vida en común, es desconfiar de nuestros propios instintos y pulsiones. El nazismo, visto a la distancia, puede parecernos una obra demoníaca, ajena a toda humanidad. Pero fueron hombres y mujeres de carne y hueso quienes lo hicieron posible.

Podemos ver hoy escenas que deberían escandalizarnos. Y, sin embargo, empiezan a parecernos naturales. El desfile de inmigrantes repatriados en diversos lugares de la tierra, atados como bestias, sometidos por la brutalidad, no es, precisamente, la pintura de una época cargada de esplendor. Pero ahí están. Delante de nuestros ojos. Como el taxista de esta historia, mucha gente noble, cansada de una vida plagada de insatisfacciones e inseguridades, prefiere no mirar. Primero está la sorpresa. Luego el acostumbramiento. Y después, cuando ya es tarde, el arrepentimiento.

Deberían existir, a estas alturas, remedios menos costosos. No es bueno que los hombres y mujeres pierdan su capacidad de asombro e indignación. Que la ley haya fracasado no debería arrastrarnos, sin más, por el sendero de la barbarie. Sin embargo, una y otra vez ocurre.

Acá mismo, hartos por muchas y atávicas desviaciones, fatigados por un estatismo ramplón que convirtió al país en un manojo de inequidades, se percibe cierto entusiasmo –un poco infantil, admitamos– por las tareas higiénicas. La motosierra –sin dudas un hallazgo comunicativo del libertarismo– es, como se sabe, una herramienta de doble filo: elimina malezas, pero también puede cortar cabezas. Siempre hay que sopesar el entusiasmo que desata ese tipo de cruzadas. Porque, más temprano que tarde, se suelen acarrear consecuencias no deseadas. Hay gente que carece de sentido del humor. O, como decía el escritor Norberto Soares, que “no accede a la metáfora”.

Nada es del todo nuevo. En la Cuba de Fidel y el Che, Carlos Puebla, cantautor muy popular en los primeros años de adrenalina revolucionaria, compuso un tema que el mundo entero –sobre todo en el occidente democrático– festejaba con algarabía. Decía: “Al que asome la cabeza/Duro con él/ Fidel, Fidel”. Y recordaba, a “los que no han escuchado bien”, que “El paredón sigue ahí”. Para luego rematar, en pegadizo estribillo: “¡Duro con él, Fidel/ Fidel!”

Mirado a la distancia y con los resultados a la vista, parece sencillo de comprender y reprobar. Hacerlo a tiempo resulta ser más difícil. La historia no enseña. Se vuelve, una y otra vez, a las mismas pulsiones. Un Franco o un Fidel. Un Trump o un Orbán. Desmalezar humanum est.

Conviene cuidarse de las pasiones. Y, sobre todo, de los apasionados. Allí anida el huevo de la serpiente.

La democracia, como se ha probado, es un sistema imperfecto y muchas veces remolón. Sin embargo, es el mejor invento que hemos sabido crear para no sucumbir ante lo irremediable. La lengua afilada, el desprecio por la tibieza, estimulan el fanatismo, que, a menudo, es la antesala del infierno. Como la lección es difícil de aprender, hay que recordársela a los gobernantes y a los fanáticos. Siempre.

Publicado en La Nación el 21 de abril de 2025.

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