Hace unos días, el Jefe de Gabinete de Ministros, Guillermo Francos, compareció ante el Congreso Nacional para brindar su informe de gestión. Lo que debería haber sido una rendición técnica de cuentas devino, sin embargo, en una suerte de confesión tácita: la Argentina no tiene hoy una política espacial. Lo que tiene es un calendario de postergaciones, una inercia administrativa y una voluntad política cada vez más difusa para sostener los proyectos que alguna vez le dieron prestigio regional.
El satélite ARSAT-SG1 —diseñado para ser la vanguardia tecnológica de las telecomunicaciones argentinas, con una capacidad 34 veces superior a la del ARSAT-1 y propulsión eléctrica de última generación— no será lanzado, como estaba previsto, en 2025. Su puesta en órbita ha sido diferida hasta octubre de 2027, y su entrada en funcionamiento, hasta abril de 2028. Si el calendario se cumple. Porque nada asegura que así sea.
La historia del SG1 no es una anécdota técnica. Es la crónica de una visión inconclusa. Su origen se remonta a 2015, cuando se lo denominaba ARSAT-3. Desde entonces, cada cambio de gobierno y cada giro ideológico han operado como lastres sobre su desarrollo. El resultado es que el país ha invertido —con recursos públicos, con capacidad técnica, con tiempo institucional— en un proyecto al que se le niega ahora la etapa más crucial: el despegue.
Postergar el SG1 no es, como pretende el relato oficial, una reprogramación operativa. Es una renuncia implícita a liderar en un campo donde Argentina fue pionera. Es, también, un mensaje a INVAP, a ARSAT, y a la comunidad científico-tecnológica: el Estado argentino, hoy, no está dispuesto a sostener proyectos estratégicos que requieran visión de largo plazo y compromiso soberano.
El contraste con otros países de la región es tan elocuente como doloroso. México ha creado una nueva agencia espacial nacional, ampliando sus capacidades orbitales. Brasil relanza su programa de lanzadores. Chile desarrolla sus propias constelaciones de observación. Incluso Colombia —con recursos más limitados— ha iniciado estudios de viabilidad para misiones de telecomunicaciones en banda Ka. Y Argentina, que cuenta con la experiencia, los recursos humanos y la infraestructura, opta por frenar.
Porque la situación no se agota en una demora. El gobierno ha anticipado además su intención de privatizar hasta el 49% de ARSAT, colocándola en los mercados como una empresa más. Legalmente, es posible. Estratégicamente, es un error. Ceder control sobre la empresa que gestiona el único sistema satelital geoestacionario nacional en América Latina no solo desdibuja la noción de soberanía tecnológica. Abre, además, un interrogante político: ¿quién definirá las prioridades de la conectividad digital argentina en los próximos años? ¿El Estado? ¿Un directorio de accionistas privados? ¿O intereses transnacionales sin domicilio político?
No se puede exigir a INVAP, con su prestigio y profesionalismo, que subsane las omisiones del poder ejecutivo. Tampoco puede exigirse a los técnicos y cuadros directivos de ARSAT que avancen con un proyecto que no cuenta con respaldo presupuestario ni previsibilidad institucional. El problema no está en la industria. Está en la conducción política.
Y la responsabilidad recae, directamente, en los funcionarios del Gobierno. Porque no hay desarrollo satelital sin planificación. No hay soberanía sin financiamiento. No hay futuro si se prefiere vender acciones antes que desplegar capacidades.
En un mundo donde el control de los datos, de la conectividad, del tráfico orbital y del espectro electromagnético es clave para la economía, la defensa y la democracia, retroceder en materia espacial no es una decisión técnica. Es una claudicación estratégica.
Argentina está dejando pasar, una vez más, la oportunidad de ser protagonista. En lugar de consolidar una industria satelital con valor agregado, está volviendo a la lógica de la dependencia tecnológica. En lugar de avanzar hacia una constelación propia de órbita baja —como lo han hecho Francia, India o Canadá— decide pausar incluso lo que ya tiene financiado y diseñado.
ARSAT-SG1 no es solo un satélite. Es una prueba de madurez institucional. Una herramienta para cerrar brechas digitales. Un símbolo de autonomía estratégica. Y, sobre todo, una oportunidad. Una que Argentina, como tantas otras veces en su historia reciente, parece dispuesta a perder.