El avance en Nicaragua de una reforma constitucional destinada a poner bajo la autoridad del matrimonio presidencial no solo a los demás poderes públicos, sino a instituciones como la Iglesia y la prensa, es el último reflejo, y el más extremo, de una ambición totalitaria que, con sus muchos matices, recuerda al cesaropapismo, aquel régimen desaparecido hace ocho siglos.
Además de Nicaragua, los países donde se han dado recientes pasos para diluir la separación de poderes y el sometimiento de los gobernantes a la ley son Venezuela, México y Honduras. Los gobiernos de los cuatro tienen en común su adhesión al socialismo del siglo XXI, esa entelequia acuñada por el sociólogo alemán Heinz Dieterich en 1996 y popularizada nueve años después por el presidente venezolano Hugo Chávez.
La reforma en Nicaragua fue aprobada el viernes (22 de noviembre) por la mayoría oficialista de la Asamblea Nacional (parlamento) y, para entrar en vigencia, deberá ser ratificada el año próximo, ya que las modificaciones constitucionales requieren el visto bueno en dos períodos legislativos diferentes. Se supone que eso sucederá en enero.
En lo esencial, extiende de cinco a seis años el mandato presidencial; eleva al rango de copresidente al vice –actualmente ejerce ese cargo Rosario Murillo, la esposa del mandatario Daniel Ortega– y pone bajo el control de los copresidentes a “los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales”, a los que la carta magna aún vigente reconoce como independientes.
Asimismo, faculta al gobierno a vigilar a los cultos religiosos y a los medios de comunicación, para evitar que respondan a “intereses extranjeros”, y a las empresas privadas, para impedir que apliquen sanciones impuestas por terceros países. También le permite quitarles la nacionalidad nicaragüense a los ciudadanos a los que considere “traidores a la patria”, algo que, de todos modos, el régimen ya hizo en cerca de cinco centenares de casos en los últimos años (entre ellos, al gran novelista Sergio Ramírez, quien fuera vicepresidente del propio Ortega en 1985-90).
Además, el texto en vías de ser sancionado formaliza la Policía Voluntaria, creada de hecho para reprimir las protestas masivas ocurridas a partir de 2018, y le da carácter de símbolo patrio a la bandera rojinegra del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la organización guerrillera que derrocó en 1979 al dictador Anastasio Somoza y dio lugar a los primeros gobiernos de Ortega.
Mientras tanto, en Venezuela, donde el gobierno chavista no reconoció el triunfo electoral de la oposición en las elecciones del 28 de julio, el reciente nombramiento del capitán Diosdado Cabello como ministro del Interior abrió la puerta a un endurecimiento de la represión a la oposición.
Con cerca de 2.000 presos políticos –incluidos 246 mujeres y 69 menores de edad, según el último reporte de la ONG Foro Penal– y más de ocho millones de emigrados, la última iniciativa del chavismo en la materia, anunciada el jueves 21 por la diputada Iris Varela, consiste en decretar la “anulación de todos los documentos de identificación y registros públicos pertenecientes a toda persona que haya incurrido en delitos contra la república”. Desde hace años, en fallos o en discursos, el régimen de Maduro –que controla de manera férrea los tribunales, la fiscalía y el parlamento– califica de “traidores a la patria” a opositores.
Paralelamente, en México sigue adelante con fluidez el proceso de reforma de la Constitución iniciado en septiembre, una vez que se instaló el actual Congreso, con mayoría calificada de la coalición gobernante en las dos cámaras –totalmente propia en Diputados y con necesidad de apenas tres aliados en el Senado–, y que continuaba por goteo hasta mediados de este mes.
Entre los principales cambios a la carta magna sobresalen la elección popular de todos los jueces –incluidos los de la Suprema Corte de Justicia–, la modificación del sistema de elección de diputados y senadores federales, y la subordinación al Poder Ejecutivo de numerosos organismos hasta ahora autónomos, tales como el Banco de México (banco central), el Instituto Nacional Electoral (INE), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y la Fiscalía General de la República.
Esas reformas fueron impulsadas por el expresidente Andrés López Obrador, líder del Movimiento Regeneración Nacional (Morena) que encabeza la coalición oficialista, y son sostenidas de manera entusiasta por su sucesora desde el 1 de octubre pasado, Claudia Sheinbaum.
En Honduras, más modestamente, el único cambio relevante es el abandono del tratado de extradición con Estados Unidos, decretado en septiembre pasado por la presidenta Xiomara Castro. Ese acuerdo permitió en abril de 2022 entregar a Washington al antecesor de la mandataria, Juan Orlando Hernández, quien en marzo de este año fue declarado culpable de narcotráfico y condenado a 45 años de prisión. Un hermano de Hernández, un exjefe de policía y un hijo del expresidente Porfirio Lobo también están presos en Estados Unidos, cuyos tribunales calificaron a Honduras como un “narcoestado”.
La prensa hondureña y organizaciones especializadas en la investigación del crimen, como Insight Crime, sospechan que Castro desactivó el tratado de extradición ante la posibilidad de que Estados Unidos requiriera a funcionarios de su administración, e incluso a su esposo, el expresidente Manuel Zelaya.
Zelaya llegó al gobierno en 2006, por el Partido Liberal de Honduras (PLH), en el que militaba desde hacía más de un cuarto de siglo. Una vez en el poder, viró hacia posiciones próximas al chavismo venezolano. En 2009 fue destituido por la Corte Suprema de Justicia, en momentos en que promovía la reelección presidencial inmediata –que entonces estaba prohibida–, y sacado del país en un brusco operativo por las Fuerzas Armadas. En 2011 creó el partido Libertad y Refundación (Libre, de indudable sintonía con el chavismo y con el Foro de San Pablo), que dirige y por el cual fue elegida su esposa.
Pasaron ocho siglos y el mundo es otro, muy diferente y mucho más extenso que el de entonces. Ni Nicaragua, ni Venezuela, ni México ni Honduras son un imperio. Pero sus gobiernos parecieran empeñados en reproducir los rasgos fundamentales del cesaropapismo: el nepotismo y la subordinación de todos los demás poderes, formales o fácticos.