domingo 22 de diciembre de 2024
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El liberalismo democrático ante la irrupción de los fascistas

El silencio casi absoluto de las autoridades nacionales frente a la muerte de Juan José Sebreli, ni una palabra, ni una flor, tuvo dos excepciones. Una, valiosa: Patricia Bullrich. Me llamó no bien se enteró y, en medio del fragor de su trabajo (sonaba el ulular de las sirenas policiales como telón de fondo de nuestra conversación), se tomó unos minutos para consolarme. Me recordó que su padre, que era médico, le decía que la vejez es como esos géneros que después de tanto uso se van desgastando, haciéndose finitos y transparentes, y que eso probaba, en el caso de Juan José, que había vivido intensamente. A la noche volvió a contactarme antes de inscribir un tuit en el que señaló su admiración y agradecimiento, definiéndolo acertadamente como un liberal republicano.

La otra excepción, penosa, fue el biógrafo oficial de Javier Milei, con quien el Presidente ha compartido la pileta de la quinta de Olivos mientras lo abastecía con algunas anécdotas permitidas: un amanuense miniaturizado y acuático del subdesarrollo literario. A este señor lo conocí hace dos décadas: me rogaba que le hiciera alguna nota en el programa radial de libros El Ágora, que conduje durante diez años. Cuando en alguna ocasión accedimos se tomó el micro y se vino corriendo desde Mar del Plata, tratando de promocionar los textos que emitía en ediciones sin pie de imprenta.

Me pedía consejos sobre qué leer y al parecer quedó muy impresionado por un artículo que escribí en LA NACION a principios del milenio, cuyo título es “Los fracasos del Che”. De ambos puntos da cuenta un libro que publicó unos años después, El canalla. La verdadera historia del Che: ya en la primera página me agradece por “los consejos bibliográficos” y sobre el final transcribe casi íntegro aquel artículo.

Un día me llamó por teléfono para pedirme que Juan José Sebreli, a quien me dijo que admiraba profundamente, le prologara su siguiente libro, cuyo tema sería el kirchnerismo. Naturalmente, como este joven ya insinuaba sus simpatías por el integrismo religioso, la homofobia y el fascismo iliberal, rehusamos. Se trata de la misma persona que, tras la muerte de Juan José, lo caracterizó como “enemigo declarado de la Cristiandad, promotor acérrimo del genocidio prenatal del aborto, fundador del Frente de Liberación Homosexual y seguidor del satanismo marxista”, para rematar su diatriba medieval con una frase digna de Torquemada: “Dios sabrá qué hacer con él”. La contradicción entre aquella admiración que manifestaba cuando mendigaba un prólogo y esta agresión prescindible e inoportuna es flagrante. La palabra “canalla”, por la que tiene predilección, podría usarla en alguna eventual autobiografía; le caería como anillo al dedo.

Este módico biógrafo presidencial es un personaje insignificante que no merecería que le prestáramos atención si no fuera por dos motivos: el primero es que Milei lo ha homologado; el segundo, que sus observaciones sobre Sebreli son útiles para explicar algunos matices del más genial de los ensayistas argentinos.

Contra el oscurantismo

Sí, Sebreli combatió todas las religiones y sectas que aplastan al individuo: las que hicieron las cruzadas; las que quemaban a brujas y herejes; las que hicieron la Inquisición; las que alambraron Europa en la Edad Media, cerrando sus caminos tanto al tránsito comercial como al conocimiento; las que persiguieron la diversidad y la libre elección sexual, ínsita al sagrado individualismo liberal, condenando como “enfermos” a los homosexuales; las que rechazaron los métodos anticonceptivos y la minifalda; las que impidieron el avance de la ciencia; las que condenaban a la mujer a un papel bochornosamente secundario; las que apoyaron dictaduras criminales; las que tenían en sus planteles a capellanes que “consolaban” a los torturados de Videla; las que ocultaban con cobarde complicidad a los pedófilos que abusaban de los niños en los colegios de curas; pero también las que le niegan educación sexual a las niñas humildes, llevándolas a embarazos no deseados y a la miseria; las que obligan a las mujeres a amputarse el clítoris y a caminar a la zaga de los maridos, debiéndoles obediencia; y en general todas las que han ido contra la verdad, la libertad y el conocimiento, imponiendo el oscurantismo y la irracionalidad.

Es muy pertinente que Sebreli se opusiera a semejantes salvajadas. Eso es ser un liberal en serio. Por eso fundó el Frente de Liberación Homosexual, para que se derogaran los edictos policiales que metían presos a los gays, para que los imbéciles dejaran de llamarlos enfermos, para que los dejaran sentarse tranquilos en los cafés por más que estuvieran vestidos de modo vistoso, para que no los discriminaran en los trabajos, en los clubes o incluso dentro de la familia, para que los padres no se avergonzaran ni le aplicaran electroshocks para “curarlos”, aconsejados por “médicos de la cristiandad”. El biógrafo marplatense de Milei coincide así con su detestado Che Guevara, que también era homófobo y llegó a organizar en Cuba un campo de concentración para “rehabilitar” homosexuales: es la coherencia de la paradoja.

Podrá discutirse el tema del aborto, y ese debate es legítimo, pero solo voy a recordar al respecto una frase que el propio Sebreli le dijo hace once años, en un debate celebrado en Tucumán, a Alberto Benegas Lynch (h): “Los católicos dicen estar convencidos de que el feto es ya un ser humano, pero cuando se produce un aborto espontáneo en un sanatorio del Opus Dei lo tiran a la basura en una bolsita plástica en lugar de enterrarlo de modo ceremonial”.

Sebreli, en efecto, fue hegelo-marxista. Aunque él prefería decir que era “marxiano” contra los “marxistas”. Es probable que muchos de los que lo acusan de marxista jamás hayan leído una sola línea de Marx, ni mucho menos de Hegel. Ni siquiera deben de haber leído el capítulo de El malestar de la política que le dedica Sebreli al tema. Marx reunió en su entierro solo a once personas y su victoria fue pírrica, al costo de que sus textos se deformaran hasta el absurdo. Fue precursor de la Escuela de Frankfurt en tanto auspició la fusión de la filosofía con las ciencias sociales y de ambas con la historia y la economía. En el prólogo de El Capital advirtió, y lo bien que hizo, que no daba recetas de cocina para el futuro, desautorizando así, por anticipado, las prácticas estalinistas, maoístas y castristas que luego invocaron y traficaron su nombre. Marx despreció todos los movimientos nacionalistas: fue el primer globalizador.

La originalidad de Marx es que en su cosmovisión el socialismo no vendría a reemplazar el capitalismo sino a complementarlo y sucederlo. Nada más alejado de las izquierdas posmodernas que el pensamiento de Marx: recordemos que decía que no es posible repartir la riqueza antes de crearla y que no se consigue la igualdad cuando los bienes a distribuir son escasos.

Pero la impronta de Sebreli no se agotó en el hegelo-marxismo. A partir de los años 80 produjo una torsión en su cosmovisión, abandonando ciertos tintes populistas que había rozado en la época de Contorno y avanzando en dos direcciones: por un lado, la crítica del relativismo cultural y, por ende, la defensa de los valores eurocéntricos; por el otro, un liberalismo democrático que él llamaba “de izquierda”. Los paradigmas que estaban presentes en Bobbio, Giddens, Dworkin y Habermas. Defendió entonces la idea de una sociedad en la cual personas muy distintas pudieran convivir pacíficamente en un mismo territorio; una sociedad donde la autonomía y la dignidad humana estén garantizadas, permitiendo a cada ciudadano la libre elección del modelo de vida; y, por fin, una sociedad que asegure el derecho de propiedad y el libre mercado como motores del desarrollo.

Ese liberalismo exige que el Estado mantenga un rol crucial, no con los que toman malas decisiones pero sí con los desafortunados. La propia historia de Sebreli puede ser estudiada, a la manera en que Sartre lo hizo con Flaubert y Baudelaire, como un modelo de este requerimiento. Nació en 1930 en una familia de clase media baja de origen proletario a la que la suerte no acompañó: la madre tenía un puesto de maestra pero la dictadura de José F. Uriburu la dejó cesante; el padre era vendedor en una marmolería, pero con la crisis del 30 el negocio cerró. Quedaron sin trabajo y sin techo, debiendo refugiarse en un departamento prestado.

Carrera de lector

Asistió Sebreli a la escuela primaria Carlos Pellegrini, ubicada en Entre Ríos y Cochabamba, inaugurada en los años veinte sobre otra escuela más vieja que el presidente Roca había abierto en 1884. La escuela pública de los años treinta era buena y tenía un carácter igualitario, porque allí se mezclaban los niños de todas las clases. Hizo luego la secundaria en el colegio Mariano Acosta, cuyo salón de actos tenía los techos pintados con frescos de Nazareno Orlandi, el mismo que decoró la ópera de Manaos. Comparar aquella escuela con esta de hoy, que se cae a pedazos, es inquietante. Tuvo allí profesores conspicuos, como Lino Palacio y Marcelo Sánchez Sorondo, y trabó amistad con compañeros como Oscar Masotta y el famoso teólogo Juan Carlos Scannone, quien llegaría a ser profesor de Bergoglio.

La amistad de más de medio siglo con Scannone, a quien hace unos años visitamos en el Colegio Máximo de San Miguel, donde él vivía, prueba que Sebreli estaba lejísimos de enemistarse con buenas personas pertenecientes al cristianismo; solo estaba en contra de los que, enmascarados detrás de la religión, demuelen la razón y la libertad.

A los quince años Sebreli inició su voraz carrera de lector en la Biblioteca Nacional de la calle México. Iba allí a diario a sumergirse en las grandes novelas, en medio del imponente escenario de la sala de lectura, con la alta claraboya que dejaba entrar destellos de luz y las lámparas de opalina verde sobre las mesas de madera. Autodidacta y caótico, saltaba de libro en libro en tardes interminables, inaugurando un vértigo literario que seguiría hasta su último día.

Inició la carrera de Filosofía en la facultad de la calle Viamonte, creyendo que allí podría estudiar a Hegel y a los existencialistas, pero la influencia católica en los años del peronismo, determinante hasta el punto de que muchos de los profesores eran curas, desmintió esa ilusión, por lo cual se escapaba a leer por su cuenta a los bares cercanos.

Sebreli fue un producto típico de las prestaciones que aquella generación del 80 había organizado (y que –con matices– perduraban en la primera mitad del siglo XX) en torno a la educación y la cultura públicas. Una vez equipado de esas primeras herramientas que el Estado le proveyó, pudo golpear las puertas de la revista Sur, conocer a Victoria Ocampo e iniciar su extraordinaria carrera como escritor. El liberalismo democrático da igualdad de oportunidades y apuntala en el origen a los más vulnerables; sin aquel Estado orientado por los ideales sarmientinos la gran obra de Sebreli muy probablemente se habría perdido.

Juan José murió dos días antes de cumplir 94 años, atravesó dos siglos, fue una referencia indispensable ante cada acontecimiento del mundo. Un héroe. El interés de los miles de lectores y admiradores repone la circulación de sus potentes ideas; las limosnas de odio de los fascistas de izquierda y derecha, igualados en la bajeza y el resentimiento, las nutren y fortalecen.

Publicado en La Nación el 9 de noviembre de 2024.

Link https://www.lanacion.com.ar/ideas/el-liberalismo-democratico-ante-la-irrupcion-de-los-fascistas-nid09112024/

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