En los comentarios de actualidad advertimos, vaya primicia, que estamos inmersos en un cambio de época. El presidente Milei es el heraldo de estos cambios profundos intensificados en la cima del poder por un “triangulo de hierro”, según sus palabras, que nos ametralla con ideas y políticas concomitantes.
Empero, tras estas transformaciones, los hilos invisibles de nuestras tradiciones hacen valer su presencia. Entre ellas, hay tres tradiciones duras. Primera, la polarización entre contrarios: ellos o nosotros, los buenos ciudadanos y la casta, “los héroes” que apoyan al Presidente y las “ratas, degenerados fiscales” que se le oponen en el Congreso. Segunda, el faccionalismo que penetra en los partidos tradicionales y en el que, con dificultades ostensibles, expresa el oficialismo. Tercera, el encuadre más preciso en el sistema político de la polarización entre Milei y el kirchnerismo.
Para quien recorre nuestra historia lejana y reciente estos datos no son novedosos. En las dos últimas décadas el kirchnerismo polarizó el campo político merced a la dialéctica amigo-enemigo. Los infundios y sarcasmos, los ataques al periodismo independiente, los animadores adictos, no nacieron con Milei, pero éste, con ropaje libertario y en las antípodas de aquel pretendido populismo de izquierda, los conserva y aumenta poco menos que a diario.
Las políticas se consagran en el altar de un rigor fiscal en principio positivo; el estilo permanece al contrario incólume. Es la manía insistente de instalar la política democrática en el ruedo de la enemistad. Semejante a la que campeaba durante el kirchnerismo, la enemistad se desvía de acuerdo con las circunstancias, de tal suerte que las “ratas” pueden en un santiamén convertirse en “héroes”.
Aunque parezca contradictorio, la polarización coexiste con un faccionalismo común a oficialistas y opositores. Estas divisiones de amplio espectro en los partidos tradicionales -la más desgarrante es la de la Unión Cívica Radical- dan tono estridente al tipo de régimen político que hemos denominado de democracia de candidatos opuesto al consagrado durante el último siglo de democracia de partidos. En estos meses, el outsider victorioso protagoniza la democracia de candidatos; los líderes formados en la fragua más lenta de la democracia de partidos hoy languidecen.
En este contexto hay ganadores y perdedores. Si echamos una mirada a las encuestas, resaltan en ellas la intención de voto que obtendría el oficialismo, en torno al 40%, junto con un 20% que aún respalda al kirchnerismo. El centro de la escena lo ocuparían estas dos fuerzas que a su vez encarnan un fuerte personalismo. Cristina Kirchner enfrenta a Milei al paso que el Presidente parece satisfecho por haber encontrado ese contendiente.
Este es el centro de una escena polarizante que centrifuga la política y la dirige hacia los extremos. Si hay pues un dualismo que ocupa ese lugar, sobrevive además otro centro situado entre esos dos extremos que, patéticamente, corre el riesgo de caer en la irrelevancia. Allí se destaca un laberinto de facciones en el cual nadie sobresale, sin atisbos de una estrategia compartida, más atentas a los vaivenes y directivas emanadas del Poder Ejecutivo que a sus propias orientaciones.
Por lo demás, este otro concepto del centro político, que soporta el desprecio del Presidente, solo ha sido capaz de ejercer un pluralismo negativo frente a proyectos de ley; por ejemplo el financiamiento a la SIDE o impulsando el aumento de jubilaciones derrotado por el veto del Poder Ejecutivo.
La iniciativa por tanto está en el Ejecutivo, en una voluntad que transpira ambición y que se refuerza con el empeño de construir un partido oficialista, martillando sobre la división de los contrarios para atraerlos a su redil. Curiosamente, estas tácticas buscan imitar experiencias anteriores.
La llevó a cabo Perón, en los años cuarenta del último siglo, organizando férreamente un nuevo partido con agentes propios y con retazos provenientes del radicalismo, el conservadurismo y el socialismo: el saliente ejemplo de un movimiento armado desde el Estado que cambió sustancialmente el perfil de la política utilizando dirigentes pertenecientes a antiguas divisas.
¿Es acaso este temperamento el que predomina en el “círculo de hierro” que habita en palacio, equipado con redes multitudinarias que los operadores esparcen diariamente? Así parece, mientras estos actores, resueltos a imponer sin modestia alguna una historia inédita en el país y en el mundo, repiten la historia de pescar en facciones ajenas para armar con esa materia prima un nuevo oficialismo.
¿Y ahora qué? El montaje de un partido oficialista es pues un designio que procura atraer a sectores del peronismo al borde quizás de una posible transformación o de que se acentúe la dispersión. Siempre el peronismo se transformó desde el poder; hacerlo desde el llano es otra historia cuando las trompetas de la presidencia, que sin duda escuchan algunos gobernadores peronistas, suenan para provocar una fusión entre facciones más que una coalición entre partidos.
Se trata de una tendencia negativa que omite practicar coaliciones abiertas y responsables. Las reformas necesarias están en otro lado como resulta de los proyectos de la boleta única y de la ficha limpia aplicable a los próximos candidatos.
En todo caso, las buenas y malas noticias dependen del destino del orden fiscal, único emblema del oficialismo defendido a rajatabla que reclamaría integrarse con un plan de estabilización aún pendiente. El debate acerca del tipo de cambio y de la escasez de divisas son temas excluyentes en estos días.
¿Le cabe algún papel a ese centro fragmentado entre posiciones extremas? Hasta el momento no se vislumbra gran cosa, pero esta ausencia no excusa levantar la mirada para reconstruir un espacio capaz de inyectar una dosis de equilibrio a un sistema polarizado en extremo. De lo contrario seguirán rugiendo los leones, como dice el Presidente.
Publicado en Clarín el 22 de septiembre de 2024.
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