jueves 26 de diciembre de 2024
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Los presidentes legisladores: el abuso de los decretos de necesidad y urgencia

Pese a que el primer objetivo del “Núcleo de Coincidencias Básicas” de la ley 24.309 (art. 2, inc. d, A), declarativa de la necesidad de la reforma constitucional que habilitó la reforma de 1994, fue la “atenuación del sistema presidencialista”, en esa misma norma se preveía la regulación de facultades legislativas por parte del Poder Ejecutivo antes no contempladas expresamente en el texto constitucional, pero habituales en la práctica y reconocidas por la jurisprudencia. En este trabajo me referiré a los decretos de necesidad y urgencia (DNU), que son las normas de alcance general que dicta el Poder Ejecutivo sobre materias legislativas sin autorización previa del Congreso[1].

Estos decretos recién fueron incorporados a la Constitución Nacional en la reforma de 1994 (art. 99, inc. 3°). También en esa reforma se contemplaron los decretos delegados (art. 76) y los de promulgación parcial de leyes (art. 80). En los tres casos se trata del ejercicio de facultades legislativas por parte del Poder Ejecutivo que si bien no estaban previstas en el texto constitucional habían sido usadas numerosas veces. A falta de un anclaje específico en la Constitución, en los considerandos de estos decretos, al citarse la fuente legal, se invocaba la atribución presidencial de dictar decretos reglamentarios (o reglamentos de ejecución). Pero este tipo de instrumentos solo debería versar sobre los detalles o pormenores de las leyes sancionadas por el Congreso, a las que completan «cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias» (art. 99, inc. 2°), por lo que el cauce elegido para legislar por parte del Poder Ejecutivo era notoriamente desbordado.

Antes de la reforma constitucional de 1994 la doctrina estaba dividida respecto de si los presidentes podían dictar excepcionalmente decretos de necesidad y urgencia. Antonio María Hernández[2] señala: “Un sector importante de la doctrina publicística, integrado por Bielsa, González, Marienhoff, Villegas Basavilbaso, Cassagne, Diez, Vanossi, Linares, Dromi, Gordillo, Quiroga Lavié y Sagüés, avaló la posibilidad del dictado de estos institutos en el marco del texto constitucional anterior. En cambio, otro sector que integramos junto a González Calderón, Linares Quintana, Bidart Campos, Ekmekdjian, Spota, Fiorini, Segovia, Badeni y Ruiz Moreno, señaló la posición contraria”.

Hasta la presidencia de Alfonsín se habían dictado en toda nuestra historia unos 15 DNU. Por ejemplo, el traslado de la capital al pueblo de Belgrano por parte del presidente Avellaneda con motivo del enfrentamiento armado entre la Nación y la provincia de Buenos Aires. Quiroga Lavié[3] recuerda que “Roca, en 1885, ratificó por decreto el curso legal de las emisiones de moneda del Banco Nacional, y Pellegrini, en 1891, dispuso la suspensión del pago de depósitos del Banco Nacional y del Banco de la Provincia de Buenos Aires para subsanar la crisis monetaria existente”.

Alfonsín dictó en sus casi seis años de gobierno alrededor de 10[4]. El más conocido fue el 1096/85, mediante el que se puso en marcha el Plan Austral. En ese decreto, entre otros aspectos, se modificó el signo monetario (pasó de peso argentino a austral) y se estableció el “desagio”, un sistema de conversión de las obligaciones a plazo a un monto nominal menor al pactado a fin de que el descenso abrupto de la inflación que se preveía, y que efectivamente se verificó en una primera etapa, no implicara un enriquecimiento sin causa para los acreedores, dado que los contratos tenían implícita la estimación de una desvalorización de la moneda mucho más alta que la que a la postre ocurriría. El Congreso finalmente ratificó el decreto en la ley de presupuesto correspondiente al ejercicio del año siguiente[5]. Con ese fundamento, la Corte Suprema desestimó un planteo de inconstitucionalidad en un caso en el que se cuestionaba la validez del decreto hasta tanto no fuera ratificada por el Poder Legislativo[6].

La situación cambió drásticamente ya desde los primeros años de la presidencia de Menem, quien recurrió a ellos con una frecuencia inusitada. Ya en los primeros cuatro años de su primera presidencia había dictado 308. Y en sus dos presidencias superó los 500. Ese ímpetu legislativo del Poder Ejecutivo no se habría de detener, pese a que, como veremos, la reforma constitucional de 1994 intentó ponerle coto.

En un trabajo sobre la actividad normativa del poder ejecutivo publicado por Alfonso Santiago y Santiago Castro Videla[7] se indica que en el período 1983 al 31-12-2018 en la Argentina se dictaron unos 1139 DNU, mientras que, en ese mismo período, el Congreso Nacional sancionó un total de 4.461 leyes, por lo que los DNU dictados representan un 25,5% del total de las leyes sancionadas por el Congreso: 1 DNU por cada 3,9 leyes y aproximadamente 1 DNU cada 12 días en el período 1983 a dic-2018.

En el fallo «Peralta», de 1990, la Corte Suprema, con su conformación recientemente modificada por el incremento de sus miembros de cinco a nueve durante la primera presidencia de Carlos Menem, los admitió sin mayores condicionamientos. Para hacerlo, comenzó por relativizar el principio de la división de poderes, al que le asignó el valor de una mera categoría histórica:

Que el estudio de facultades como las aquí ejercidas por parte del PEN guarda estrecha relación con el principio de la llamada ´división de poderes´, que se vincula con el proceso de constitucionalismo de los Estados y el desarrollo de la forma representativa de gobierno. Es una categoría histórica; fue un instrumento de lucha política contra el absolutismo y de consolidación de un tipo histórico de forma política (…) tal división no debe interpretarse en términos que equivalgan al desmembramiento del Estado, de modo que cada uno de sus departamentos actúe aisladamente, en detrimento de la unidad nacional…[Fallos, 313:1513]”.

Al no ser el principio de división de poderes la principal valla contra la admisión de los DNU, la Corte no tuvo problemas en asignarle el sentido de un consentimiento tácito a la falta de oposición expresa del Congreso: «[e]l Congreso no ha tomado decisiones que manifiesten su rechazo a lo establecido en el decreto 36/1990…».

Y justificó esa postura en la mayor celeridad y eficacia del Poder Ejecutivo para conjurar los problemas que justifican el dictado de tales decretos:

“[I]nmersos en la realidad no solo argentina, sino universal, debe reconocerse que por la índole de los problemas y el tipo de solución que cabe para ellos difícilmente puedan ser tratados y resueltos con eficacia y rapidez por cuerpos pluripersonales [como el Congreso] (…) Esto no extrae, sin embargo, como ya se dijo, la decisión de fondo de manos del Congreso Nacional, que podrá alterar o coincidir con lo resuelto; pero en tanto no lo haga, o conocida la decisión no manifieste en sus actos más que tal conocimiento y no su repudio (…) no cabe en la situación actual del asunto coartar la actuación del presidente en cumplimiento de su deber inmediato”.

Es importante destacar la doctrina que emerge de este fallo porque nos revela, con independencia de lo que dijera el texto constitucional, cuál era el derecho vigente antes de la reforma de 1994. Los DNU no existían en la Constitución Nacional, pero se dictaban con gran frecuencia y la Corte Suprema no solo los admitía, sino que le confería un virtual efecto ratificatorio al silencio del Congreso. Por lo demás, la enorme mayoría no revestía gravedad ni urgencia.

En ese contexto, la Convención Constituyente de 1994 optó por reconocerlos, darles un cauce y dotarlos de ciertos límites. Se los incorporó a la Constitución en el artículo 99, inc. 3°, referido a las atribuciones del presidente de la Nación, a partir del segundo párrafo:

El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable emitir disposiciones de carácter legislativo.

Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos, podrá dictar decretos por razones de necesidad y urgencia, los que serán decididos en acuerdo general de ministros que deberán refrendarlos, conjuntamente con el jefe de gabinete de ministros.

El jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara. Esta comisión elevará su despacho en un plazo de diez días al plenario de cada Cámara para su expreso tratamiento, el que de inmediato considerarán las Cámaras. Una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara regulará el trámite y los alcances de la intervención del Congreso.

El texto es algo impreciso y deja importantes temas abiertos. No obstante, a los efectos de su interpretación, es indudable el carácter extraordinario de estos decretos, establecido desde el inicio. El presidente no puede «en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo». Por eso, las excepciones que se admiten deben interpretarse de modo restrictivo.

Así lo interpretó la Corte Suprema en el fallo “Verrocchi”[8], al determinar que las «circunstancias excepcionales [que] hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes» exigen:

  1. a) Que las Cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que imposibilitaran su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal;
  2. b) Que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes.

Por cierto, desde la incorporación constitucional de los DNU, salvo en el caso de la pandemia de 2020, nunca se ha invocado la primera causal; son siempre razones de gravedad y, sobre todo, de urgencia, las que se mencionan.

El fallo “Verrochi” es el primero en el que la Corte aborda exhaustivamente la interpretación del artículo 99, inciso 3 de la Constitución Nacional. Es cierto que se suele citar uno anterior, “Video Dreams”[9], de 1995, pero este era un caso fácil[10]: se trataba de un DNU anterior a la reforma de 1994 dictado por Menem sobre materia tributaria. “Verrochi” deja algunos otros criterios que la Corte va a reiterar en fallos posteriores y que hoy cobran especial actualidad:

  • “Que los constituyentes de 1994 no han eliminado el sistema de separación de las funciones del gobierno, que constituye uno de los contenidos esenciales de la forma republicana prevista en el art. 1° de la Constitución Nacional. En este sentido, los arts. 23, 76 y 99 revelan la preocupación del poder constituyente por mantener intangible como principio un esquema que, si bien completado con la doctrina de los controles recíprocos que los diversos órganos se ejercen, constituye uno de los pilares de la organización de la Nación, por cuanto previene los abusos gestados por la concentración del poder. Considérese que la reforma fue fruto de una voluntad tendiente a lograr, entre otros objetivos, la atenuación del sistema presidencialista, el fortalecimiento del rol del Congreso y la mayor independencia del Poder Judicial”.
  • “Que el texto nuevo es elocuente y las palabras escogidas en su redacción no dejan lugar a dudas de que la admisión del ejercicio de facultades legislativas por parte el Poder Ejecutivo se hace bajo condiciones de rigurosa excepcionalidad y con sujeción a exigencias materiales y formales, que constituyen una limitación y no una ampliación de la práctica seguida en el país, especialmente desde 1989”.
  • “Es atribución de este Tribunal en esta instancia evaluar el presupuesto fáctico que justificaría la adopción de decretos de necesidad y urgencia (conf., con anterioridad a la vigencia de la reforma constitucional de 1994, Fallos: 318:1154, considerando 9°) y, en este sentido, corresponde descartar criterios de mera conveniencia ajenos a circunstancias extremas de necesidad, puesto que la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto”.

 

Todavía no se había dictado la ley especial que regulara los efectos de estos decretos y la intervención del Congreso. Había opiniones dispares: para algunos, sin esa ley el Poder Ejecutivo podía dictar decretos de necesidad y urgencia sin control parlamentario; en el extremo opuesto, se consideraba que sin ese control previsto por la Constitución tales decretos eran de por sí inválidos (es el criterio de Petracchi en “Verrochi”). La mayoría considera en este fallo que el Poder Ejecutivo puede dictar decretos de necesidad y urgencia aún sin la sanción de la ley especial, pero que esa omisión refuerza la necesidad del control judicial[11].

La interpretación muy restrictiva de los DNU se ratifica en el fallo “Consumidores Argentinos”, de 2010, ya sancionada cuatro años antes la ley 26122 que reglamenta la intervención del Congreso y los efectos de las disposiciones legislativas emanadas del Poder Ejecutivo. En este, dictado por unanimidad, la Corte, además de reproducir buena parte de los fundamentos expuestos en “Verrochi”, señala que “las modificaciones introducidas por el Poder Ejecutivo a la ley 20.091 no traducen una decisión de tipo coyuntural destinada a paliar una supuesta situación excepcional en el sector, sino que, por el contrario, revisten el carácter de normas permanentes modificatorias de leyes del Congreso Nacional. En estas condiciones, cabe concluir en la invalidez del decreto cuestionado en el sub lite, por cuanto no han existido las circunstancias fácticas que el art. 99, inciso 31, de la Constitución Nacional describe con rigor de vocabulario[12] (conf. “Verrocchi”, considerando 10)”[13].

 

Lo más claro del texto constitucional incorporado en 1994 (art. 99, inc. 3º) son las materias prohibidas. Son cuatro: penal, tributaria, electoral y régimen de los partidos políticos. En estos supuestos la prohibición es absoluta y ninguna circunstancia, por grave que fuera, les conferiría validez.

En cuanto al trámite de los DNU, el artículo prevé que «el jefe de gabinete de ministros personalmente y dentro de los diez días someterá la medida a la consideración de la Comisión Bicameral Permanente, cuya composición deberá respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara», la que elevará un despacho para el tratamiento de las Cámaras. Pero lo más importante, «el trámite y los alcances de la intervención del Congreso», debía ser regulado por una ley especial sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada Cámara.

Esa ley, que demoró doce años en sancionarse, es la 26.122, que crea la Comisión Bicameral y regula el procedimiento parlamentario de control de los DNU, delegados y de promulgación parcial de leyes. No abordaré aquí el comentario de esa ley[14] más que respecto de los DNU en sus aspectos fundamentales. La clave se halla en el artículo 24:

“El rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo a lo que establece el artículo 2° del Código Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia”.

La cuestión medular que debía encarar la ley especial era la de los efectos del silencio legislativo posterior al dictado de los decretos que consideramos. Según la ley 26.122, no solo no existe un plazo de caducidad, sino que no basta con que una de las Cámaras rechace el decreto; este solo queda derogado si es rechazado por ambas.

Si bien es cierto que el artículo 99, inc. 3° de la Constitución Nacional no determinó la solución precisa con relación al silencio parlamentario, tanto el carácter extraordinario de los DNU como la previsión del artículo 82 («La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta»), imponían la adopción del criterio opuesto. En la práctica, si los decretos se dictan fuera de las condiciones que lo justifiquen y sin un adecuado control judicial, se permite que el oficialismo altere el modo normal de formación y sanción de las leyes si cuenta con mayoría en una sola de las Cámaras.

Es necesario destacar el carácter excepcional de estos instrumentos. La función legislativa le corresponde al Congreso. Puede ocurrir que en situaciones de extraordinaria gravedad, en especial las crisis económicas tan recurrentes en la Argentina, sea imperioso actuar con gran celeridad. El Poder Ejecutivo, por ser unipersonal, y no estar sujeto a los procedimientos parlamentarios para el dictado de normas (más lentos todavía en un sistema bicameral), se halla en mejor condición en esos casos para obrar rápidamente. A eso lo autoriza la Constitución, en el entendimiento de que se adelanta, no sustituye, al Congreso. Es decir, que hace lo que el Congreso hubiera hecho de poder actuar con celeridad.

Que un proyecto de ley, por conveniente que nos pueda parecer, demore en ser sancionado, no es una circunstancia que habilite el dictado de DNU, máxime si la demora obedece a la existencia de diversos criterios con relación a los méritos de la iniciativa o a su constitucionalidad. Tampoco lo es el receso parlamentario, porque el Poder Ejecutivo puede convocar a sesiones extraordinarias.

Dicho de otro modo, el Presidente no tiene dos vías, a su elección, para impulsar una medida de naturaleza legislativa: las leyes del Congreso o los DNU. Sostener que estos «están en la Constitución», como si pudiera disponer de ellos a su antojo, es ignorar el texto constitucional, que los autoriza excepcionalmente y sujetos a ciertas condiciones.

 

EL DECRETO 70/2023

El Decreto 70/2023, dictado por el presidente Milei el 20 de diciembre de 2023, a diez días de su asunción, supera largamente, por su extensión y la enorme cantidad de leyes que deroga y modifica, todo lo visto hasta ahora en materia de legislación dictada por el Poder Ejecutivo. Quedará en las estadísticas de los DNU, cuando se contabilicen los dictados por cada presidente, como uno, pero es en verdad casi un centenar en uno solo.

En los considerandos se describe, como era de esperar, un escenario apocalíptico, que justifica los poderes excepcionales:

“Que la severidad de la crisis pone en riesgo la subsistencia misma de la organización social, jurídica y política constituida, afectando su normal desarrollo en procura del bien común.

Que ningún gobierno federal ha recibido una herencia institucional[15], económica y social peor que la que recibió la actual administración por lo que es imprescindible adoptar medidas que permitan superar la situación de emergencia creada por las excepcionales condiciones económicas y sociales que la Nación padece, especialmente, como consecuencia de un conjunto de decisiones intervencionistas”.

Es indudable que la Argentina atraviesa una etapa crítica en materia económica y social. En especial, era necesario atacar las causas de la muy alta inflación. Casi ningún economista, sin embargo, pronosticaba como inevitable caer en la hiperinflación. Los fundamentos del decreto dan por cierta esa hipótesis, para exagerar la emergencia. Pero, como en cualquier caso la situación era muy compleja, se podría admitir la urgencia de medidas destinadas a estabilizar la economía. No obstante, la enorme mayoría de las leyes que reforma nada tienen que ver con ese objetivo.

Así, por ejemplo, al margen de que se coincida con buena parte de la orientación general del decreto, no se advierte la urgencia ni el peligro inminente, con relación a la conjetural hiperinflación que se menciona como el fundamento de estas reformas, que hagan imposible seguir el trámite de formación y sanción de las leyes para legislar sobre las siguientes cuestiones: abastecimiento, promoción industrial, compre nacional, compre argentino, góndolas, yerba mate, prepagas, actividad farmacéutica, ejercicio de la medicina, actividad vitivinícola, azúcar, olivicutura, algodón, minas, sociedades del Estado, Banco Nación, principio de autonomía de los contratos en el Código Civil y Comercial, alquileres, sociedades deportivas, turismo o régimen jurídico del automotor, entre otras.

La mera enumeración de esas materias indica que no se trata de una respuesta urgente a un problema súbito que no admite la menor dilación, sino de todo un programa de gobierno establecido de un solo golpe de decreto, como si el Congreso de la Nación no existiera.

A la inconstitucionalidad manifiesta por la desvinculación entre los motivos alegados para dictar el DNU y la mayor parte de las normas modificadas o derogadas, se agrega la inconveniencia de legislar de un modo tan general y sin el menor debate. La desregulación puede ser un objetivo plausible, pero cada sector tiene sus particularidades. Las marchas y contramarchas en el ámbito de la salud son un ejemplo elocuente de la improvisación con que se actuó. Se suprimieron, en nombre de la libertad contractual y la autonomía de la voluntad de las partes, los obstáculos para que las prepagas determinaran a su solo juicio los importes que cobrarían a sus afiliados, pero cuando estos se quejaron porque empezaban a recibir aumentos significativos, el gobierno nacional descubrió que las empresas de salud estaban cartelizadas, las denunció por esas prácticas que supuestamente violaban la competencia y volvió a regular el mercado.

Como lo señala Ricardo Ramírez Calvo[16], la coincidencia con esas medidas “no puede jamás afectar el análisis constitucional ni justificar pasar por alto las formalidades que imponen las normas de la Constitución. Algunas de ellas, tomadas individualmente, tal vez puedan superar las exigencias del fatídico art. 99, inc. 3º, pero la emergencia no puede ser una habilitación general para ignorar la Constitución”, dado que “las preferencias personales no están por encima de la Constitución nacional. A pesar de los muchos aspectos positivos que tiene el decreto 70/2023 en cuanto al fondo, es un ejemplo más del abuso de una herramienta excepcional, que la Constitución prohíbe como regla general”.

 

TRES DESTACADOS DEFENSORES DE LA CONSTITUCIONALIDAD DEL DECRETO ÓMNIBUS

Dado que, por lo expuesto, el Decreto 70/2023 resulta a primera vista manifiestamente inconstitucional, vale la pena conocer los argumentos de algunos juristas relevantes que han defendido su constitucionalidad.

 

  1. Rodolfo Barra

Es interesante conocer el criterio de Rodolfo Barra sobre los DNU, no solo porque es un destacado administrativista, que fue ministro de Justicia y juez de la Corte Suprema, sino, sobre todo, por su función actual como Procurador del Tesoro. Las opiniones de Barra no son nuevas en esta materia, por lo que si el presidente lo designó en ese cargo de tanta relevancia jurídica hay que suponer que se siente representado por ellas. Podemos considerar a Barra la voz jurídica del Poder Ejecutivo, mucho más que al ministro de Justicia, que es un famoso abogado penalista, pero cuyas ideas generales en materia constitucional hasta ahora no habían trascendido.

La preferencia del presidente por Barra fue de tal envergadura que hasta dictó un DNU, anterior al DNU ómnibus 70/2023, para eliminar un obstáculo legal que le hubiera impedido designarlo[17]. ¿Cómo justifican los fundamentos del decreto ese by pass al Congreso? De manera muy pobre, como suele hacerse en estos casos: “Que la urgencia en la adopción de la presente medida hace imposible seguir los trámites ordinarios previstos por la Constitución Nacional para la sanción de las leyes”. Pero esa no es una justificación, sino la mera reproducción del texto mediante el cual la Constitución determina el carácter excepcional de los DNU. Falta demostrar por qué en este caso concreto existe esa urgencia. Y esa demostración no fue siquiera esbozada, por la sencilla razón de que habría sido imposible probar la urgencia exigida[18].

La opinión de Barra es útil, además, porque expresa con inusual franqueza ideas que están implícitas en algunos juristas y políticos que defienden los DNU -siempre, claro, que gobierne una fuerza política que sea de su simpatía-, pero con frecuencia expuestas de manera poco clara.

En un artículo publicado en Infobae el 22 de diciembre de 2023[19], es decir, dos días después de dictado el DNU 70/2023, expresa Barra:

“Nuestro Presidente “es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país”, dice el artículo 99.1 de la Constitución”. Es claro que el constituyente le ha atribuido al Presidente la función de jefatura o conducción superior, de impulso y direccionamiento, relegando el ejercicio de la administración al jefe de gabinete de ministros (art. 100.1). Es decir, nuestro Presidente es, en el punto, una figura análoga al Rey (por ejemplo en España) o al Jefe de Estado (por ej. Presidente de la República en Italia) en los actuales sistemas parlamentarios europeos: quien conduce y define los temas más trascendentes, especialmente aquellos que hacen a la paz, la justicia material y la subsistencia de la Nación”.

En otras palabras, habría tres poderes, pero no todos tendrían la misma jerarquía. El presidente, como jefe supremo de la Nación, estaría por encima de los demás. O, por lo menos, encima del Poder Legislativo. Si así fuera, sería muy fácil admitir los DNU con la mayor naturalidad. Uno podría preguntarse si, en lugar de justificar el dictado de DNU por parte del presidente, no habría que justificar en cada caso si se dan las circunstancias excepcionales para que el Congreso sancione leyes.

Barra se toma de una expresión que efectivamente emplea la Constitución desde 1853 y que la reforma de 1994 debió haber modificado: el presidente es “el jefe supremo de la Nación”. Pero esa frase desafortunada debe interpretarse en forma restringida, como referida a la administración pública y al carácter del presidente de Jefe de Estado, que representa a la Argentina en el plano internacional, porque nada en la Constitución, y especialmente en materia de disposiciones legislativas, le confiere una supremacía sobre el Congreso.

Pero, en su intento de magnificar la figura del presidente, el autor no advierte que en la comparación que después formula la debilita. En efecto, un rey, en una monarquía constitucional como la española o la británica, tiene mucho menos poder que un presidente en una república presidencialista. Y lo mismo cabe señalar sobre los presidentes en las repúblicas con sistemas parlamentaristas.

Los reyes o los presidentes, en el parlamentarismo, no definen los temas más importantes ni remotamente. Por lo general, no deciden nada trascendente. Sería inimaginable que el rey Carlos III dictara un decreto para derogar leyes del Parlamento británico.

Continúa Barra:

“Como jefe supremo de la Nación, ejerce tal función de jefatura, conforme con el sistema federal, sobre todo el país. Como jefe del gobierno, orienta la acción del Poder Legislativo y, junto con este, da forma al Poder Judicial en cuanto a su dimensión, integrantes y normas procesales. Como responsable político de la Administración, da cuenta de su gestión ante el Pueblo, especialmente a través de la herramienta electoral y también, en situaciones extremas, ante el Congreso”.

Lo más asombroso de este párrafo es que, según el actual Procurador del Tesoro, el presidente “orienta la acción del Poder Legislativo”. Es exactamente al revés: salvo en las competencias exclusivas, como, por ejemplo, la designación de ministros, es el Poder Legislativo el que orienta la acción del presidente, que es el titular -y el nombre no es casual- del Poder Ejecutivo. En lo que concierne al tema sobre el que escribió Barra, que no se refería a cualquier cosa sino a disposiciones legislativas del Poder Ejecutivo, el presidente, conforme al inciso 2 del artículo 99 de la Constitución Nacional, “expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias”.

En ninguna parte de la Constitución se establece como atribución del presidente “orientar” la acción del Poder Legislativo, más allá de su condición de colegislador, que se manifiesta en la facultad de presentar proyectos de ley y en su participación en el proceso de formación y sanción de las leyes a través de la promulgación o el veto.

Esa introducción le da a Barra el contexto para entrar en materia. Prosigue así:

“Para cumplir con esta grave responsabilidad –la función de jefatura- la Constitución le otorga las competencias que se encuentran enumeradas en su artículo 99, entre ellas, las de dictar normas de naturaleza legislativa, los decretos de necesidad y urgencia (DNU) “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposibles seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes” (art. 99.3). Es decir, le otorga la competencia (“poder”) legislativa (con exclusión de algunas materias) excepcional, sujeta a un régimen especial de revisión y control por parte del Congreso”.

Hasta ahí, uno podría coincidir. Pero a renglón seguido señala:

“Así, “las circunstancias excepcionales” que obstan al trámite ordinario legislativo, no son ni una guerra, terremoto, invasión extraterrestre, o similar, sino la situación misma”.

Quien habla de guerra y terremoto (no de invasión extraterrestre, agregado que debemos al humor de Barra) es la Corte en el caso “Verrochi”. Es decir, Barra refuta a la Corte, pero además lo hace de un modo muy poco claro. Lo que basta es “la situación misma”. Una expresión más bien enigmática.

Después sostiene:

“Que nos encontramos ante una situación extraordinariamente crítica (generada por muchos de los que, con gran hipocresía, critican el DNU 70/23) nadie lo puede negar.” Nadie lo puede negar, en efecto, ni siquiera quienes criticamos ese DNU sin ninguna hipocresía.

Y así justifica la legislación por decreto:

“ …nadie de buena fe o con un mínimo de sentido común puede pensar que el debate sobre las medidas tomadas en el DNU 70/23 podría precisar sólo de unos pocos días en el Congreso. ¿Cuánto incidirá en la duración de ese debate la presión de los “intereses creados” (los que maman de la teta del Estado “prebendario”)? ¿No son ellos los que nos han gobernado estos últimos 20 años, al amparo de, en muchos casos, presidencias de papel pintado? Así nos va”.

En otras palabras, el fundamento del DNU es que el presidente cree que las reformas que él considera convenientes deben ser realizadas en un día. No pueden esperar varias semanas o meses. Pero entonces es mejor pedir directamente que se clausure el Congreso, porque ninguna de las disposiciones de ese DNU ataca en forma directa e inmediata el peligro hiperinflacionario que en los considerandos del decreto se esgrime como justificación de la necesidad de actuar en pocas horas. Se trata de reformas estructurales (cuya orientación general yo comparto) y de modificaciones de leyes sancionadas hace décadas, que no son la causa de la crisis financiera.

Pero esas razones no son tenidas en cuenta por Barra, para quien el presidente tiene un margen ilimitado para determinar por sí cuándo legislar:

“No es cierto que con el dictado del DNU se saltea al Congreso. El Congreso puede derogarlo, o modificarlo, con una ley, en menos de 24 horas, o anularlo conforme con el procedimiento de la ley 26.122, también en 24 o 48 horas. ¿Qué no puede hacerlo así porque no tiene suficientes mayorías, no son posibles los acuerdos, etc? Bueno, precisamente por estas razones la Constitución Nacional le otorgó al Presidente –basado en su mayoría electoral (56% de los votos)- la competencia legislativa a la que nos estamos refiriendo, cuando la urgencia, la emergencia, la necesidad social, exigen medidas expeditas, de valentía política, de ejercicio de la Jefatura Suprema de la Nación”.

¿Pero no era que el Congreso era demasiado lento y eso justificaba la legislación por decreto? Ahora resulta que si se trata de la derogación de un decreto, puede hacerlo en 24 horas.

Lamentablemente, no. La ley 26122, sancionada por el peronismo en su encarnación kirchnerista, está pensada -siguiendo el precedente “Peralta”, de la Corte de mayoría peronista en su encarnación menemista- para que esa derogación sea extremadamente difícil. Se exige el rechazo expreso de ambas Cámaras del Congreso. De hecho, ningún DNU fue rechazado hasta ahora.

Por otro lado, extraña que Barra crea que mediante el procedimiento de la ley 26122 se puede anular un decreto. Esa ley prevé que el rechazo tiene efecto derogatorio, no de nulidad, es decir que los efectos cumplidos hasta ese momento no se alteran.

Pero el pasaje más asombroso de ese párrafo es el que señala que la Constitución le otorga al presidente la facultad de dictar DNU basado en su mayoría electoral del 56%. En otras palabras, los constituyentes de 1994, muchas veces tan cuestionados, eran en verdad augures que sabían 30 años antes que habría un presidente que en una segunda vuelta obtendría el 56% de los votos y eso justificaba convertirlo en el Gran Legislador.

Y eso lo hará -agrega- “cuando la urgencia, la emergencia, la necesidad social, exigen medidas expeditas, de valentía política, de ejercicio de la Jefatura Suprema de la Nación”. La urgencia y la emergencia, vaya y pase; pero “la necesidad social” es un añadido a la Constitución que hace Barra. Como cada presidente entiende, de acuerdo a su ideología y su programa, que sus medidas responden a satisfacer una necesidad social, entonces el autor, aunque le debamos agradecer su franqueza, quizás se queda algo corto y debería decir con todas las letras lo que surge como conclusión inevitable de sus argumentos: que el Poder Legislativo está de más.

 

  1. Juan Carlos Cassagne

También Juan Carlos Cassagne[20] se expresó tempranamente en favor de la constitucionalidad del DNU 70/2023. El título del primer acápite de su artículo no deja lugar a dudas sobre la conclusión a la que arribará, minimizando las palabras de la Constitución y la intención de los constituyentes: “La Constitución es un organismo vivo”[21]. Así pertrechado, relativiza, como hizo la mayoría de la Corte Suprema en “Peralta”, el principio de separación de los poderes. O más bien lo resignifica: sostiene que el “pensamiento de Montesquieu se encontraba más orientado a la protección de la libertad que al imperio de la ley positiva”. Esta idea habría sido desfigurada durante la Revolución Francesa por la influencia de Rousseau: “Al recibir la Declaración de Derechos de 1789 también la influencia de Rousseau, su concepción política, como la de la Constitución francesa de 1791, se torna muchas veces contradictoria. Puede decirse que la teoría rousseauniana fue la causa, en el plano histórico-filosófico, de los excesos en que incurrieron los revolucionarios al apartarse del modelo de la separación de poderes de Montesquieu y basarse en la primacía absoluta de la ley positiva emanada de la Asamblea”.

No se entiende muy bien porqué la crítica a la “primacía absoluta de la ley positiva emanada de la Asamblea”, se comparta o no que esa primacía esté mal, puede servir de defensa a la primacía del decreto, que es también una norma positiva, solo que emanada de un poder que no tiene la atribución de legislar. Quizás alguna pista nos la dé este pasaje: “el concepto de ley ha de interpretarse o integrarse combinando, según las circunstancias, la ley positiva con la ley natural o la justicia”, lo que complementa con la inevitable referencia al objetivo del Preámbulo de “afianzar la justicia”[22], que no se halla en su fuente norteamericana, “con un sentido que coadyuva y refuerza la posición institucional del juez argentino para controlar la arbitrariedad administrativa que, en una de sus principales acepciones, es todo acto contrario a la razonabilidad o justicia”.

En otros términos, podemos prescindir del texto de la Constitución cada vez que un sentido sustancial de justicia lo requiera. O, para usar las propias palabras de Cassagne, combinar la ley positiva con la ley natural o la justicia. Llevada la cuestión a ese terreno, ni los presidentes ni los jueces deben tener mayores motivos de preocupación: unos pueden dictar DNU y otros avalar su constitucionalidad si les parecen justos. Que se verifiquen los requisitos que la Constitución prevé plantea un tema secundario, propio de la estrecha concepción positivista (imagino que agregaría el autor) ilustrada en la frase “la ley es la ley”[23].

Luego de esa extensa excursión por los principios, la defensa concreta del DNU 70/2023 es bastante breve y dogmática. Comienza por celebrar que el decreto no haya sido fundado en la emergencia, sino en la urgencia. Pero esto no es así. Uno de los considerandos, ya transcriptos, expresa que “es imprescindible adoptar medidas que permitan superar la situación de emergencia creada por las excepcionales condiciones económicas y sociales que la Nación padece, especialmente, como consecuencia de un conjunto de decisiones intervencionistas”.

En lo que parece ser el corazón de la defensa de la constitucionalidad del decreto, manifiesta: “No se puede desconocer el carácter agudo y creciente del proceso inflacionario, con riesgo seguro de caer en una hiperinflación, ni la necesidad de cortar de cuajo el mal que nos aqueja”. No repetiré lo que ya dije. Baste recordar que aún si el riesgo de caer en la hiperinflación fuera seguro, no se entiende qué relación tienen con ese fenómeno, entre otras materias incluidas en esta disposición legislativa, las sociedades deportivas. Lo mismo cabe decir del alegado “grave riesgo social”. Es una invocación genérica, que como un talismán abre las puertas para que el Poder Ejecutivo legisle ad libitum.

Cassagne recurre, por último, al argumento tantas veces esgrimido por los oficialismos: los DNU están en la Constitución. “Los DNU pueden o no ser del agrado de los juristas y desde luego de las fuerzas políticas opositoras. Pero, lo cierto es, que se encuentran en la Constitución Nacional y no es posible argumentar que se trata de una herramienta inventada a extramuros de la Carta Magna”. Ni una palabra sobre el carácter restrictivo con el que están en la Constitución ni sobre la regla general prohibitiva del art. 99, inc. 3º, CN.

 

  1. Alberto Bianchi

En un reciente artículo sobre los DNU, Alberto Bianchi hace un repaso muy detallado y erudito, de gran utilidad para los estudiosos, sobre la jurisprudencia de la Corte Suprema en esta materia. Divide a los casos en “fáciles” y “difíciles”. Pero no se trata de una clasificación meramente descriptiva. La distinción le sirve para fundamentar la solución que propone respecto del DNU 70/2023:

“Si bien como dije al comienzo, la división de los casos relativos a los DNU entre “fáciles” y “difíciles” no es exactamente científica, resulta útil, sin embargo, para comprobar que, en los primeros, la Corte es muy exigente con aquellos DNU en los cuales, por lo general, el compromiso político era menor y su declaración de inconstitucionalidad no acarreaba consecuencias económicas de trascendencia. Ejemplos típicos de estos casos son “Verrocchi” y “Consumidores Argentinos”, cuya ortodoxia constitucional es irreprochable. Por el contrario, en los casos difíciles, la Corte ha sido mucho más tolerante. “Peralta” y todos los fallos relativos a la pesificación de las obligaciones dispuesta por el dec. 214/2002, ejemplifican este segundo grupo. Es más, en varios de estos casos, la Corte en lugar de citar “Verrocchi” y “Consumidores Argentinos”, acude a “Peralta”, donde la doctrina del “grave riesgo social” es de gran ayuda para el salvoconducto constitucional del DNU. ¿Podría decirse, entonces, que estamos ante un “doble estándar” en la jurisprudencia de la Corte para el juzgamiento de los DNU? Una primera respuesta, tal vez un poco lineal, es que efectivamente ese doble estándar existe. Pero si somos un poco más benévolos, podría sostenerse que, en realidad, lo que varía no es el estándar o vara de juzgamiento, lo que cambian son las circunstancias de hecho, que hacen al contexto, económico, político y social, en el cual cada DNU es dictado. Bajo esta segunda alternativa, no existe oposición ni contradicción doctrinaria —al menos manifiesta— entre lo decidido en unos y otros casos, lo que los diferencia es el “grave riesgo social” que es necesario conjurar (…)

Si se juzga el DNU 70/2023 en el laboratorio, su condena es inevitable, pero si consideramos la situación de “grave riesgo social” que este pretende conjurar, la respuesta tiene que ser forzosamente muy diferente (…)

Se ha presentado al DNU 70/2023, como un ataque a las instituciones republicanas. No lo es, en mi opinión. En todo caso este decreto, que refleja un programa de gobierno votado por el 56% del electorado en diciembre de 2023, es la respuesta oportuna y proporcional a una crisis profunda, en los límites de lo terminal. Esta es la verdadera amenaza a una República agobiada por las regulaciones, por el desorden económico, con un índice de inflación que supera casi todas las marcas mundiales y, consecuentemente, sin moneda, en la que el billete de más alta denominación apenas alcanza —cada vez menos— para realizar pagos muy menores. Es allí donde reside el mayor ataque a la República, pues, en tanto expresión de la soberanía, la Constitución —desde la reforma de 1994— le encomienda expresamente al Congreso la defensa del valor la moneda, en una norma, el art. 99(19), que la emisión descontrolada avasalla y corroe diariamente”.

El problema de este análisis es que vacía de sentido al texto constitucional. Le asigna una interpretación, que según el autor usa la Corte en los “casos fáciles”, “cuya ortodoxia constitucional es irreprochable”. Y tiene razón cuando afirma que en esos casos “el compromiso político era menor y su declaración de inconstitucionalidad no acarreaba consecuencias económicas de trascendencia”. Yo agregaría que además esos grandes principios eran establecidos varios años después de la entrada en vigencia de los DNU respectivos, cuando ya no afectaba a los presidentes que los habían dictado. Pero esa constatación de un doble estándar debería ser motivo de crítica, no de aprobación.

No hay contradicción en esta cuestión entre la teoría y la práctica. No es correcto considerar peyorativamente como un análisis “de laboratorio” el carácter restrictivo con que la Constitución regula los DNU, para apartarse de ese criterio cuantas veces sea necesario a fin de justificar la legislación por decreto. La teoría, la “ortodoxia”, el “laboratorio”, admiten que hay situaciones de extremada gravedad y urgencia en las que es válido que el presidente emita disposiciones legislativas. Pero esta no es una de ellas. O no lo es en la insólita desmesura de un decreto que modifica decenas de leyes que ninguna relación directa e inmediata tienen con el fenómeno inflacionario que los considerandos señalan como su justificación.

Se puede estar de acuerdo o no con los decretos 1096/85 y 36/90 que pusieron en marcha el Plan Austral y el Plan Bónex, respectivamente. Pero el objeto de esas medidas se circunscribía a atacar lo que se señalaba como las causas directas de la enorme inflación que debía conjurarse. En este caso se pretende imponer todo un programa de gobierno de una sola vez y por decreto. Ninguna relación directa e inmediata tiene la enorme mayoría de leyes que se reforman con el ataque a la inflación.

La apelación al 56%, a la que también acude Barra, no puede ser el fundamento para eludir el proceso de formación y sanción de las leyes previsto en la Constitución. Si así fuera, la legitimidad de los DNU dependería del porcentaje de votos obtenido por los presidentes que los dictan. ¿O habría que tener en cuenta también a las encuestas de opinión?

Por otra parte, no es cierto que el 56% de los votantes haya votado un programa de gobierno. No es eso lo que se vota en la segunda vuelta. Simplemente se opta entre dos candidatos. Milei obtuvo en la primera vuelta el 30% aproximadamente. Tal es el porcentaje de votantes que –por lo menos en la ficción jurídica, ya que las razones por las que se vota a un candidato son muchas veces misteriosas y en ocasiones contradictorias- puede considerarse que votó cierto programa de gobierno (que en ningún caso incluyó que se legislaría por decreto). Dentro del 56% deben computarse ciudadanos que votaron a Milei sin la menor simpatía por él ni por su programa, sino tan solo para evitar que ganara Sergio Massa.

Pero, insisto, ni deberíamos entrar en ese tipo de consideraciones, que son irrelevantes para analizar la constitucionalidad de un DNU.

Tampoco está bien someter al Congreso a aprobar o rechazar in totum un frondoso paquete de medidas. Ya las llamadas “leyes ómnibus”, aunque no sean per se inconstitucionales, se deberían evitar porque constituyen una pésima práctica legislativa. Alberto Garay[24] ha puesto en evidencia las prohibiciones o restricciones con las que muchas veces fueron consideradas a lo largo de la historia, desde la República Romana hasta la actualidad. Un dato de enorme interés es que en 43 Estados de los Estados Unidos están prohibidas, con diverso alcance, en sus constituciones. Sostiene Garay:

“Es evidente, para mí, que sancionar leyes que tratan más de un tema conspira contra la transparencia de la norma pues en textos medianamente o muy extensos es fácil dar por supuesto que una ley se refiere al tema central que trata y no que tiene entremezcladas disposiciones que no tienen relación directa con aquél. Ello afecta la comunicación entre el legislativo y los destinatarios de las normas y la presunción de que las leyes son conocidas por todos. También es cierto que, a nivel legislativo, un análisis inteligente de un proyecto se ve favorecido si el o la legisladora se concentra en una materia por vez. Esto, sin duda, permite un estudio más profundo y reflexivo.

Como destaca Ruud[25], este reclamo -en tanto medida que procura facilitar las buenas prácticas del proceso legislativo- evita que una minoría imponga una exigencia respecto de una pretensión que difícilmente podría obtener el seguimiento de una mayoría o que una mayoría busque igual propósito de una minoría. O, inversamente, torna muy costoso para una minoría oponerse a un proyecto sobre el que coincide mayoritariamente, costo que la mayoría emplearía en su favor”.

Si esa práctica es perniciosa en cuanto a las leyes[26], lo es todavía más en el ámbito de los DNU[27], por lo menos si se tiene en cuenta cómo fueron regulados en nuestro país por la ley 26.122. Esta determina que solo se los puede aprobar o rechazar, no modificar. La denominada “Ley Bases”, en una versión mucho más acotada que la del proyecto original, se sancionó finalmente luego de numerosas modificaciones, como es natural cuando el bloque oficialista no tiene mayoría en ninguna de las Cámaras. Pero esas negociaciones no se pueden realizar para la aprobación del DNU 70/2023. Es todo o es nada, para emplear el poco feliz lema de campaña de Patricia Bullrich[28], lo que obligaría a los legisladores más amigables con el gobierno a votar favorablemente iniciativas con las que no concuerdan.

A diferencia de Bianchi, considero que los casos sobre DNU son casi todos fáciles. Solo se trata de aplicar la Constitución. Y si se la aplica de acuerdo a su texto y a la clara intención que tuvo el constituyente en 1994, no puede haber muchas dudas. Si la Corte osciló en el pasado entre una postura “ortodoxa” y una flexible, ya es tiempo de que no lo haga más.

Coincido con el criterio de Carmen Argibay acerca de que se debe presumir la inconstitucionalidad de estas disposiciones legislativas[29]. En su voto en el fallo “Consumidores Argentinos”[30] sostuvo: “El art. 99, inciso 3, segundo párrafo, de la Constitución Nacional, establece la siguiente prohibición general: ‘El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo`. El presidente, por ser el funcionario que desempeña el Poder Ejecutivo (art. 87 Constitución Nacional) está especialmente alcanzado por esta prohibición. Por lo tanto, cualquier disposición de carácter legislativo emitida por el Poder Ejecutivo debe reputarse prima facie inconstitucional, presunción esta que solo puede ser abatida por quien demuestre que se han reunido las condiciones para aplicar la única excepción admitida en la Constitución a la prohibición general antes sentada, a saber, la descripta en los párrafos tercero y cuarto del art. 99, inc. 3, de la Constitución Nacional”[31].

Sometido a ese escrutinio estricto, el Decreto 70/2023 no puede superar el test de constitucionalidad. Es claro que no se verificaban las circunstancias excepcionales que permitían su dictado, por excelentes que sean las razones que justifiquen las medidas adoptadas. Las malas leyes se modifican a través de buenas leyes, no de decretos. Por lo demás, la bondad de las normas es una apreciación subjetiva. Yo creo, por ejemplo, que en materia locativa es mejor respetar al máximo la autonomía de la voluntad de las partes, pero hay quienes entienden, en la Argentina y en buena parte de países en los que rige el sistema capitalista, que corresponde mantener cláusulas de orden público en beneficio de los locatarios. En la medida en que no haya una cuestión de constitucionalidad de por medio, es un tema librado a la discrecionalidad legislativa. La Corte ha dicho en muchas oportunidades que los criterios de mera conveniencia no autorizan el dictado de DNU. Y si las leyes fueran inconstitucionales, son los jueces, en los casos concretos en que intervengan, quienes lo deben así declarar, no los presidentes.

 

EL DNU INCONSTITUCIONAL ES EL DEL OTRO

El de los DNU es un ejemplo que ilustra de manera muy elocuente la deficiente cultura de la legalidad que impera en la Argentina. Estas disposiciones legislativas se suelen juzgar de modo opuesto según que el gobierno que las emita le despierte simpatía o disgusto a quien debe evaluarlas.

Si es opositor, se aferrará a la letra y al espíritu del artículo 99, inc. 3º de la Constitución Nacional. Abrazado a las banderas de la República, pondrá en énfasis en la regla general prohibitiva y en su tajante sanción: “nulidad absoluta e insanable”. Tendrá una postura sumamente restrictiva sobre las circunstancias (casi ninguna) que habilitan su dictado. En su versión más extrema, echará mano del artículo 29 de la Constitución Nacional y calificará de “infames traidores a la Patria” al presidente y los miembros de su gabinete que suscribieron el decreto. Tal vez los denunciará penalmente y participará de “banderazos” en su contra.

La misma persona, una vez que se considere oficialista, descubrirá que los DNU “están en la Constitución”, que el país exige reformas drásticas frente a las que sería absurdo detenerse en formalismos[32] y que el presidente está facultado para llevar adelante su programa porque lo votó la gente. Que los legisladores hayan sido también votados y que la Constitución les asigne a ellos la atribución de legislar es un detalle que pasará por alto.

Esta última forma de pensar se facilita en la actualidad por la actitud de un presidente que en su discurso inaugural escenificó darle la espalda al Congreso, al que llama “nido de ratas”, que se presenta como único representante de la voluntad popular, que descalifica de la forma más grosera a cualquiera que le formule alguna crítica y que, como los monarcas de derecho divino, anteriores a los pensadores contractualistas, se cree ungido por las “fuerzas del cielo”.

Es evidente que aún presidentes menos excéntricos se habrían sentido tentados de apelar a los DNU si sus fuerzas políticas se hallaran en una situación tan minoritaria en el Congreso. Todo presidencialismo con gobierno dividido es complejo. Pero la solución no debería ser la imposición prepotente del Poder Ejecutivo, sino la conformación de mayorías parlamentarias, permanentes u ocasionales, que permitan la sanción de leyes. Sin abandonar la tan redituable retórica contra ese enemigo fantasmal, la “casta”, el actual presidente ha debido negociar, y no siempre de la manera más transparente, con varios otros bloques para poder contar con su ansiada Ley Bases.

En cualquier caso, si se prefiere otro sistema, será necesario reformar la Constitución. Mientras tanto, esta no deja muchas dudas, como se ha señalado, sobre el carácter absolutamente extraordinario de los DNU.

Administrativistas[33] en el gobierno, constitucionalistas en la oposición: esta parece ser la regla que rige las posiciones sobre los DNU y también sobre la delegación legislativa. Es necesario terminar con una forma de interpretación que solo tiene en cuenta si el resultado es del agrado del intérprete. Es legítimo que eso lo intente un abogado cuando defiende los intereses de un cliente. Es comprensible, aunque esté mal, que lo haga un legislador en el fragor de la lucha política. Lo que resulta inadmisible es que ese doble estándar[34] pueda ser empleado por quienes son llamados a expresarse como juristas imparciales. Por cierto, la cuestión es de enorme gravedad cuando son los jueces quienes se prestan a esas torsiones.

Puede discutirse si la reforma constitucional de 1994 hizo bien o mal en reconocer expresamente estas disposiciones legislativas en cabeza del Poder Ejecutivo. Como se ha dicho, en la práctica la Corte Suprema las admitía sin mayores cortapisas y el propósito claro e inequívoco del constituyente fue limitarlas. Pero, en todo caso, el mal no hay que buscarlo en el texto constitucional, sino en el débil control judicial. Y, sobre todo, en la ley 26.122, que al determinar que los DNU rigen desde su dictado hasta que sean rechazados expresamente por ambas cámaras del Congreso malversó el mandato constitucional.

Si la solución fuera la opuesta, como en las constituciones de Italia[35], España o Brasil, o, en el ámbito local, las de Chubut o la Ciudad de Buenos Aires, no habría mayores problemas. En esas constituciones se confiere al silencio legislativo un valor negativo: luego de dictado el decreto, si este no es ratificado en un plazo breve, pierde efecto. Téngase en cuenta que en el caso de Italia o España la gravedad de un decreto de necesidad y urgencia es mucho menor, ya que por tratarse de regímenes parlamentarios el gobierno surge del propio Parlamento. Y, sin embargo, las constituciones de esos países no han querido que se soslayara tan livianamente al Poder Legislativo.

Hay una gran cantidad de proyectos destinados a modificar la ley 26.122 en el buen sentido, pero, una vez más, esos proyectos se elaboran en la oposición y se archivan en el oficialismo. Los republicanos de ayer son los cesaristas de hoy.

El actual gobierno nacional, que busca imitar cierta estética norteamericana, debería prestar más atención a aspectos sustanciales de las instituciones de los Estados Unidos, cuya Constitución es la fuente principal de la nuestra. En ese país no están previstos los decretos de necesidad y urgencia. En 1952, durante la Guerra de Corea, el presidente Harry Truman decidió intervenir las fábricas de acero para impedir que una huelga disminuyera la producción de ese insumo que consideraba esencial para las necesidades del conflicto bélico. La Corte Suprema, en el célebre caso “Youngstown Sheet & Tube Co. v. Sawyer”, declaró por mayoría inconstitucional esa orden presidencial por asumir una competencia que solo le correspondía al Congreso y que este no había delegado.

Uno de los jueces del alto tribunal, Tom Clark, que formó parte de la mayoría que declaró la inconstitucionalidad, había sido hasta su designación en la Corte Attorney General (un equivalente a Procurador General) de Truman. Luego del fallo, su colega Felix Frankfurter le escribió en una carta personal[36]: “Lo que es más significativo es el sentido de esta decisión para las personas reflexivas que con justicia pueden ser llamadas ‘liberales´ (…). Ella indicó y restableció su fe en el derecho. Temían que nuestra Corte fuera como la Corte de Hitler, la Corte de Stalin y la Corte de Perón: meramente una agencia política del gobierno. Y usted más que nadie probó la independencia de la Corte”.

En el voto concurrente más famoso de ese fallo, el juez Robert Jackson finalizó con palabras que son una advertencia sobre los peligros de la violación de la separación de poderes y sobre la función de control de los tribunales, en especial de la Corte Suprema:

“Con todos sus defectos, dilaciones e inconvenientes, los hombres no han descubierto otra técnica para preservar el gobierno libre más que la de que el Ejecutivo se halle bajo la ley y que la ley sea hecha mediante deliberaciones parlamentarias. Esas instituciones pueden estar destinadas a morir. Pero es el deber de la Corte ser la última, no la primera, en abandonarlas”.

El propósito de la separación de poderes había sido claramente formulado por otro gran juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Louis Brandeis, en el fallo “Myers v. United States”[37], de 1926:

“La doctrina de la separación de poderes fue adoptada por la Convención de 1787, no para promover la eficiencia sino para impedir el ejercicio del poder arbitrario. El propósito no era evitar la fricción sino, por medio de la inevitable fricción inherente a la distribución de los poderes gubernamentales entre tres departamentos, salvar al pueblo de la autocracia”.

Es una formulación que abreva en las ideas de Madison. Este había postulado en “El Federalista”[38]:

“En una república unitaria, todo el poder cedido por el pueblo se coloca bajo la administración de un solo gobierno; y se evitan las usurpaciones dividiendo a ese gobierno en departamentos separados y diferentes. En la compleja república americana, el poder de que se desprende el pueblo se divide primeramente entre dos gobiernos distintos, y luego la porción que corresponde a cada uno se subdivide entre departamentos diferentes y separados. De aquí surge una doble seguridad para los derechos del pueblo. Los diferentes gobiernos se controlarán unos a otros; al mismo tiempo, cada uno se controlará a sí mismo”.

Unos párrafos antes, en ese mismo extraordinario ensayo, Madison había acuñado la famosa frase cuya profunda verdad resiste el paso del tiempo:

“Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control externo o interno sobre el gobierno sería necesario”.

Pero los gobernantes no son ángeles, por más que a veces se presenten como la encarnación del pueblo y otras como enviados de fuerzas celestiales. Todo el constitucionalismo se funda en la idea de que es mala la concentración del poder, porque conduce inevitablemente al autoritarismo y la arbitrariedad.

No es el contenido de un DNU el que determina su constitucionalidad, salvo en el caso de las cuatro materias prohibidas. El contenido nos puede parecer excelente y muy necesario, y, sin embargo, no será constitucional si no se verifican las circunstancias excepcionales que impidan que el Congreso pueda seguir el trámite de formación y sanción de las leyes, o que, aun pudiendo seguir ese trámite, la urgencia sea tal para resolver cierto problema que no admita la menor demora. En estas hipótesis debe interpretarse que el presidente se adelanta al Congreso, pero no lo sustituye. No dispone de dos vías a su elección, la del proyecto de ley y la del decreto.

La Corte Suprema, en los fallos citados y en otros, sentó la buena doctrina. Pero lo hizo en casos de bajo impacto político o tarde, cuando los gobiernos que habían dictado los decretos inconstitucionales ya habían pasado. Mientras la infausta ley 26.122 siga rigiendo con su texto actual, que exige el rechazo de ambas cámaras del Congreso para que un DNU quede sin efecto, el control judicial riguroso y oportuno se torna más necesario. La seguridad jurídica requiere que la constitucionalidad de ese instrumento excepcional se resuelva cuanto antes, porque con el correr de los meses y de los años se van anudando relaciones jurídicas a su amparo.

Esto se advierte muy claramente en el DNU ómnibus 70/2023: no es fácil saber qué es lo que en verdad rige de él, porque gran parte de su contenido se halla suspendido por medidas cautelares. La Corte Suprema, cuando le llegue un caso concreto[39], no debería demorar su pronunciamiento. Si se atiene a sus precedentes, me cuesta comprender de qué modo lo podría avalar.

En cuanto al Congreso, lo debería haber rechazado inmediatamente. Lo hizo el Senado. Falta el tratamiento en la Cámara de Diputados. Como cuerpo político, es probable que se mueva al vaivén de los cambiantes humores de la sociedad y de otros factores que nada tienen que ver con consideraciones jurídicas. Pero sería saludable que en este caso, por la inaudita desmesura del DNU que debe analizar, primaran los principios republicanos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Balbín, Carlos. “Los decretos reglamentarios y de necesidad y urgencia”, en “Constitución de la Nación Argentina”, dirigida por Daniel Sabsay y coordinada por Pablo Manili, Hammurabi, Buenos Aires, 2010, T. 4, p. 160.

[2] Hernández, Antonio María, “Los decretos de necesidad y urgencia y la delegación legislativa en la Constitución Nacional y el hiperpresidencialismo”, trabajo inédito en prensa. Como se advierte, los DNU contaron tradicionalmente con más benevolencia entre los administrativistas que entre los constitucionalistas. Eso se puede deber a las diversas influencias de los derechos constitucional y administrativo en nuestro país: norteamericana en el primer caso y francesa en el segundo. Sostiene Mairal: “La admiración por el derecho administrativo francés llevó a soslayar su fundamental diferencia con el modelo anglosajón en el cual hemos basado nuestra Constitución. En Inglaterra, a partir de mediados del siglo XVII y como reacción contra la opresión de los Estuardos, el derecho y los tribunales ordinarios sirvieron también como freno al poder, como defensa de los particulares frente a los funcionarios públicos. Es el principio totalmente opuesto al que rigió tradicionalmente en Francia y que fuera expuesto “brutalmente” (el término es de François Burdeau) en el Edicto de Saint Germain de 1641, en el cual se recordó a los súbditos que los tribunales judiciales que la corona había establecido tenían por misión resolver los conflictos entre ellos, los particulares, pero en ningún caso juzgar a los funcionarios reales. Este principio, que repitió Luis XIV en 1661, fue reiterado a fines del siglo siguiente por la legislación revolucionaria, sentando así la regla fundamental de la separación de poderes del derecho francés y que consiste en prohibir a los tribunales judiciales inmiscuirse en las tareas administrativas. Como se observa, es el principio opuesto al que rige en nuestro derecho constitucional y que fuera expuesto definitivamente por la Corte Suprema en 1960 en el leading case Fernández Arias” (Mairal, Héctor, “El derecho administrativo y la decadencia argentina” (https://www.ancmyp.org.ar/user/files/15mairal12.pdf, conferencia al incorporarse como Académico de Número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 22 de agosto de 2012).

[3] Quiroga Lavié, Humberto, “Constitución de la Nación argentina comentada”, Zavalía, Buenos Aires, 2000, tercera edición, p. 619.

[4] Mario Midón, “Decretos de Necesidad y Urgencia. En la Constitución Nacional y los ordenamientos provinciales”, La Ley, Buenos Aires, 2001. La contabilidad precisa de estos decretos puede variar según los autores, ya que requiere un análisis cualitativo de su contenido. Hoy bastaría tener en cuenta a los que citan como fuente legal al artículo 99, inciso 2, CN, aunque no se trate de una verdad absoluta: el Poder Ejecutivo podría considerar autónomo o reglamentario un decreto de necesidad y urgencia a fin de evitar su control parlamentario.

[5] Art. 55 de la ley 23.410.

[6] “Porcelli, Luis A. c/ Banco de la Nación Argentina s/cobro de pesos” (Fallos 312:555).

[7] Santiago, Alfonso y Castro Videla, Santiago M., “El control del Congreso sobre la actividad normativa del Poder Ejecutivo”, Buenos Aires, La Ley, 2019.

[8][8] Fallos 322:1726.

[9] Fallos 318-1154.

[10] Así lo califica Alberto Bianchi en “Casos `fáciles’ y casos `difíciles´ en la jurisprudencia de la Corte Suprema sobre DNU. A propósito del DNU 70/2023” (LA LEY 13/03/2024, 1 LA LEY 2024-A). Es un trabajo que realiza un muy pormenorizado y útil recorrido por la jurisprudencia de la Corte en esta materia.

[11] En un muy polémico fallo dictado dos años antes, “Rodríguez” (Fallos 320:2851), la mayoría de la Corte había determinado que la falta de ley reglamentaria no impedía al presidente el dictado de DNU, ya que de lo contrario se bloquearía una facultad que la Constitución le confería directamente. Pero esa facultad excepcional estaba sujeta en la Constitución a un inmediato control parlamentario. María Angélica Gelli señala que ese caso “marcó el pico de mayor tensión doctrinaria acerca del ejercicio por parte del Poder Ejecutivo de la atribución constitucional de dictar decretos de necesidad y urgencia y la subsiguiente atribución judicial de ejercer, sobre aquellos, algún grado de control” (“Constitución de la Nación Argentina Comentada y Concordada”, La Ley, Buenos Aires, 2001, p. 615.

[12] Alberto Bianchi (ob. cit.) afirma que “si los principios de “Verrocchi” y “Consumidores Argentinos” se aplicaran sin atenuantes, prácticamente ninguno de los DNU que dieron lugar a los casos difíciles hubieran tenido chance alguna de sobrevivir”. Coincido con él, solo que yo veo esa conclusión como la única compatible con la Constitución y él cree que esos principios se deberían aplicar en forma más flexible.

[13] Fallos 333:633 (énfasis agregado).

[14] Lo hice en “El procedimiento parlamentario de control de los decretos de necesidad y urgencia, decretos delegados y de promulgación parcial”, en Manili, Pablo (Director), “Tratado de Derecho Procesal Constitucional”, La Ley, Buenos Aires, 2010, Tomo II, p. 655.

[15] La situación crítica en materia económica es evidente. Llama la atención, sin embargo, que el presidente Milei considere que “ningún gobierno federal ha recibido una herencia institucional (…) peor que la que recibió la actual administración”. Pareciera que estima que la herencia institucional que recibió Raúl Alfonsín de la última dictadura militar no fue tan gravosa.

[16] Ricardo Ramírez Calvo, “Tropezar siempre con las mismas piedras”, en el blog jurídico “En Disidencia”, 26-12-2023: https://endisidencia.com/2023/12/tropezar-siempre-con-las-mismas-piedras/. La opinión de este autor es muy loable, ya que, según manifestó públicamente Federico Sturzenegger, quien coordinó la elaboración de los proyectos que dieron lugar al Decreto 70/2023, Ramírez Calvo colaboró con él en los aspectos jurídicos de esas medidas que habían sido concebidas como proyectos de leyes.

[17] Es el Decreto 21/2023, que modificó la Ley 18777, que regula a la Procuración del Tesoro. En el artículo 2 de esa ley, entre los requisitos para desempeñar el cargo de Procurador del Tesoro se establece una exigencia de edad: “no menor de treinta ni mayor de setenta años”. Esto impedía designar para esa función al doctor Rodolfo Barra, como lo había anunciado el nuevo gobierno, ya que este excedía largamente ese máximo etario. Lo primero que llama la atención es que se modifique una norma general con el único y evidente propósito de favorecer a una persona en particular. Lo mismo había hecho Milei en uno de sus primeros decretos al modificar un decreto de Macri que le impedía, en razón del parentesco, designar a su hermana como Secretaria General de la Presidencia. En este último caso no había un problema constitucional, dado que la norma modificada era un decreto.

[18] Comenté ese decreto en una nota en el blog jurídico “En Disidencia”: “Código de Barra” (https://endisidencia.com/2023/12/codigo-de-barra/). Allí formulé un pronóstico que lamentablemente fue acertado: “En los días inaugurales de una presidencia no suele ser de buen tono formular críticas. Esta, en especial, será desestimada como excesivamente legalista por quienes creen que lo más importante, lo que el pueblo espera, son los resultados. Este es un ejemplo menor, pero llegarán otros más importantes en los que cualquier observación de carácter constitucional será percibida como el intento de obstaculizar una gestión plebiscitada con una amplia mayoría en las urnas. Una vez más, en minoría, algunos diremos que las formas son sustanciales en el Estado de Derecho”.

[19] Rodolfo Barra, “El instituto jurídico del Decreto de Necesidad y Urgencia”, Infobae, 22-12-2023: https://www.infobae.com/opinion/2023/12/22/el-instituto-juridico-del-decreto-de-necesidad-y-urgencia/.

[20] Juan Carlos Cassagne, “Sobre la constitucionalidad del DNU 70/2023”, La Ley, 10 de enero de 2024 (TR LALEY AR/DOC/59/2024).

[21] Excede el propósito de este trabajo analizar cuál es la forma adecuada de interpretar la Constitución. De todas formas, no parece que ni siquiera quienes postulan una interpretación dinámica encuentren muchas razones para darle al texto del artículo 99, inc. 3º, de la Constitución Nacional, un sentido distinto del que le dieron sus autores. Por otra parte, quienes son partidarios de una “Constitución viviente” por lo general emplean ese argumento para interpretar los derechos, no las competencias de los poderes. Es un texto, por lo demás, que no tiene dos siglos, sino que está a punto de cumplir 30 años. No es tan antiguo como para considerar que sus propósitos sean más bien misteriosos. La mayoría de sus autores todavía vive. Conocemos los debates, aquello que quisieron traducir en normas. Hay, por supuesto, varias de ellas que admiten diversas interpretaciones, pero eso se vincula a su vaguedad, oscuridad, ambigüedad o contradicción con otras, no a cambios sustanciales operados por el paso del tiempo. Cuando un tribunal “dinámico” interprete este decreto dentro de algunos años, ¿le hará decir lo contrario de lo que dice? ¿Leerá en él el impulso a una mayor intervención del Estado en la economía?

[22] El Preámbulo enuncia en términos muy generales los objetivos de la Constitución. Uno de ellos, el de afianzar la justicia, no puede ser entendido como una autorización para prescindir del derecho cada vez que un intérprete crea que de esa forma se sirve mejor a su particular concepción sobre la justicia.

[23] En el libro que lleva por título esa frase, “La ley es la ley”, Andrés Rosler señala: “Podríamos decir, entonces, que existen dos grandes modelos de filosofía del derecho. El primero, de origen medieval, supone la existencia de suficientes valores y principios compartidos como para que la noción de derecho gire alrededor de la justicia y de la búsqueda de una respuesta o decisión correcta (…). El segundo modelo, de origen moderno, parte de la asunción contraria, es decir, del desacuerdo, de la insuficiencia de los valores y principios compartidos, y es por eso que el derecho pretende tener autoridad para resolver el conflicto (…) La ley es la ley, entonces, no es solo una tautología, sino que, además, desde el punto de vista de la pragmática del lenguaje entendemos que se trata de un eslogan que indica la pretensión de autoridad del derecho” (Andrés Rosler, “La ley es la ley”, Katz Editores, Buenos Aires, 2019, ps. 184-185).

[24] Alberto Garay, “Transparencia y técnica legislativa”, RC D 589/2022. El autor recuerda que la “ley ómnibus, es decir, aquella que abarca temas o materias heterogéneas, fue conocida en Roma bajo la denominación de lex satura. Este tipo de leyes fueron vistas con disfavor desde época temprana y merecieron prohibiciones expresas por distintos cónsules romanos en tiempos de la República. Así ocurrió en el año 98 AC a través de la Lex Caecilia Didia, que las prohibió. No obstante, su aplicación en tiempos turbulentos dio lugar a la guerra civil que estalló en el año 91 AC (…): “[E]l tribuno Marcus Livius Drusus el Joven decidió purificar al Estado por medio de un grupo de reformas (…) Si estas disposiciones hubieran sido sometidas separadamente ellas no habrían sido sancionadas; consecuentemente Drusus presentó lo que llamaríamos una ley ómnibus, una lex satura, que fue sancionada a pesar de la resistencia vehemente del partido de la oposición. Luego, el Cónsul Philippus, principal opositor de Drusus, reclamó que la ley fuera declarada nula por el Senado por hallarse en oposición a la ley Caecilia Didia. Luego de una sesión tormentosa, se derogó la ley objetada; dos meses después Drusus fue asesinado y sobrevino la insurrección de los aliados de Italia”.

[25] Ruud, Millard H., “No law shall embrace more than one subject”, Minnesota Law Review, Vol. 42, p. 389 (1958) (cita de Alberto Garay, ob. cit.).

[26] Otro de los problemas de las leyes ómnibus surgió durante la tramitación de la denominada Ley Bases. El proyecto se originó en la Cámara de Diputados; el Senado le hizo modificaciones y volvió a la cámara de origen. En algunos casos, se había rechazado todo un título. ¿Puede la cámara de origen, con la mayoría correspondiente, insistir en el texto inicial? El art. 81 de la Constitución Nacional prevé que el proyecto no prosperará si la cámara revisora lo rechaza totalmente. En este caso, el proyecto se aprobó en general y luego en el tratamiento en particular se hicieron modificaciones y rechazos parciales. Hay quienes sostienen que, como se trata de varias leyes en una, sobre temas diversos, el rechazo de un título, que es formalmente parcial, en realidad es total con relación a esa materia. Es la postura, por ejemplo, de Gustavo Menna, “Insistir va contra la Constitución”, La Nación, 25-6-2024, p. 9. Un criterio opuesto expone Ricardo Ramírez Calvo, “El procedimiento de formación y sanción de las leyes y la insistencia de la cámara de origen”, En Disidencia, 23-6-2024: https://endisidencia.com/2024/06/el-procedimiento-de-formacion-y-sancion-de-las-leyes-y-la-insistencia-de-la-camara-de-origen/. El problema interpretativo se evitaría si cada tema fuera canalizado a través de un proyecto y no mediante la distorsiva práctica de las leyes ómnibus.

[27] El Decreto 70/94 no es el primero, aunque la extensión y variedad de temas que abarca resultan inéditas. Pablo Manili menciona como ejemplos al Decreto 2284/91, dictado por Carlos Menem, que desreguló distintos ámbitos de la economía; y el Decreto 27/2018, dictado por Mauricio Macri, que “modificó y derogó, entre muchas otras, normas de las siguientes leyes: sociedades comerciales, puertos, aviación civil, tránsito, sistema métrico, marcas, patentes e instituto nacional de la propiedad industrial, fondo de garantía de las PyME, firma digital, hidrocarburos, gas, circulación internacional de obras de arte, obras públicas, seguros, contrato de trabajo, etcétera” (Pablo Manili, “Los decretos de necesidad y urgencia y el abuso del derecho”, en “Constitución de la Nación Argentina. A 25 años de la reforma de 1994”, Hammurabi, Buenos Aires, 2019, p. 434). No es necesario aclarar que la regulación (o desregulación) de ninguna de esas cuestiones revestía la extrema urgencia que justificaba eludir la intervención del Congreso, ni la modificación de esas leyes ponía fin a un grave riesgo social.

[28] Que evoca el “vamos por todo” de Cristina Kirchner. Nada más alejado de una democracia republicana, en la que es normal y deseable que las leyes se sancionen por medio de concesiones recíprocas entre los distintos bloques parlamentarios.

[29] En un artículo sobre la intervención a Vicentin por DNU (Decreto 522/2020) de Alberto Fernández, Manuel García-Mansilla expone una postura similar: “Si la Constitución es la ley que gobierna a aquellos que nos gobiernan, ¿cómo hacemos para garantizar que nuestros gobernantes la cumplan? Evidentemente, a través de los jueces. Si un afectado impugna el DNU, ¿debe presumirse válido? Recordemos que los jueces reconocen una presunción de constitucionalidad a los actos de gobierno. Esa presunción obliga al que lo quiere impugnar a llevar la carga de la prueba (en realidad, carga de persuasión al juez). En este caso, debería ser al revés. Si nos tomamos la Constitución en serio, este DNU debería presumirse inconstitucional y el Poder Ejecutivo tendría que explicar y justificar en serio que, bajo nuestro sistema constitucional, puede hacer lo que hizo. Esa debería ser la única forma de lograr que un juez lo convalide. Una tarea titánica.” (“¿Es constitucional el DNU de intervención de la empresa Vicentin?”, La Nación, 10-7-2020: https://www.lanacion.com.ar/opinion/es-constitucional-dnu-intervencion-empresa-vicentin-nid2376981/). Es cierto que García-Mansilla se refiere solo a este caso en el que la intervención le resulta “clara, grosera y rotundamente inconstitucional”. De todas formas, debe tenerse en cuenta que este autor critica la tradicional doctrina de la Corte Suprema sobre la presunción de constitucionalidad de las leyes, por lo que se debería inferir que ese criterio se debería aplicar todavía más intensamente en el supuesto de los DNU (“¿Presunción de constitucionalidad o presunción de libertad? Un análisis desde el artículo 33 de la Constitución Nacional”. Comunicación en sesión privada del Instituto de Política Constitucional de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas: https://ancmyp.org.ar/user/files/03-GarciaMansilla13.pdf.

 

[30] Fallos 333:633.

[31] Tal presunción de inconstitucionalidad es compartida, entre otros, por Agustín Gordillo, “Tratado derecho Administrativo”, Buenos Aires, Fundación de Derecho Administrativo, 2013, t.I, VII-28.

[32] “Las formas son esenciales en el Estado de Derecho. El gran jurista alemán del siglo XIX Rudolf von Ihering escribió: Enemiga jurada de la arbitrariedad, la forma es hermana gemela de la libertad”. No hay libertad sin apego a las formas. Las constituciones establecen formas y procedimientos para que personas que pensamos muy distinto podamos convivir en paz” (Osvaldo Pérez Sammartino, “Apología de las formas”, En Disidencia, 20-5-2024: https://endisidencia.com/2024/05/apologia-a-las-formas/).

[33] No debería hacer falta que aclare que uso la expresión en un sentido irónico. Es cierto que por lo general los administrativistas han tenido una mirada mucho más benevolentes con los DNU que los constitucionalistas, pero esa actitud no se puede predicar de todos ellos.

[34] Doble estándar, resultadismo o interpretación de acuerdo a la “cara del cliente” que se da en muchos ámbitos jurídicos, como el de los derechos humanos. Puede verse, entre otros, Andrés Rosler, ob. cit; Federico Morgenstern, “Contra la corriente”, Ariel, Buenos Aires, 2024; y Osvaldo Pérez Sammartino, “El mito del gorila”, Ariel, Buenos Aires, 2023, especialmente el capítulo 3.

[35] Constitución de la República Italiana, art. 77: “El Gobierno no puede, sin delegación de las Cámaras, dictar decretos con fuerza de ley ordinaria. Cuando, en casos extraordinarios de necesidad y urgencia, el Gobierno adopte, bajo su responsabilidad, medidas provisionales con fuerza de ley, deberá presentarlas a las Cámaras ese mismo día para su conversión, las cuales, incluso hallándose disueltas, serán debidamente convocadas y se reunirán dentro de los cinco días siguientes. Los decretos perderán toda eficacia desde el principio si no fueren convertidos en leyes dentro de los sesenta días desde su publicación. Las Cámaras podrán, sin embargo, regular mediante ley las relaciones jurídicas surgidas en virtud de los decretos que no hayan sido convertidos”.

[36] Citada en Brad Snyder, “Democratic Justice. Felix Frankfurter, the Supreme Court, and the Making of the Liberal Establishment”, W.W. Norton & Company, New York, 2022.

[37] Myers v. United States, 272 U.S. 52 (1926).

[38] Hamilton, Madison y Jay, “The Federalist”, Nº 51, Barnes & Noble Classics, New York, 2006, p. 290.

[39] Hasta el momento de escribir este trabajo había rechazado algunas acciones por falta de caso.

 

Publicado en el Número Especial de La Ley por los 30 años de la Reforma Constitucional de 1994.

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