“Subversivos”. La palabra, escrita en rojo, podía leerse desde lejos. Con letras catástrofe, como hoy se anuncian los urgentes en los canales de noticias, aparecía en la portada de Cabildo, un pasquín de la “ultraderecha nacionalista”, como se la calificaba en esa época, el fin de la dictadura. Dentro de las páginas de la revista se alineaban los nombres de quinientos periodistas a los que se acusaba de “subversivos”. Estábamos todos. O al menos aquellos todos que por entonces ejercíamos una actividad a la que la dictadura veía como subversiva. No existía internet, ni las redes sociales, y para opinar en las cartas de lectores de los grandes diarios había que dejar el nombre y el documento. La tapa de Cabildo concitó la preocupación del “gremio”, el sindicato de los periodistas, llamado a sí mismo “trabajadores de prensa”, no profesionales de la información. Como corresponsal de la prestigiosa revista española Cambio 16, prohibida aquí por la dictadura, propuse en una asamblea que todos los periodistas que no figuraran en la lista de Cabildo pidieran ser incluidos, en solidaridad, porque era la misma prensa a la que se veía como una actividad subversiva. Nadie entendió mi ironía. Recuerdo hasta hoy la sensación de vergüenza que dejan esos chistes mal contados. Con el tiempo comprendí que yo podía permitirme la ironía porque había ejercido el periodismo en libertad en la España de la transición, cuando surgió una prensa vigorosa, comprometida con los principios de la democracia. La Argentina todavía no se había despojado del chaleco de fuerza del miedo (una centena de periodistas están entre los presos desaparecidos, acusados de “subversivos”). Aprendí, también, que a los disparates políticos que nos desconciertan solo podemos responderles con otros dislates. Ahí están como prueba los humoristas como Borensztein o los imitadores como Tarico, que dicen de manera hilarante, irónica, lo que yo no puedo enunciar con seriedad sin sentirme ridícula.
Ante la calificación presidencial de “ensobrados” para desacreditar e insultar a los periodistas que osan criticarlo, por absurda, me permito nuevamente la ironía. ¿Por qué no invitar a los periodistas que todavía no han recibido de parte del Presidente el mote de “ensobrados” a que pidan ser incluidos públicamente en esa categoría, en solidaridad? Al final, se trata de los periodistas más independientes, más creíbles, los que más hicieron en beneficio de iluminar los aspectos más oscuros, la corrupción, los negociados, y denunciaron la prepotencia del Estado.
La expresión “ensobrados” es absurda porque la información no es una mercancía. Es un derecho de la ciudadanía a ser informada, garantizado por las leyes y la Constitución de una democracia liberal que los gobernantes están obligados a cumplir. Es absurda porque quien se precie de periodista sabe que el que recibe una coima dentro de un sobre es cualquier cosa menos un periodista. Un propagandista, un “lobista”, un escriba de turno, un espía. Nunca un periodista.
A cuarenta años de la recuperación de la democracia resulta absurdo seguir defendiendo lo que es una obviedad en el mundo democrático: la prensa es inherente al sistema de las libertades. No un privilegio, sino la mediadora entre la información del Estado y la ciudadanía, un derecho gestionado de manera privada o pública que demanda verificación. Los periodistas tienen la función y la obligación de comprobar, verificar, consultar la mayor cantidad posible de fuentes para construir la verdad periodística. Su credibilidad se construye sobre esa capacidad. Como de batallas culturales se trata, años de manipulación de la prensa, de haber intentado quitar a los medios del medio, de haber remplazado las conferencias de prensa por el atril y la cadena oficial, la domesticación con la pauta oficial, el adoctrinamiento en las escuelas de periodismo y el periodista “militante”, existe una gran confusión entre lo que es la comunicación y la información.
Todos tenemos derecho al libre decir que circula por las redes sociales, incluido el Presidente. Otra cosa es la información que requiere de verificación, función de la profesión periodística. En las redes se comunica. No se hace periodismo. Y es ahí donde deberíamos poner el debate. No dejarnos imponer “lo que interesa”, porque el periodismo debe ocuparse de lo que importa, el bien público, y de defender la democracia que le da fundamento.