Se ha difundido en la Argentina la interpretación de que sus crisis provienen de desaciertos internos y, en menor medida, de condicionantes externos, aunque entendidos más como un contexto de variables exógenas e independientes que como un vasto escenario internacional en el que se cometen recurrentes desatinos no forzados más que por propia ineptitud.
Esa oblicua mirada ha permitido a los dirigentes desentenderse de la responsabilidad de su incompetencia en materia global, como un Poncio Pilatos que rehúsa a asumir su papel estelar en la catástrofe de haber convertido a uno de los países más dotados de la Tierra en un modelo de aquél que acostumbra a desafinar en el concierto mundial.
La relación inversamente proporcional entre la mayoría de dirigentes argentinos que sostiene que la política exterior es crucial a los intereses del país y la minoría de ellos que demuestra poseer algún roce internacional concreto, explica la consagrada subordinación argentina del mundo y de la política exterior a las miserias parroquiales de la política interna, lo cual a su vez ha permitido disimular el impacto que los frecuentes dislates externos han ejercido sobre las crisis argentinas.
Sin embargo, el destino de las naciones obedece en su parte crucial a las expectativas estratégicas que ellas se proponen y a cómo logran proyectarlas virtuosamente al mundo, es decir, de su política exterior, y esta proyección depende de la consistencia mediante la cual consiguen articular aquellas aspiraciones globales con realizaciones domésticas básicas (su política interna).
La Generación del 80
La Argentina ofrece una demostración cabal de esa afirmación. La Generación del 80 llevó adelante el vasto plan inserto en la Constitución nacional de 1853, mediante políticas nacionales congruentemente articuladas con su política exterior, lo que permitió en pocos años convertir a un desierto en una potencia.
Las excéntricas simpatías de los gobiernos surgidos de los golpes de 1930 y de 1943 y de sus vástagos políticos hacia los regímenes franquista, fascista y nazi, acompañadas por consecuentes políticas internas, consiguieron situar a la Argentina en una posición intrascendente en el tablero mundial y a desperdiciar la próspera posguerra.
Los extremos y sobreactuados alineamientos globales ensayados entre los años 50 y 80 columpiaron a la Argentina entre extraviadas políticas internacionales profundamente antitéticas, pero perfectamente ajustadas a políticas internas concebidas al ritmo de una montaña rusa.
Inspirada en el virtuoso axioma yrigoyenista de “unidad de concepto” coherencia entre política interna y externa-, el gobierno de la recuperación democrática del presidente Raúl Alfonsín emprendió un arduo esfuerzo por preservarse interna y externamente de los severos enfrentamientos ideológicos bipolares que agitaban al mundo y que habían destrozado al país.
El resuelto alineamiento con países como China, Rusia, Cuba, Venezuela, Nicaragua e Irán, se armonizó con denodados intentos de emular localmente algunos rasgos de esos aliados internacionales, derivando en congruentes tropiezos internos y externos.
Resulta de todo ello que las sucesivas crisis que han asolado a la Argentina desde hace casi un siglo guardan elocuentes nexos con sus consistentemente erradas o ausentes estrategias internacionales, con pendulaciones entre los más absurdos extremos.
Para enmendarlo e integrarse al mundo regido por un sistema de democracia, ley, libertad y seguridad, es necesario acompasar al país con lo que hace ese mundo interna y externamente, concibiendo y fijándose expectativas estratégicas de envergadura global, como lo hizo entre fines del siglo XIX y principios del XX, por solo mencionar cinco “I” evidentes que son tan antiguas y vigentes como Juan Bautista Alberdi: inmigración, inversión, infraestructura, instrucción e innovación.
Estrategia global
Es necesario advertir que la política exterior no constituye un fin en sí mismo, sino que está subordinada y es instrumental a una gran estrategia y, como tal, requiere de consideraciones operativas.
En primer lugar, conviene evitar el voluntarismo ingenuo, un clásico de nuestras sucesivas políticas exteriores, que consiste en creer que se trata de un camino solo de ida, en el que basta con desear integrar el mundo desarrollado y mostrar algunos afeites condescendientes a los anhelos de entrecasa, como si se jugara un partido de tenis sin rival, exhibiendo vestimenta a estrenar y para exclusivo lucimiento ante la tribuna local.
Un rasgo fundamental a emular del mundo desarrollado es su profesionalismo, en el cual los que conducen saben lo que hacen porque han recorrido arduos espineles de mérito y experiencia, pues la improvisación es la principal enemiga de una política de pretensión global. En ese mundo la prudencia, la sensatez y el realismo se imponen sobre abstracciones ideológicas, al mismo tiempo que se exaltan y se respetan la claridad, la coherencia y la firmeza en materia de valores e intereses concretos.
El zigzagueo, el doblez, la picardía y la bipolaridad entre la soberbia y la obsecuencia, considerados a menudo virtudes “realistas” o “pragmáticas”, han sido identitarias de la peor política exterior argentina.
Los medios que se le asignen deberían ser acordes a los fines planteados, pues alcanzar objetivos tan elevados como debe asignársele con los mismos recursos materiales y humanos de siempre sería tan disparatado como pretender obtener resultados excepcionales aplicando procedimientos ordinarios.
Aunque a la aspiración de lograr confiabilidad internacional que no falta en la boca de ningún político debería sumarse la necesidad de ganar respeto, la cuestión sustancial estriba en cómo lograrlos, para lo cual se requiere de coherencia entre lo que se dice y hace interna y externamente, seriedad y sustento para lo que se ambiciona y una sólida autoestima, evitando la indulgencia jocosa o autocompasiva acerca de nuestros descarríos, un vicio habitual que no se compadece con la aspiración de ser una Nación digna frente al mundo.
Es imprescindible advertir que, consciente de nuestros veleidosos antecedentes, ese mundo se tomará su tiempo para observar con paciencia pero con lupa que cumplamos lo que prometemos, que seamos capaces de sostener nuestros compromisos locales e internacionales y consistentes en el tiempo entre nuestros enunciados y nuestros actos. Las incongruencias han definido y desacreditado la política exterior argentina del último siglo.
En suma, si bien la política exterior representa el brazo ejecutor de la gran estrategia de una nación, existe una diferencia abismal entre disponer de una política exterior incluso razonable y contar con una verdadera estrategia de país global. La Argentina de este último siglo apenas ha alcanzado en escasas oportunidades lo primero. Sin embargo, careció sostenidamente de lo segundo, lo cual constituye una razón crucial para explicar la endémica crisis argentina, pues cuando una nación ignora su destino, jamás arriba a ninguno.
Publicado en La Nación el 26 de marzo de 2024.