Si medimos un Estado fallido por las grietas en el edificio de su poder, reflejadas en guerras civiles ideológicas en ciernes, asambleas estancadas y espacios públicos cada vez más inseguros, debemos reconocer que Estados Unidos no es tan diferente de Haití. Ambos han dado lugar a bandas violentas con ambiciones políticas.
Traducción Alejandro Garvie
Tal como van las cosas en Haití, las pandillas violentas podrían no sólo obtener un papel oficial en el gobierno; en realidad podrían convertirse en el gobierno. Tras la toma de infraestructura crítica por parte de las pandillas y la renuncia del Primer Ministro Ariel Henry, Haití está exhibiendo todas las características familiares de un Estado fallido. A su pueblo le queda una opción trágica: continuar siendo gobernados por una elite “democrática” corrupta, o directamente por pandillas que se presentan como “progresistas”.
Tras el colapso de la ley y el orden, CARICOM, la organización intergubernamental regional del Caribe, ha anunciado un acuerdo para crear un consejo de transición destinado a representar a una amplia franja de agrupaciones políticas y de la sociedad civil haitianas. El consejo ejercería algunos poderes que normalmente pertenecen al cargo (vacante) del presidente, incluido el poder de nombrar a un primer ministro interino. Se esperaría que el gobierno resultante eventualmente celebrara elecciones, logrando así un reinicio político completo.
¿Pero a quiénes incluirán estos nuevos acuerdos? Haití se encuentra bajo estado de emergencia desde que grupos armados atacaron la prisión más grande del país a principios de este mes, matando e hiriendo a policías y personal penitenciario, y permitiendo que casi 4.000 reclusos escaparan. El líder de la pandilla Jimmy “Barbecue” Chérizier –ex oficial de policía– se atribuyó el mérito del ataque y pidió el derrocamiento del gobierno. Las pandillas controlan ahora el 80% de la capital de Haití, Puerto Príncipe, y se han apoderado del principal aeropuerto del país para bloquear el regreso de Henry de una misión diplomática a Kenia, donde esperaba conseguir refuerzos policiales.
El acuerdo de CARICOM prohíbe a cualquier persona con condenas penales previas o sanciones en su contra, descalificando así a Chérizier. Pero se sabe desde hace mucho tiempo que Chérizier alberga aspiraciones políticas. No solo es un líder de una pandilla, sino también un político populista, y le dijo a un entrevistador en 2019: “Nunca masacraría a personas de la misma clase social que yo”. A principios de este mes, dijo: “No le mentiremos a la gente diciéndole que tenemos una revolución pacífica. No tenemos una revolución pacífica. Estamos iniciando una revolución sangrienta en el país”.
Chérizier se ha comparado a sí mismo con Martin Luther King, Jr., Malcolm X, Che Guevara, Fidel Castro e incluso Robin Hood. Pero también admira a François “Papa Doc” Duvalier, el dictador de derecha que gobernó Haití con mano de hierro de 1957 a 1971 (y que también aterrorizó a la sociedad haitiana con grupos paramilitares armados, liderados por los infames Tonton Macoutes).
En una advertencia emitida a última hora de la noche del 11 de marzo, Chérizier anunció que la alianza de pandillas conocida como Viv Ansanm no reconocería ningún gobierno resultante del acuerdo de CARICOM, argumentando que “corresponde al pueblo haitiano designar a las personalidades que liderará el país”. De manera similar, un asesor de Guy Philippe, un líder rebelde haitiano que recientemente regresó al país, advierte que Puerto Príncipe será quemado hasta los cimientos si el próximo gobierno no incluye a Philippe.
La historia de Haití es una tragedia de larga data. Durante más de 200 años, ha sido castigada por la exitosa rebelión de esclavos (que comenzó en 1791) que le permitió emerger como la primera república negra del mundo. Obligada a pagar reparaciones a Francia, su antiguo señor colonial, la única oportunidad que tuvo de prosperar fue cuando Jean-Bertrand Aristide y su partido Lavalas tomaron el poder hace un par de décadas. Pero Aristide, una espina clavada en el costado de Estados Unidos, fue derrocado mediante un golpe de estado en febrero de 2004.
Haití es un caso extremo de un fenómeno más amplio. Pandillas violentas también han ocupado partes de ciudades de Ecuador y México; y, por supuesto, una pandilla de partidarios del presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump, irrumpió en el Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021. Trump ahora promete que uno de sus primeros actos oficiales, si es reelegido, será indultar a todos los condenados por su participación en ese asalto.
La más fuerte de las pandillas que organizaron la insurrección del 6 de enero son los Proud Boys, una organización neofascista exclusivamente masculina que promueve abiertamente y participa en la violencia política. Recordemos que cuando se le preguntó sobre su atractivo para los grupos supremacistas blancos y paramilitares en un debate presidencial en 2020, Trump respondió de manera infame: “Proud Boys, retrocedan y permanezcan al margen”. Desde entonces, los líderes del grupo han sido condenados por conspiración sediciosa y otros delitos contra Estados Unidos por su intento de bloquear la transferencia del poder presidencial prescrita constitucionalmente.
Curiosamente, los Proud Boys tienen un proceso de iniciación que incluye novatadas físicas, como recibir puñetazos, a menos que respondas correctamente preguntas de trivia sobre la cultura pop, y los miembros deben “abstenerse de la pornografía”. Por extraños que parezcan estos rituales, son mecanismos familiares. Los rituales fraternales desempeñan el papel de la poesía, como lo describe Ernst Jünger, un reacio compañero de viaje nazi que, como los Proud Boys, celebró el efecto purificador de la lucha militar: “Cualquier lucha por el poder está precedida por una verificación de imágenes y una iconoclasia. Por eso necesitamos poetas: ellos inician el derrocamiento, incluso el de los titanes”.
Los Estados fallidos ya no están confinados a unos pocos rincones del Sur Global. Si medimos el fracaso de un Estado por las grietas en el edificio de su poder –es decir, por la evidencia de guerras civiles ideológicas en gestación, asambleas estancadas y espacios públicos cada vez más inseguros– debemos reconocer que Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos están claramente en el espectro. El teórico político noruego Jon Elster tenía razón cuando escribió en 2020: “Podemos revertir la máxima común de que la democracia está amenazada y afirmar que la democracia es la amenaza, al menos en su forma populista cortoplacista”. La experiencia reciente ofrece señales claras de lo que sucederá si Trump gana las elecciones presidenciales de noviembre.
Se podría parafrasear apropiadamente un viejo chiste de Alemania Oriental: Vladimir Putin, Xi Jinping y Trump reciben una audiencia con Dios y se les permite una pregunta a cada uno. Putin comienza: “¿Dime qué pasará con Rusia en las próximas décadas?” Dios responde: “Rusia se convertirá gradualmente en una colonia de China”. Putin se da vuelta y comienza a llorar. Xi hace la misma pregunta sobre China. Dios responde: “Una vez terminado el milagro económico chino, tendrás que regresar a una dictadura de línea dura para sobrevivir, mientras pides ayuda a Taiwán”. Xi se da vuelta y comienza a llorar. Finalmente, Trump pregunta: “¿Y cuál será el destino de Estados Unidos después de que yo vuelva a asumir el poder?” Dios se da vuelta y comienza a llorar.