El ejercicio del poder por parte del presidente Milei nos lleva a reflexionar sobre los límites de la autoridad del titular del poder ejecutivo. Ello, a fin de evitar los excesos.
Éstos pueden poner en riesgo el Estado de Derecho y por lo tanto al sistema republicano de gobierno en su conjunto. Ello, en la medida que el presidente se considere el representante único del pueblo y que por lo tanto todo lo que se le oponga sea considerado por él como una encarnación del “antipueblo”, suerte de traición al voto popular.
Es importante tener en cuenta que elegimos a nuestros representantes en el marco de lo que establece la Constitución, la que contiene lo que denominamos el “guion institucional”.
Esto es, los límites en materia de derechos y garantías que están contemplados en la primera parte de la Ley Fundamental, conocida como “dogmática” o “doctrinaria”, primer dique de contención de los poderes políticos (Legislativo y Ejecutivo) que deben velar en toda circunstancia por la protección de los derechos de los habitantes de la Nación.
Asimismo, yendo a la segunda parte u orgánica (constitución del poder para Bidart Campos, la primera la denominaba “De la Libertad), se deben observar las relaciones entre los poderes.
Cabe destacar que nuestra Constitución, al igual que la de la mayoría de los países latinoamericanos, toma el modelo de la de los Estados Unidos de Norteamérica para la organización de los poderes.
Sin embargo, a diferencia de lo que acontece en el país del norte, el funcionamiento de nuestras instituciones ha manifestado una tendencia creciente hacia la centralización de la autoridad en el poder ejecutivo.
Esto se debe a diferencias notables en la evolución institucional desde la época colonial. Guillermo O’Donnell la consideraba “democracia delegativa” que solamente cumplía con las reglas relativas a la elección de los gobernantes.
Las colonias británicas de América se organizaron a través de reglas de autogobierno inspiradas en el constitucionalismo. Cuando luego de unos pocos años de vida independiente como confederación, deciden darse una constitución, construyen un sistema a partir de la creación de una república presidencialista y federal, combinación que contenía en sí misma el esquema de frenos y contrapesos apto para impedir que alguno de los tres poderes pudiese desbordar a los otros, receta que se iría perfeccionando en el tiempo a través de sucesivas enmiendas (no ignoramos que Trump rompió estas reglas).
De nuestro lado, todos los antecedentes hablan de un poder personalizado en el cual el gobernante reúne entre sus manos todas las potestades gubernamentales.
Llegados a la organización nacional, nuestros constituyentes idearon una modalidad que, en la práctica, más allá de la letra constitucional, se iría deslizando hacia la concesión de facultades exorbitantes a favor del Presidente.
Los golpes de Estado concretaron esa anomalía de la manera más brutal. Los gobiernos constitucionales -salvo escasas excepciones-, en mayor o menor medida, se alejaron del principio de separación de poderes en aras de favorecer al “primer mandatario” con potestades excepcionales.
Así las cosas, el doctor Alfonsín, pensó seriamente en atenuar el presidencialismo, y desde el Consejo para la Consolidación de la Democracia, se ofreció una versión de semipresidencialismo, forma mixta, que combina elementos del presidencialismo y del parlamentarismo. Instauraba un ejecutivo colegiado, relaciones de colaboración entre éste y el legislativo y rompía con el carácter rígido de los mandatos.
Se trató de una versión intermedia. El parlamentarismo es más flexible ya que permite la terminación antes de tiempo de los mandatos. Esto se compadece con un sistema en el que el gabinete de ministros –gobierno- es una suerte de emanación del Parlamento, cuyos miembros son los únicos elegidos por sufragio universal.
El fundamento es que el gobierno surge del Parlamento, es responsable ante él y se mantiene en tanto goce de su confianza. Mientras que en el presidencialismo el ejecutivo es unipersonal, las relaciones con el legislativo son de coordinación y control recíproco y los plazos de los mandatos están establecidos en la constitución.
¿Es posible pensar que el cambio de forma de gobierno, el cual se debe realizar a través de una reforma constitucional, serviría para modificar nuestra realidad?
Creemos que es necesario acompañarla de una reforma política que sigue pendiente y luego, y, sobre todo, esperar que se modifique nuestra cultura política; de lo contrario, más allá de la flexibilización de los mandatos, seguiremos inmersos en la misma decadencia institucional que tanto nos agobia e imposibilita nuestro desarrollo.
La administración que encabeza Javier Milei prometió una recuperación de nuestras instituciones. Sin embargo, el Presidente les responde agresivamente a quienes disienten, tanto periodistas, como opositores y hasta a artistas.
Hemos entrado en una suerte de “bonapartismo”, en referencia a Luis Napoleón, sobrino de Napoleón Bonaparte, que fuera coronado como Napoleón III. El disenso está en la esencia de toda democracia, ya que la libertad de expresión y de información no sólo les competen a sus titulares, sino también y sobre todo a los habitantes, ya que los pone al corriente del comportamiento de sus representantes. Cristina Fernández de Kirchner se refería con admiración a aquel sistema autoritario.
Gobernar al margen de estos principios nos lleva a recordar la obra póstuma de Carlos Santiago Nino, “Un País al Margen de la Ley”. Hacemos votos para que no salgamos de la Constitución, fuente de toda razón y Justicia, que la República se consolide y abra el rumbo del progreso a nuestro país. Que así sea.
Publicado en Clarín el 19 de marzo de 2024.
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