jueves 28 de marzo de 2024
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Claudio Iglesias: “En una democracia, la sede de la discusión es el Congreso, no la calle”

Claudio Iglesias es politólogo y Profesor Titular de Economía en la carrera de Ciencia Política de la UBA. Dirige la consultora de opinión pública y comunicaciones “Economía y Sociedad”. Es un rara avis de la disciplina, inclinado a entender las cuestiones económicas. En twitter, es un activo e inteligente protagonista de esa red social.

Es común afirmar que Menem no era peronista, que tampoco lo era Kirchner y menos aún la propia Cristina Fernández. Por qué crees que el peronismo busca deslegitimar siempre a sus antecesores del propio movimiento.

El peronismo, algo que está magníficamente planteado en Perón o Muerte de Eliseo Verón y Silvia Sigal, concibe su relación con las demás identidades políticas en términos de una alteridad radical: fuera del movimiento, no hay virtud política. Pero, y eso es un problema fundamental para el peronismo, esa estructura supone que tampoco pueden coexistir diversos peronismos en un mismo momento de la historia. O, si se quiere, no pueden hacerlo sin que alguno de ellos termine expulsando/absorbiendo al otro de manera perdurable. Menem cooptó al cafierismo segregando al grupo que se mostraban recalcitrante respecto de su agenda (el de Chacho Álvarez) del mismo modo en que Néstor y Cristina lo hicieron luego, tal vez con un estilo más descarnado y brutal, con los restos del menemismo y el duhaldismo. Entonces, si dos peronismos no pueden coexistir en el tiempo eso exige, a su vez, alguna forma de tramitar la serialidad peronista: si el peronismo de hoy es solo uno, pero esa variante resulta ser diferente del peronismo que fue ayer y, a su vez, éste es diferente del peronismo anterior, tenemos un problema: ¿cuál es el verdadero peronismo? La manera de resolver ese galimatías de los peronismos que conviven serialmente es negar el carácter peronista del peronismo que te antecede. De ese modo, montoneros llamaba vandorismo al peronismo anterior, devaluándolo, y el propio Perón llamaba infiltrados a los montoneros, a aquellos que antes llamaba “la juventud maravillosa”. A fin de cuentas, si el peronismo admitiera la coexistencia de varios peronismos en un mismo momento del tiempo y, también, a través del tiempo, estaría creando algo parecido a un partido democrático; es decir, un partido que admite la competencia no solo por los cargos, sino por el propio sentido de la política. Por eso fracasó el peronismo renovador, porque en su seno palpitaba (y digo palpitaba porque no había ninguna chance de que pudiera triunfar como concepto) la idea, extremadamente poco peronista de que varios peronismos podrían convivir en un mismo momento del tiempo. Esa era, en mi opinión, el tipo de aspiración que hizo de Antonio Cafiero un líder paradojal: el aspiraba a que en el peronismo convivieran diversas voces: Chacho Álvarez y Guido Di Tella tanto como José Rodríguez y Víctor De Gennaro. Y era paradojal en un doble sentido: siendo él mismo un dirigente muy identificado con el peronismo clásico, mantenía una ambición democrática que ha sido más bien extraña antes y después de él.

Por primera vez, desde el retorno a la democracia, el peronismo busca ocultar su denominación en los bloques legislativos. Coincide con las declaraciones de algunos dirigentes sobre la posibilidad de pasar ocho años fuera del poder. ¿El peronismo se está reconvirtiendo al perder el deseo innato por el poder?

El peronismo es inexplicable en ausencia de una referencia a su relación con el poder. Dicho eso, que en la Argentina es ya un lugar común, digamos que no es la primera vez que el peronismo está fuera del poder y, por añadidura, se ve obligado a desarrollar un repertorio compatible con esa posición donde lo ha colocado el electorado en elecciones limpias. En 1983, tenías un peronismo formal que controlaba el PJ y el aparato sindical, una estructura de control político a la que se llamaba “ortodoxia.” Y, luego de la derrota, tenías un grupo de dirigentes tan heterogéneo como te puedas imaginar, que se llamaban “peronistas renovadores”. Si lo miras en la perspectiva de aquellos dirigentes, no había ninguna garantía de que ellos pudieran desplazar al radicalismo del gobierno en el lapso de tiempo que va de 1983 a 1986, por ponerle una fecha. Aquella percepción, digamos, de los “100 años de democracia” (que era leído como 100 años sin peronismo) disparó un proceso de división apenas contenido por la CGT y, hacia el final, por el eclipse precoz del proyecto de Alfonsín. Mi hipótesis es que la dinámica del peronismo va a depender, como ocurrió en otras ocasiones, del éxito del gobierno: si el gobierno sale airoso de su apuesta reformista, las enemistades entre grupos del peronismo resultarán más interesantes para ellos que el asedio al gobierno. Y, por el contrario, si el gobierno se debilita, los peronistas van a encontrar más atractivo deponer sus diferencias porque el premio por hacerlo (poder, cargos, contratos, negocios) es más interesante que esas rivalidades. En otras palabras, ningún peronista que merezca llamarse tal va a perderse de ser parte de una nueva edad de oro (para ellos) por cuestiones, digamos, ideológicas. En otro sentido, yo no creo que ellos oculten la denominación partidaria, el tema es que el modo de nombrase ya no es tan importante en política; de hecho, el senador Pichetto ha reservado el nombre del partido para designar a su bloque en el senado; pero es cierto que la irrupción del grupo de Cristina (una especie de Frepaso de este siglo) plantea un desafío a la estrategia de ese grupo, especialmente en la cámara de diputados donde el bloque que responde a la ex presidente es el segundo en importancia.

Hace poco escuché, por primera vez, a un dirigente joven, intendente en la provincia de Buenos Aires, decir que “hace más de treinta años que gobernamos y la gente no está mejor”. ¿Es el primer atisbo de una autocrítica en el peronismo?

Puede ser. De hecho, creo que sería una cosa extraordinaria que una nueva generación de dirigentes pudieran tomar cierta distancia y reflexionar sobre los más bien decepcionantes logros de décadas de gestiones en decenas de municipios del Gran Buenos Aires, al frente de la gestión provincial y en tantas otras provincias del país. Sin embargo, también pudiera ser que lo que suceda sea una suerte de “naturalización del fracaso”. Recuerdo ahora al ex presidente Carlos Menem defendiendo su gestión frente a la crítica de sus opositores y del episcopado argumentando que “pobres hubo siempre”. O, más acá en el tiempo, una anécdota de un intendente de La Matanza, ya fallecido, que al asumir dijo algo como “es una maravilla que nos sigan votando, si nunca les dimos una mierda” (sic). Si el peronismo pudiera elaborar una conversación política adulta sobre los más bien deficitarios logros de su gestión, tanto a nivel local como de varias provincias, estaríamos siendo testigos del surgimiento de una nueva cultura política que, con el paso del tiempo, debería repercutir en el proceso de formación de su liderazgo nacional. Sin embargo, permitime ser moderadamente escéptico en este punto: esos mismos dirigentes acompañaron la candidatura de la ex presidente en las elecciones de octubre sin el más mínimo reparo a las consecuencias de largo plazo que las gestiones de gobierno de Cristina han tenido, inequívocamente, sobre la situación de los distritos donde ellos gobiernan.

Siguiendo con el tema de la autocrítica, ¿por qué tampoco hubo nunca una disculpa a la sociedad por parte de las organizaciones violentas del propio peronismo, tanto hablemos de organizaciones claramente de derecha como ser Guardia de Hierro o el sindicalismo de la patota o los propios montoneros?

Hay un hecho traumático en la identidad peronista: el golpe de Estado de 1955. En verdad, ese es un hecho traumático de la identidad peronista cuando debería serlo de la identidad nacional, de la comunidad política como tal; quiero decir, por mucho que uno pueda considerar al gobierno del primer peronismo como una democracia, una democracia limitada o incluso una dictadura, el hecho es que el modo en que la oposición al peronismo “resuelve” el problema es de una violencia tan demencial que no hay medida en común con nada que haya ocurrido en la Argentina contemporánea hasta el ciclo que concluye con el golpe de Estado de 1976. Ese hecho traumático genera varias cosas: primero, el surgimiento de una generación de dirigentes sindicales no patrocinada desde el Estado sino desde las bases; segundo, los primeros embriones de acción directa en ese proceso más bien inorgánico llamado Resistencia Peronista. Eso es, hablando en términos gruesos, fines de los cincuenta y principio de los sesenta. Después hay un conjunto de procesos que, en gran parte, trascienden largamente al peronismo: la Revolución Cubana, la radicalización de un sector del catolicismo, el surgimiento de un nacionalismo de izquierda que revisa su posición originalmente reticente respecto del peronismo. Recuerdo que un conocido que había sido militante del FEN (Frente Estudiantil Nacional, un grupo universitario que se autodenominaba marxista y peronista) me decía “nuestro catecismo es Conducción Política (Perón), Acerca de la contradicción (Mao) y Los condenados de la tierra (Frantz Fanon). Una ensalada monumental. Eso generó una cultura política, desde Guardia de Hierro a los montoneros, que no tiene conexión con la problemática de la democracia: lo importante era tomar el poder, no discutir cómo se gobierna. Esas organizaciones generaron una mitología en torno de la cual varias generaciones de militantes han sido socializadas políticamente y, me atrevería a decir, la idea de la democracia ni siquiera es un aspecto relevante de ese conjunto de identidades. El tema no deja de ser paradojal: porque el peronismo se ha cansado de participar en elecciones y, buena parte del tiempo, de ganarlas también.

El tema del sindicalismo creo que es uno diferente: la experiencia sindical del peronismo va del patronazgo estatal (1943-1955) a la cultura de la resistencia (1955-1973) que es la que fija la identidad del sindicalismo peronista como lo conocemos. Si la cultura del patronazgo estatal es autoritaria porque parte de la represión de la experiencia anterior (laborismo, socialismo, comunismo, etc.) la experiencia de la resistencia, originalmente impulsada desde las bases, deriva en autoritarismo porque termina identificando a la organización sindical con una fuerza política. Naturalmente, la organización sindical argentina nunca ha podido resolver esa ecuación y, hasta donde entiendo, no sé si la clase política y el empresariado está tan disgustado con ello: temen que en su reemplazo prospere un sindicalismo clasista más bien poco responsable. Tal vez tengan razón, pero la Argentina debería darse una oportunidad de experimentar con la democracia sindical: no veo que el país pueda modernizarse de verdad si no lleva esa discusión con cierta madurez al seno de la agenda política.

El kirchenrismo, junto con el massismo y los sectores de izquierda, impidieron que el gobierno avance con su proyecto de reforma previsional, al mismo tiempo, en la provincia de Buenos Aires un intendente kirchnerista tomaba por asalto el recinto de la Cámara de Diputados. Son actitudes políticas que no se vieron en 34 años de democracia. ¿Estamos ante una nueva modalidad del conflicto político que llega para quedarse? ¿Cómo crees que el gobierno va a resolver esta situación?

El sistema previsional está en una crisis terminal: pasó de tener una cierta cantidad de beneficiarios a tener el doble una vez que el gobierno de Cristina Kirchner decidió que quienes habían aportado y quienes no lo habían hecho eran igualmente titulares de derechos sobre el ahorro previsional. Naturalmente, es un punto de vista atendible, todos estamos dispuestos a entender que hasta cierto punto un criterio de justicia implica desconectar el derecho a una renta en la vejez de las contingencias de tu historia laboral. Pero, también sabemos, eso no ha sido planteado así en una discusión parlamentaria ni, mucho menos, cuáles son las previsiones de recursos para afrontar esas erogaciones sin contrapartidas en ahorro previsional.

Pero me parece que el carácter deficitario del sistema previsional ni siquiera es el aspecto fundamental de esta discusión que hoy vemos en el Congreso. Vemos amontonados en la oposición a quienes tomaron casi todas las decisiones que han conducido a este verdadero desastre, todas las facciones del peronismo desde el FPV hasta el massismo y otros grupos que han sido, en diversa medida, parte de la experiencia que nos condujo a esta situación.

En los hechos que están planteados en la pregunta lo que hay es un desconocimiento del derecho del gobierno a dotarse de los instrumentos normativos para llevar adelante su programa de gobierno. En una democracia, la sede de esa discusión es el Congreso, no la calle. Que un diputado de la nación diga, como ha dicho quien lidera el principal bloque de oposición, que “el gobierno perdió la votación en la calle” da una medida del extravío en que está una parte considerable de la dirigencia política. Sencillamente, la calle no es un factor legítimo de nuestro sistema de gobierno. Pero, naturalmente, el peronismo pretende que ese sea el caso porque es el terreno en el que se siente más confortable cuando está fuera del poder. Si el aprendizaje de que en democracia estás obligado a jugar con reglas acordadas de antemano no es incorporado al repertorio de la oposición, el país va a vivir momentos complicados. En última instancia, volvemos a un horizonte donde, como decía Huntington, los actores eluden la mediación de las instituciones y hacen política de una manera rústica y brutal: los militares dan golpes de Estado, los sindicalistas toman la calle, los estudiantes ocupan las universidades, etc. No veo que el país vaya a madurar democráticamente, ni en otro sentido relevante, por ese camino que, además, ya hemos transitado trágicamente en el pasado.

La sociedad argentina encontró en 1983 una formidable válvula de escape a la ruptura política permanente en el radicalismo y en la figura de Raúl Alfonsín. Sin embargo, esa tolerancia que mencionamos hacia el peronismo es implacable a la hora de medir la performance del radicalismo, no solo cuando está en el poder sino también cuando está en la oposición. Es un problema de percepción de la sociedad u obedece a impericia o errores del radicalismo. Fijate que es común que sean opciones opositoras al peronismo en el poder por fuera del radicalismo (el Frente Grande en 1985, Massa en 2013 o el propio PRO antes de la formación de Cambiemos).

Tal cual lo veo, el radicalismo mantiene un conflicto no resuelto con el rol que la sociedad argentina le había asignado durante un largo período de tiempo, es decir, ser una opción de poder frente al peronismo. Por curioso que pueda parecer, muchos radicales suelen decir en voz alta (no voy a nombrarlos para no ser antipático) “tenemos que evitar ser otra Unión Democrática”. En las elecciones de febrero de 1946, en las que el General Perón derrotó a la Unión Democrática, el frente hegemonizado por la UCR sacó el 43% de los votos. Debe ser uno de los mejores desempeños electorales del radicalismo con la excepción hecha, naturalmente, de aquellos que terminaron en triunfos electorales. Quiero decir: si voy a perder, dejame perder como Tamborini y Mosca. Así como el peronismo tiene un trauma con 1955, el radicalismo tiene un trauma con 1946: amplios segmentos del radicalismo nunca terminaron de asumirlo, y eso fue especialmente visible en el caso del alfonsinismo después de Alfonsín, que aquello que la sociedad premiaba en ellos era constituir una alternativa eficaz al peronismo. Si lo analizamos fríamente, en la medida en que surgen alternativas más nítidas frente al peronismo (el Frepaso en 1995; Carrió en 2007 o Cambiemos en 2015) la sociedad las premia con el voto. Como contrapartida, mientras menos delimitada es la oferta del radicalismo respecto del peronismo, más pobre es su desempeño electoral: Moreau en 2003, Ricardo Alfonsín en 2011.

En última instancia, lo que el votante le demanda al radicalismo es que sea algo diferente del peronismo, no una versión de buenos modales de lo mismo. La idea, insinuada tanto por Ricardo Alfonsín como por Hermes Binner, de que se podrían haber hecho bien aquellas cosas que el kirchnerismo hacía mal aplicando un método diferente a la misma idea está en las antípodas del sentimiento generalizado del tipo de votante que, en el pasado, elegía al radicalismo. Por supuesto, uno no elige las circunstancias en las cuáles le toca desafiar a un gobierno que está tocado por la varita de un espíritu de época, Menem y las privatizaciones en los noventa, el kirchnerismo y sus amoríos con el chavismo en este siglo, pero siempre se pueden hacer las cosas un poco mejor: Carrió, De Narváez, Massa, Macri ¿qué tienen ideológicamente en común? No lo sé, pero creo que en su momento cada uno de ellos interpretó mejor que la UCR la manera de desplazar la frontera política que había erigido el peronismo en ese momento.

Un politólogo no debería hacer futurología, pero también sos economista o te dedicas a ver la economía, algo poco común en la profesión. ¿Crees que el gobierno está entrando en un círculo virtuoso (crecimiento, moderada baja de la inflación, moderada disminución de los índices de pobreza, etc.) que le permitirá iniciar un nuevo ciclo en el poder con buenas perspectivas de reelección?

Hay una discusión que, hasta donde entiendo, está relativamente saldada, que es la discusión de si el gobierno debía ir por una vía rápida de ajuste o si debía ir por un camino gradual. Entiendo que el gobierno intentó hacer algo más audaz al comienzo de su gestión (la época en que la Plaza de Mayo estaba tomada por la gente de Milagro Sala, Hebe alentaba a la revuelta y Moreno paseaba por los programas de cable augurando el colapso del gobierno, etc.) y que pronto advirtió que eso lo empujaba a un lugar que deseaba eludir: ser, además de un gobierno en minoría, un gobierno inviable. Y eligió, y yo creo que eligió bien, ser un gobierno viable: nadie quiere ser López Murhpy en la Argentina, un señor al que todos dan palmadas en la espalda, pero al que nadie votaría para un cargo. Pero, al mismo tiempo, esa decisión le dejó una mala sensación al gobierno, una clase de sentimientos encontrados: “si gobernamos para sobrevivir, nuestros votantes nos van a juzgar por ser más de lo mismo”. Ahí es donde creo que ellos se encuentran ahora en un proceso de explicar a sus votantes que un gobierno que logra sobrevivir en la Argentina, más aun, un gobierno no peronista que logra sobrevivir en la Argentina es la condición de posibilidad para avanzar en reformas más audaces del tipo de las que el país necesita para que la velocidad de la reanudación del crecimiento deje sentir su impacto sobre el empleo, la distribución del ingreso y la pobreza. Dicho en otros términos, tal vez las metas que el gobierno se fijó a comienzos del 2016 eran demasiado ambiciosas para un gobierno que tenía que liderar una transición política y, a la vez, edificar nuevas instituciones económicas, más que restaurar unas que habían funcionado bien alguna vez. Esto último es especialmente importante, Argentina ha experimentado poco y nada con la racionalidad económica: desde la convertibilidad hasta el cepo, nuestra historia es la de un alcohólico que en la clínica de rehabilitación se hace adicto a las anfetaminas. Si la sociedad acepta ese trato, y las elecciones son un índice de que ese es el caso en un amplio sector de la opinión pública, tal vez Cambiemos sea la primera experiencia de crecimiento, baja inflación (eso está por verse, pero con toda seguridad llevará tiempo) y, al menos desde los objetivos de la política económica, el deseo genuino de enfocar el problema fiscal sin que ello repercuta negativamente en el nivel de actividad. Ahora bien, si el gobierno triunfa en estabilizar la economía, entonces llegará la hora de la verdad: es como cuando bajan las aguas después de una inundación y observas el estado real de las cosas. Cuál es el estado real del país: una economía con una productividad muy baja, con una muy poca cantidad de capital por trabajador y una baja tasa de ahorro. Esos problemas son mucho más complicados de resolver, pero al mismo tiempo son los problemas que deberíamos desear tener porque nos van a exigir que discutamos con cierto rigor qué hacer con el sistema tributario, los derechos de propiedad, la inversión extranjera, la educación de calidad de la fuerza de trabajo, etc.

Alfonsín tuvo en Portantiero y otros intelectuales de lo que fue el grupo Esmeralda su think thak, Carta Abierta lo fue para el kirchenrismo. Sin embargo, más allá de algunos intelectuales a título personal, no parece que Macri o Cambiemos esté buscando un corpus intelectual que lo contenga, a la vez que se nota que hay equipos preparados para trabajar en el Estado desde larga data. Más allá de muchos que analizaban al inicio del 2016 que el gobierno no tendría cuadros formados para ocupar el espacio de la administración en las tres principales burocracias del país (Nación, CABA y PBA). ¿El PRO es un partido del poder y por eso le hace frente de igual a igual al peronismo sin pensar tanto en el que dirán?

Hay un discurso dando vueltas por ahí según el cual “el PRO es el partido de los gerentes” o de los CEO como se los llama ahora. En verdad, hay varios gerentes y, te diría más, empresarios relativamente prósperos en el gobierno. En eso, supongo que Cambiemos es un apartamiento importante respecto de la experiencia anterior: la política ha sido tradicionalmente el terreno de los políticos profesionales y, dentro de esa profesión, los abogados son largamente la actividad que ha teñido con sus modos y su léxico el mundo de la política profesional. También tuvimos militares (Perón), amas de casa (Isabel Perón), médicos (Arturo Illia). Pero definitivamente la política ha sido un trabajo ideal para los abogados. Dicho eso, creo que Cambiemos es una experiencia de una generación que no piensa, como se pensaba antes, que la política deba responder a una visión ideal de la sociedad y, solo entonces, el trabajo del político consista en moldear a la sociedad bajo esa inspiración. Me parece que ellos tienen una perspectiva más pragmática basada en la idea, que hasta cierto punto comparto, de que en política no podés inventar la rueda cada cuatro años. Entiendo que eso pueda resultar decepcionante para muchas personas, especialmente para aquellos que tienen una visión excesivamente condimentada por la ideología. Pero, hasta donde entiendo el mundo actual, de Macron a Trump y de Angela Merkel a Teresa May, las diferencias entre los partidos tienen menos que ver con una referencia a un modelo ideológico de la sociedad que con la capacidad de los líderes para adherirse a un programa que logre concitar la adhesión de la mayoría mientras se las ingenian para dispensar oportunidades de prosperar que desalienten a la clientela electoral de los derrotados dejando abierto, desde luego, la posibilidad de que los derrotados los reemplacen a su vez en el futuro. En eso veo al gobierno de Macri muy diferente del peronismo: el peronismo necesita convencerte de que, por caso, las privatizaciones de los servicios públicos y la seguridad social de Menem o los sorteos de créditos hipotecarios de Cristina, son algo que viene desde el fondo de la historia, digamos, desde Rosas hasta Perón pasando por los descamisados, para dotar de un sentido las cosas. El radicalismo, a su vez, tiene una diferencia todavía mayor con ese estilo despojado del macrismo: ellos desearían que una epopeya en el gobierno pudiera ser inscripta en alguna de las narrativas clásicas de occidente, del liberalismo a la socialdemocracia. Espero que no se decepcionen: el mundo conserva esas cosas más como un parque temático con el cual se entretienen los especialistas en ciencias sociales, que como un reservorio de experimentación política. Por esa razón, de modo cada vez más visible, las ciencias sociales desde la sociología hasta la antropología o incluso la ciencia política, se entretienen con las redes sociales, el Islam, el feminismo o algún fenómeno de ese tipo. Creo que si calibra su rol en los municipios y las provincias, la UCR puede dar un servicio al país: pocas fuerzas disponen de un ámbito de discusión tan perdurable como ese partido y un capital humano invertido en formación de cuadros políticos equivalente. Pero necesitan aceptar que la conversación con la sociedad es tan interesante como la rivalidad con el adversario de la parroquia. Para finalizar, supongo que la política necesita tener una conversación honesta con la economía, la ciencia política o la sociología, etc. Pero no creo que necesite tener una relación como aquella que hemos conocido en el pasado (Grupo Esmeralda, Carta Abierta); sencillamente, el mundo no se presta a ese tipo de iluminaciones: nadie tiene cosas tan importantes para decir que no puedan ser dichas en un programa de TV, una columna de un diario o un blog. Incluso una sentencia de Twitter. Lo otro es parte de una actividad que considero extremadamente valiosa pero enteramente diferente de la actividad política: la vida universitaria que, a su vez, necesita revisar su conexión equívoca con el mundo de la política.

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