jueves 25 de abril de 2024
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Oportunidad argentina: la vieja Europa está de vuelta, cien años después

La globalización habla inglés. La raza anglosajona –así le gustaba definirla a Winston Churchill– domina la escena hace un cuarto de milenio. El Reino Unido primero y su vástago más potente, los Estados Unidos, gobiernan los mares (y luego los aires), la banca, el comercio, la industria, la innovación, las viejas y las nuevas tecnologías.

Unos y otros trataron –muchas veces a costillas de parte de sus propias comunidades, más frecuentemente expoliando a otros pueblos– de mantenerse a la vanguardia del cambio cultural, de los procesos productivos, de la investigación y el desarrollo, de la fuerza militar.

Ingleses y yanquis no miraban para atrás. Siempre supieron que el éxito estaba adelante. No es que despreciaran su pasado. La Carta Magna que arrancó derechos al poder real en 1215 aún enorgullece a los ingleses. Y los Padres Fundadores siguen mereciendo homenajes y devoción en la vida norteamericana.

Se jactaban, hasta ahora, de haber esquivado las irracionalidades del populismo. La fantasía de un presente perpetuo imposible de sostener, la convicción que la magia es posible. El respeto institucional llevó a Gran Bretaña a poner las bases del sistema de equilibrio de poderes, con tres largos siglos de supremacía parlamentaria que alumbraron los derechos individuales frente a la Corona. Los norteamericanos construyeron la única República del mundo que no interrumpió jamás su rutina de selección de gobernantes a partir de la voluntad popular, desde su mismísimo nacimiento, en 1776.Esos mundos han dejado de existir.

De Brexit a Trump

Bretaña sale. El Brexit. La propuesta de un grupo de viejos conservadores que vinculaba la decadencia británica –ilustre, pero decadencia al fin– a su incorporación a Europa continental. El sueño de volver al esplendor de aquel mundo pintado de rosa. 

Esa isla reacia a los cambios, que vivió sin sobresaltos los debates de whigs con tories, el Partido Conservador contra el Liberal y de los Laboristas contra los Conservadores.

Dentro de los conservadores abundaban los euroescépticos, críticos de la incorporación británica a Europa. Hasta que irrumpió un nuevo partido (algo extraño en la sólidas costumbres inglesas), ferozmente reaccionario, el Partido por la Independencia del Reino Unido (1993). Sacó 7%. No consiguió escaños en 2003 ni en 2005. Pero en 2006 llegó Nigel Farage, adalid de esa nueva derecha. En las municipales de 2013, el partido obtuvo un sorprendente 25% de los votos. En 2014 logró instalar su primer diputado a la Cámara de los Comunes. Y en las elecciones al Parlamento Europeo, el Partido de la Independencia consiguió 24 eurodiputados, más que cualquiera de los partidos tradicionales. A partir de entonces, convergió con los euroescépticos del Partido Conservador.

Era una excusa, un trámite para consolidar su liderazgo en un comicio que no podía perder. Pero perdió. Su jefatura explotó por el aire

El abandono de Europa, de todos modos, seguía pareciendo una quimera. Hasta que les regalaron la ocasión. El primer ministro europeísta David Cameron convocó a un referéndum para ratificar la permanencia británica en la Unión Europea. Era una excusa, un trámite para consolidar su liderazgo en un comicio que no podía perder. Pero perdió. Su jefatura explotó por el aire y, sin darse demasiada cuenta, el voto popular ordenó a Londres irse de Europa.

El discurso de los partidarios de abandonar Europa era –y es– claramente engañoso. Trataban de apelar, a la vez, a las víctimas de la globalización –aquellos empleos industriales barridos por la competencia y la innovación tecnológica– y a los nostálgicos del Imperio, haciéndoles creer que Gran Bretaña podría recobrar sus brillos del pasado.

Lo que empezó a verse –en un voto que se desparrama por Europa y América– es que el capitalismo del siglo XXI está dejando un tendal de heridos y humillados, de inequidad e injusticia.

Del otro lado del Atlántico, Donald Trump percibió lo mismo. Un resumen de sus ejes de campaña puede consultarse en el estupendo documental Get me Roger Stone (está en Netflix) donde recuerdan algunas de las frases Trump: “A todos mis compatriotas esta noche les hago esta promesa. ¡Haremos que Estados Unidos vuelva a ser seguro! ¡Haremos que Estados Unidos vuelva a ser fuerte! ¡Haremos que Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez!”.

Otra joya: “El sueño americano ha muerto. Pero si me eligen presidente yo lo resucitaré. Será más grande, más fuerte y mejor que nunca antes”.

El documental cuenta la historia de Roger Stone, un consultor político de la extrema derecha republicana, que comenzó a militar en 1964, a los doce años, en la campaña de Barry Goldwater, el candidato que puso al Partido Republicano, la vieja agrupación de Lincoln, en manos de reaccionarios. Autor de La Conciencia de un Conservador. La Biblia de la extrema derecha. Ahí empezó Stone, que termina, hoy, como consejero clave de Trump.

Su campaña fue pensada para atraer a los sectores menos educados de la sociedad.

La rusticidad de Trump es a la vez constitucional y estimulada. Su campaña fue pensada para atraer a los sectores menos educados de la sociedad. Trump vende lo imposible: el regreso al mejor pasado, cuando Estados Unidos emergía como la potencia hegemónica, con la mitad del producto mundial y el monopolio de las armas nucleares.

Naturalmente, ni Gran Bretaña ni Estados Unidos volverán a sus años dorados.

Perderán protagonismo y acelerarán una pérdida de poder y prestigio que habrá de durar aún después que los artífices del Nuevo Populismo hayan abandonado –más probablemente antes que después– el poder al que llegaron con promesas engañosas, la traición a la tradicional institucionalidad anglosajona. Decorados falsos apoyados en cimientos reales: la enorme decepción y privaciones que la globalización en marcha está llevando a sociedades cada vez más desiguales con pérdida tanto de empleos como de esperanzas.

Europa al frente 

“Tenemos que hacernos cargo de nuestro destino, solos”. Ángela Merkel, convertida en la Señora Europa, puso en palabras lo que está a la vista. Tan indisimulable como contundente. Nadie puede dejar de advertir que el mundo inicia otra etapa. Y Europa también. Obligada.

“Europa ya no puede confiar completamente en sus aliados”, dijo la canciller alemana después de las reuniones del G-7 y la OTAN. “Lo he experimentado en los últimos días. Los europeos tenemos de verdad que tomar nuestro destino con nuestras propias manos –agregó Merkel–. Tenemos que saber que debemos luchar por nuestro futuro por nuestra cuenta, por nuestro destino como europeos”.

Es el regreso. Europa, que prevaleció a partir del descubrimiento de América, la expansión capitalista y su fortaleza militar, decae hace un siglo exacto.

En 1917 se produjeron dos episodios simbólicos. El más importante, la Revolución Rusa.  La Revolución de Febrero, intento de la débil burguesía rusa de incorporar el imperio zarista a las democracias modernas, duró un suspiro. En octubre los bolcheviques tomaron el poder y encabezaron el movimiento mundial más importante que desafió al capitalismo.

1917 alumbró otro episodio decisivo. Las tropas de Estados Unidos entraron por primera en su historia en una guerra europea. Alemania desafiaba la primacía de Gran Bretaña y Francia. El éxito no fue para ninguna de esas tres potencias. Estados Unidos fue el único gran vencedor.

Enriquecidos y acreedores de las naciones que hasta poco antes concentraban la inversión externa en el mundo, los yanquis comenzaron en 1917 su centuria de esplendor.

Al entrar en guerra, el Imperio Británico ocupaba un cuarto de la superficie mundial durante medio siglo XX. El Imperio Francés, más chico, gobernaba gran parte de África, Indochina y poseía islas y posesiones en los tres océanos. Medio siglo después, en 1967, todo se había escurrido. Ni ingleses ni franceses poseían otra cosa que peñones, islotes, pequeños espacios sin pobladores ni riquezas naturales.

La señora Europa

Merkel parece una sólida contrafigura del Brexit y de Trump. Hija de un pastor luterano que enseñaba en Leipzig, la joven Ángela Dorotea Kasner –no se había casado aún con Herr Ulrich Merkel, de quien tomará su apellido para siempre– militaba en Freie Deutsche Jugend, las Juventudes Comunistas de la RDA.

Doctora en Física en la Universidad de Leiozig con una tesis sobre química cuántica: “Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción bimolecular de reacciones elementales en los medios densos”. Con razón Trump no quiere hablar con ella.

Desde 2005 Merkel gobierna con la Gran Coalición, donde los mayores partidos alemanes (su Democracia Cristiana y el Partido Socialdemócrata) formaron un gobierno de unidad bipartidista por primera vez desde 1945. Enorme diferencia con  Mrs. Margaret Thatcher, cuya política consistió en aplastar a sus rivales.

Un video sobre su campaña (otro documental de Netflix) lo muestra eludiendo los facilismos de cerrar la economía, en un corajudo debate con obreros que reclaman por sus amenazados puestos de trabajo.

 

Así como supo acordar con los viejos rivales socialdemócratas, Merkel sabe que necesita a Francia. Su socio principal será el flamante presidente Emmanuel Macron. Un video sobre su campaña (otro documental de Netflix) lo muestra eludiendo los facilismos de cerrar la economía, en un corajudo debate con obreros que reclaman por sus amenazados puestos de trabajo. Macron les trasmite, en desigual esgrima, una postura refutable pero que debe celebrarse: no cae en el populismo ni la demagogia. Y esto, antes del vital comicio presidencial.

Ganó el candidato que sostiene el papel de Francia en Europa. Quienes imaginaban el Brexit como el inicio de la disolución continental quedaron frustrados. 

Ya no quedarán europeos relevantes con moneda propia. Otra vez el eje Francia-Alemania, con el apoyo de Italia y España, más el originario Benelux (Bélgica, Holanda, Luxemburgo). Y los menos confiables pero necesitados europeos del Este.

Ese Reino Unido que amenazaba destruir la Casa Europa, termina ofreciendo una inmensa posibilidad. Vuelve la Vieja Europa, la que quería Charles De Gaulle, siempre receloso de una Gran Bretaña que oficiara de ariete norteamericano para evitar comprometerse.

La chance argentina

A la Argentina le fue mucho mejor cuando interactuó con Europa que cuando Estados Unidos devino potencia dominante.

Es cierto que Gran Bretaña fue la principal socia, pero no lo es menos que, en esos tiempos anteriores a 1930 ingleses y norteamericanos no colaboraban sino rivalizaban por ganar posiciones en el Cono Sur en general y en la Argentina en particular.

Y aún en esa época, los británicos tenían competencia europea. Sobre todo, Francia, pero también Alemania, Bélgica y los fuertes capitales españoles e italianos, asentados en colectividades laboriosas y nutridas.

La decadencia argentina comenzó, precisamente, cuando Europa dejó de competir y la propia Gran Bretaña se subordinó a la conducción de Washington.

Hoy el mundo está cambiando. Esto ofrece oportunidades a todos. Hasta a nuestra impredecible, voluble, difícil Argentina…

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