Desde hace cincuenta años la Argentina transita una decadencia jalonada por crisis recurrentes. Al cabo de cada una, el país está un poco peor. La decadencia tiene muchas dimensiones -económica, social, cultural, ideológica- pero todos los problemas remiten a un plexo neurálgico: el Estado.
En sus buenos tiempos, la Argentina tuvo un Estado potente, basado en instituciones sólidas, burocracias expertas y probas y grupos dirigentes con capacidad para proyectar y sostener políticas. Pero, a la vez, nuestro Estado tuvo un punto débil: su relación con los grupos de interés, las llamadas corporaciones, grandes, medianas y chicas.
En esta relación, tensa por naturaleza, donde cada grupo cuida lo suyo, el Estado debe atender al interés general. Nuestro Estado fue siempre dadivoso y concedió protecciones, promociones, privilegios y finalmente prebendas. Desde mediados del siglo pasado, a medida que los intereses se hacían fuertes y exigentes, la capacidad estatal de control y regulación declinó. La última carta estatal la jugó Perón en 1973, y fracasó estruendosamente. Desde 1976 el problema se agravó, pues los sucesivos gobiernos, por acción u omisión, se dedicaron a desarmar el Estado, erosionar su burocracia, debilitar sus instrumentos de control, destruir a fuerza de arbitrariedad la confianza en la ley. También, a conceder prebendas cada vez más groseras, con los consiguientes “retornos” para los funcionarios.
La corrupción es la contracara del Estado. Donde hay un privilegio posible, hay una ocasión para la corrupción, pequeña o grande. “Dime cómo es el Estado y te diré cuanta corrupción hay”. La pregunta puede desplegarse: ¿cómo son sus funcionarios, y en particular sus jueces; cuán sólida es la convicción sobre el gobierno de la ley?
En esta larga crisis estatal -que es también jurídica y moral- los doce años del régimen kirchnerista fueron excepcionales. Hasta entonces, la corrupción surgía de la relación entre sectores de interés que reclamaban medidas del gobierno y funcionarios que cobraban para sancionarlas. Menem y su “carpa chica” fueron la versión extrema de este régimen, que entonces pareció escandaloso.
El régimen kirchnerista desarrolló una mecánica original y a la vez más vieja. Un grupo instalado en el gobierno organizó el saqueo sistemático del Estado en beneficio propio. El modelo dejó de ser el “capitalismo asistido” y se pareció a las viejas dictaduras latinoamericanas -Trujillo, Somoza, Stroessner- o a los actuales regímenes de Nicaragua y Venezuela. El concepto de corrupción es insuficiente para un régimen de acumulación personal que se resume mejor en la palabra cleptocracia. Toda la política tuvo como propósito el saqueo, la desarticulación del Estado y la concentración del poder. El célebre “relato”, muy poderoso, cumplió la función de distractor, ése que le permite al mago hacer su truco.
Como los magos, también se necesitó un partenaire: un grupo de empresarios -prebendarios veteranos o recién llegados- que recibieran los fondos estatales -obras públicas, subsidios al transporte- en pesos argentinos limpios y los devolvieran al gobernante convertidos en dólares sucios de destino final incierto.
El sistema fue sencillo, casi primitivo. La ejecución fue sorprendentemente eficaz: no quedó caja estatal sin saquear ni negocio ocasional desaprovechado. También fue excepcional la impunidad. No los registraron ni las oficinas de control ni los jueces, disciplinados con el palo y la zanahoria o embriagados por el relato. Los jueces no inventaron la corrupción, pero la naturalizaron.
En 1983, el país había tenido una buena oportunidad para romper el ciclo de decadencia y crisis. El gobierno de Alfonsín restableció el Estado de derecho y construyó la democracia, pero no enfrentó los problemas de un Estado deteriorado, con el que los gobiernos peronistas posteriores se sintieron cómodos. Por primera vez en mucho tiempo, el gobierno de Macri se ha propuesto restablecer un Estado normal en un país normal, una tarea digna de Hércules.
Han pasado dos años y medio; el Gobierno se mantiene en pie, conserva un buen apoyo y alcanzó logros valiosos, pero recibe golpes fuertes y no ha obtenido victorias emblemáticas. La reconstrucción del Poder Judicial avanza con más pausa que prisa, pues los jueces tienen poca fuerza para autodepurarse. Todos los grupos corporativos se atrincheran en sus posiciones y se cobijan en un relato flexible y potente. Hace unos meses la economía cayó en un bache. Sobre llovido, tenemos un papa argentino y peronista. Todos conocen la potencialidad de estos elementos sumados. Los más pesimistas piensan en una nueva crisis; otros se preocupan por la elección de 2019.
Lo apasionante de la Historia es que la coyuntura siempre es imprevisible. En estos días se abrió una posibilidad en el frente judicial: el avance sobre los territorios de Hugo Moyano, la condena y prisión de Amado Boudou y la investigación judicial generada por los cuadernos de Centeno, que llevó a la detención de exfuncionarios y de empresarios involucrados en el saqueo del Estado. El “arrepentimiento” en cadena de empresarios permite esperar que terminará abriendo una brecha en el círculo vicioso que nos constriñe. Es una oportunidad y un desafío, jurídico y también político.
Si a la opinión pública se le suma la oposición peronista, puede quebrarse la omertà judicial. Así impulsada, la Justicia debe tomar distancia de la opinión, establecer la verdad judicial y fallar de acuerdo con el Código. Fortalecer el Estado de derecho -pues de eso se trata- consiste en algo tan simple como difícil: respetar la ley.
El desafío político es más complejo. Si se desata un vendaval ético, los políticos deben administrarlo con prudencia, atendiendo a todas las lecciones del Lava Jato. Los valores solo fijan un ideal de conducta para nuestro mundo de pecadores. Que el afán de sancionar hasta el menor de los pecados veniales no nos lleve a dañar la economía, ni tampoco la política, tan laboriosamente construida. Solo así aprovecharemos esta oportunidad.
Publicado en La Nación el 12 de agosto de 2018.
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