En España, el cuñado del Rey, está preso. Iñaki Urdangarin, casado con la hermana de Felipe VI, la Infanta Cristina, fue condenado a cinco años y diez meses de cárcel por “malversación, prevaricación, fraude a la Administración, delitos fiscales y tráfico de influencias”.
El hecho es ejemplar. Pocos habrían imaginado a un miembro de la familia real en la cárcel.
La vida de los corruptos, poderosos o no, está haciéndose cada vez más difícil.
La mayoría no sabe dónde poner el dinero mal habido. Es que la guerra al narcotráfico y al lavado ha impuesto restricciones extremas a los movimientos bancarios internacionales. Y varios paraísos fiscales se han convertido en purgatorios.
Las operaciones en efectivo, por otra parte, están cada vez más restringidas. En varios países de la Unión Europea está prohibido pagar en efectivo más de 3.000 euros. En Estados Unidos, si se quiere transar por más de 10.000 dólares cash, hay que someterse al control de la unidad de inteligencia financiera del Estado. Y el dinero “negro” no puede pagarlo todo.
Eso deja a muchos gobernantes, y ex gobernantes, en posesión de billetes que -escondidos en cajas fuertes o maletas- tienen poca utilidad. A eso se agrega la exposición pública a la cual son sometidos por las redes sociales, que a veces difunden calumnias, pero a menudo aportan datos para un procesamiento. La exposición pública puede alcanzar también a cómplices o encubridores, que siempre tratan de lavarse las manos, pero en ocasiones se convierten en “arrepentidos” y ayudan a la justicia.
Nada es igual a lo que pasaba en el siglo 20.
El ex presidente Suharto (Indonesia), considerado por Transparencia Internacional “el corrupto más grande del mundo”, había otorgado – según uno de sus biógrafos- innumerables franquicias , a la manera de McDonald’s. “Cada uno sabía cuánto tenía que pagar y a quién”.
Pero Suharto murió sin haber pisado nunca la cárcel.
Hoy, Nicolás Sarkozy, ex presidente de Francia, está procesado por haber recibido, según la acusación, dinero furtivo para financiar sus campañas electorales, incluidos cientos de millones provistos por el extinto líder libio Muammar al Khadafi.
Todo gobernante o ex gobernante a quien se lo procese corrupción se declara inocente, y dice ser víctima de una “persecución”. En algunos casos, puede ser así, pero no es la norma.
También hay, a veces, condenas injustas, como la que se impuso a Jacques Chirac, ex presidente de Francia (1995-2007). En 2011 fue condenado a dos años de prisión por haber nombrado, cuando era intendente de París, 19 “ñoquis”. La condena no se hizo efectiva porque, a la época de la sentencia, Chirac ya padecía de anosognosia, una enfermedad neurodegenerativa similar al Alzheimer. La desproporción de las condenas convierte la justicia en injusticia.
Pero pocas veces las sentencias son injustas o desproporcionadas.
En América Latina, varios ex jefes de Estado están entre rejas. Pudo haber algunos casos de represalias políticas, pero la mayoría de las condenas son por corrupción probada; en algunos casos a muy grande escala.
Arnoldo Alemán (Guatemala) hace 15 años que está en la cárcel. Luis Ángel González Macchi (Paraguay) pasó 12 años entre rejas. Otto Perez Molina, 3.
Ollanta Humada (Perú) está en prisión desde el año pasado. Inácio Lula da Silva (Brasil) desde hace unos meses, purgando una condena a 12 años. Alejandro Toledo (Perú) hace un año que está prófugo y es buscado por Interpol.
Otros ya están en libertad. Alberto Fujimori (Perú) estuvo preso 10 años. Alfonso Portillo (Guatemala), de quien se dijo que había convertido la casa de gobierno en un “cajero automático”, 5 años.
Carlos Menem fue condenado dos veces por abuso de autoridad, pero ambas sentencias fueron apeladas y las apelaciones no han sido resueltas.
Dos ex vicepresidentes latinoamericanos fueron acusados de corrupción. El uruguayo Raúl Sendic está procesado y en difícil situación. El tribunal de conducta de su propio partido le ha imputado “un proceder inaceptable en la utilización de dineros públicos”.
Amado Boudou ya cumple su condena a 5 años y 10 meses de prisión.
La corrupción, como decía Roberto Arlt, “es una polilla que roe poco a poco al Estado”. El corrupto no elige al que mejor puede hacer una obra; elige al que le pone plata en el bolsillo. Los gobiernos corruptos distorsionan las prioridades: colocan lo prescindible antes que lo urgente, si lo prescindible les da billetes y lo urgente no.
Un gobierno no puede corromperse sin la participación o el consentimiento de quien lo preside. Pero un Presidente necesita, para ejercer la corrupción, la complicidad de una gran estructura de poder.
Eso suele ayudar a los fiscales, que a menudo tienen un catálogo de sospechosos. Pero, para castigar esta degradación, se necesitan jueces intachables e imparciales que apliquen la ley sin contemplaciones.
En la Argentina, el Congreso ha sancionado, en los últimos años, numerosas leyes contra la corrupción. Ahora se procura una reforma del Código Penal, para actualizarlo y mejorarlo. Sin embargo, como lo han demostrado sentencias recientes, no hace falta esperar a la reforma.
El corrupto incurre, por lo general, en varios delitos al mismo tiempo. La ley penal los trata por separado, pero cuando hay un “combo” delictivo, la Justicia puede sumar las penas que corresponden a cada delito. Dicho de manera simplificada y en términos corrientes, el que “mete la mano en la lata” y además recibe “coimas”, puede ser condenado, en los casos más graves, a unos 20 años de cárcel.
Pero para eso hay que cumplir las reyes a rajatabla. Si la ley es “letra muerta”, el corrupto se ríe. Para castigarlo, es necesario que la Justicia la reviva e interprete con rigor. Y, siempre que haya pruebas, condene a quien corresponda. Así sea el cuñado de un Rey.
Publicado en Clarín el 12 de agosto de 2018.
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